Jaramagos y otras flores amarillas, Manuel García Viñó
Si hay un nombre maldito en la literatura de aquí, nuestro país, y ahora, la actualidad, ese el de Manuel García Viño. Un autor “maldecido” —casi mejor así, para que nadie pueda percibir un rasgo de complacencia o pose— desde que allá por los años sesenta publicó su primera novela, La pérdida del centro, un relato estremecedor (que ahora, afortunadamente, se reedita en digital) que en su intención de hacer un drama individual pero conectado con las preocupaciones eternas y las dudas universales del ser humano, chocaba casi frontalmente con la literatura del compromiso social y el tono realista y hasta castizo que era preceptivo en aquel tiempo. Hubiera sido bien fácil para el autor (como lo es ahora, también, e imagino que siempre) plegarse a la corriente del mercado y las modas de entonces, cuanto más cuando la calidad del estilo de García Viñó (calidad sobrada: basta leer las primeras páginas de Jaramagos) le hubieran permitido hacerse un hueco casi sin problemas entre la “pléyade” de aquel tiempo. Pero el sevillano pertenece a ese género, parece que cada vez menos frecuente, de escritores que no contemplan la literatura como un oficio manual o como una forma de hacer relaciones publicas, sino como un estilo de vida cuyo patrón último es la autenticidad: no traicionarse a uno mismo y a tus creencias estéticas y literarias, aunque eso suponga el apartamiento del “mundillo”.
Ese ha sido el caso de García Viño a lo largo de todos estos años. Un escritor radical (radical aquí en el sentido de que “afecta a las raíces”) que parte de una propuesta literaria y estética de profundo calado. Basta leer su Teoría de la novela, desarrollada a lo largo de varios décadas (un libro realmente necesario para quien quiera dedicarse a esto de escribir; nada que ver, por supuesto, con los varios decálogos un tanto ñoños y tendentes a la “boutade” que se suelen manejar en talleres y demás) para darse cuenta de que, en muchos sentidos, el destino de Viño, defensor de una estética moderna, intelectual y cosmopolita, era chocar con nuestra tradición muy dada al tremendismo, al cuadro de costumbres y a la pereza. Si a ello unimos que, a lo largo de toda su vida, García Viño ha defendido con pasión su teoría estética, convertido en un certero polemista (ahí está igualmente la publicación, por él dirigida, “La Fiera Literaria”, panfleto-fanzine-libelo que durante muchos años supuso la única contestación al “establishment” literario), tenemos sin duda las razones por las que un escritor de alto nivel, pero que no se adapta, ni quiere adaptarse, a lo que es habitual entre nosotros, resulta sistemáticamente ninguneado.
Jaramagos y otras flores amarillases su última obra. Una novela de mediana extensión donde (siempre en su búsqueda de temas de profundidad que no se agoten en la lectura rápida) plantea el tema del incesto, posiblemente el tabú más acendrado en el género humano, la primera y más tajante prohibición de cuantas han venido luego.
Como he apuntado más arriba, basta leer los primeros capítulos de este libro para advertir qué gran flor han dejado que se asfixiara las conveniencias literarias, los chanchulletes de los escritores oficializados: en ese principio, en la manera en que un niño va descubriendo, al hilo de la sensualidad despertada por la belleza y el mero hecho de vivir, de manera inocente la sexualidad y el deseo; la forma en que luego esa pulsión se va racionalizando hasta convertirse en intelectual, es realmente de una gran altura y ambición literaria. Así como, en las paginas siguientes, el hecho de haber llevado a cabo “lo prohibido” le hace contemplar al protagonista el sexo y el erotismo de una forma trascendente, mítica, mágica incluso, nada que ver (el extremo opuesto, de hecho) con lo venéreo y pedestre y hasta publicitario como se trata en la actualidad.
Lo que García Viño propone en Jaramagos es, al fin (como todo en su obra, en realidad), una visión inconformista, distinta, “contracultural” cuando la cultura dominante se solaza en lo banal. Ese ha de ser (piensa él, y de seguro tiene razón) el papel de todo escritor, de todo artista: contemplar el mundo con unos ojos distintos y una sensibilidad sin concesiones, aunque eso desasosiegue al lector, rompa esquemas y dé pereza a tantos escritores adormecidos.
* Publicado en “La tormenta en un vaso”
Editado en: El Garaje Ediciones