Ken Loach como pretexto
Por Pepe Gutiérrez-Álvarez. LQSomos.
Si alguna vez me encuentro con Loach tendré que darle las gracias por todo lo que significó para tipos como yo en los amargos años noventa. Desde mi perspectiva, Ken Loach representó de una manera especialmente visible la resistencia contra el neoliberalismo en un tiempo en el que la mayoría llegó a creer que cualquier oposición era poco menos que inútil. En esta coyuntura depresiva en la que la letra de La Internacional, según la cual del pasado había que hacer tabla rasa, parecía cumplirse, aunque en dirección inversa a la prevista por Eugène Poitier, la conexión con el cine de Loach tuvo algo de providencial porque demostraba que había que seguir los combates por la libertad y la igualdad.
En este contexto pasé a ser uno de los escasos testigos que escribiría aquí y allá sobre el declive de los cines de barriada o de los pueblos, aquellos de los programas dobles que fueron como una “universidad” para muchos, reflexión que me acompañaba en los debates cine-clubistas de los que seguía siendo adictos y que no parecía importar demasiado a aquellos para los que la caligrafía cinematográfica estaba por encima de todo.
Entre 1979 y 1990 mi escenario de entonces fue el barrio de Sants, uno de los más activos social y culturalmente de aquella Barcelona en la que, a principios de la década, todavía era posible asistir a aquellas sesiones masivas para ver películas excelentes, pero que al final de la misma la decrepitud de las salas era cada vez más evidente.
Lo pude comprobar en la sala del Liceo de Sants, que se consideraba de estreno aunque fuese de segunda, la pantalla estaba ya tan oscura que apenas sí logramos ver algo de Cristal oscuro (The Dark Cristal, USA, 1982); más allá, en la misma calle Cruz Cubierta, descubrí que la sala del Bohemio se hallaba literalmente tomada por las ratas que devoraban toda la basura del suelo y mordisqueaban los cordones de los zapatos de los asistentes; en cuanto a su vecino, el Arenas, que hasta entonces había figurado como de estrenos, ahora proyectaba títulos “S” en clave “gay” como pude comprobar un día en que inocentemente pagué mi entrada para ver Querelle (RFA, 1982), una adaptación del Jean Genet desnaturalizado por el peor Fassbinder. En el intermedio descubrí estupefacto que en los lavabos se escenificaba una verdadera orgía, de tal forma que hasta tuve que pedir excusas para llegar al lugar donde poder vaciar la vejiga.
Mi estupor no fue muy diferente al que escuchaba tantas veces, entre el público tradicional, entre aquellas parejas de toda la vida que no se habían enterado que ya no se pasaban “películas como las de antes”. Ahora ya no se iba “al cine” en grupo o individualmente, ahora se iba a ver episódicamente a ver tal o cual película, normalmente algún título apabullante. En su agonía, los cines de barriada pasaron de proyectar buen cine para dar paso a productos eróticos de diferente calibre, un cambio que en mi opinión traslucía un verdadero desastre ya que de esta manera acababa un espacio en el que había tenido lugar el mayor encuentro conocido entre la cultura y las masas. Asistir ahora a aquellas salas que poco tiempo atrás para contemplar películas con mentalidad de prostíbulos, programas del anagrama “S” en las que los títulos de valor eran excepciones –por lo demás no reconocidas-, pero que la casi totalidad resultaban totalmente impresentables aparte de rotundamente machista onanista, en no pocos casos bajo la dirección de directores que habían colaborado con el franquismo.
Paradójicamente, ahora se veían más películas que nunca, pero desde la canalización del comedor de casa, emitidas o alquiladas en los videoclubes. Por el contrario, sí se te ocurría escoger un clásico en blanco y negro podías tener por seguro que el dependiente te advirtiera no fuera que luego protestara porque no te lo habían dicho. Que el panorama había cambiado lo evidenciaba la presencia ostensible de un apartado con “pornos”, a veces confundidos con titulaciones equívocas del tipo Alicia en el país de las pornomaravillas (1976), por lo que en más de una ocasión eran alquilada para disfrute de los niños.
Allá lo que prevalecía eran las de “las multinacionales”, sobre todo entre la gente menuda eran aquellos títulos que luego se emitían en la televisiones en las horas punta, el sábado por la noche. Era la época del cine de la “era Reagan”, aquel tipo que llamaba a la “contra” nicaragüense “combatientes por la libertad”. Un cine plagado de policías por encima de la ley, de advertencias moralistas como la expresa en Atracción fatal, por las epopeyas reaccionarias protagonizadas por Silvestre Stallone, Arnold Schwarzenegger y otros tantos “héroes americanos”, en las que el mensaje político –la supremacía norteamericana y capitalista- no era otro que la vieja ley del más fuerte, eso sí revestida por una palabrería sobre la libertad.
La hegemonía neoconservadora se manifestaba de una manera tan agobiante que hasta en una revista como Fotogramas en la que había cómplices de la izquierda en los años setenta, ahora dedicaba sus páginas centrales a declaraciones estos tipos (recuerdo también al novelista Tom Clancy) contra los impuestos a los ricos con argumentos como el esgrimido por Sandra Bullock, que presumía de merecer lo que ganaba, dólares que puestos en una balanza podrían pesar más que los de miles de trabajadores juntos. Pero lo peor era que este tipo de cine raramente era criticado por sus contenidos.
Fue una contrarrevolución en toda regla, la más profunda y quizás la más inteligente e integradora jamás conocida, quizás eso explique que un artista tan emblemático como Bernardo Bertolucci, que en 1976 había realizado Novecento, un canto a la conciencia social del pueblo militante, acabó siendo multipremiado diez años más tarde por El último emperador, una gran producción que enfocaba el final de la última dinastía china como un problema individual; Berlanga que había realizado los más ingeniosos alegatos contra el franquismo como Placido y El Verdugo, llevaba a cabo un viejo proyecto, La vaquilla (1985), que explicaba la guerra como una “chorrada” que enfrentaba a “progres” y “carcas”; por la misma senda, el cine italiano que antaño nos había deslumbrado era premiado en Hollywood por Mediterráneo (1991), de hecho, otra vaquilla.
Lejos quedaban los tiempos en que en el barrio o en el pueblo se podían ver películas como Novecento o El Verdugo, ahora el cine que decía algo, había que verlo en las salas que bajo el franquismo se habían llamado “de arte y ensayo”, por lo que tuvo lugar un pequeño fenómeno a contracorriente y casi militante que se manifestó convirtiendo en éxitos películas comprometidas al estilo de Un lugar en el mundo (Argentina-España, 1992), de Adolfo Aristaráin o La estrategia del caracol (Colombia, 1993) de Sergio Cabrera, que nos evocaban otros lugares en los que la resistencia popular no había desaparecido. Era un cine situado en otro meridiano mientras que ni la izquierda ni el cine nacional parecían tener pulso.
Dentro de este cine a contracorriente, ningún cineasta se mostró tan constante ni tan representativo como Ken Loach, el que adquirió mayor influencia hasta el punto de convertirse en símbolo del rechazo desde el cine al thatcherismo que nos invadía con su filosofía según la cual la sociedad no existía, solo los individuos (los mejor colocados en la lucha de todos contra todos) y There is no alternative, o sea la TINA: no había más alternativa fuera de la jungla de los mercados. Una nueva forma de dominación y de liquidación moral contra la que Loach había combatido desde el primer momento, tomando parte en la célebre y determinante huelga de los mineros, una batalla crucial que, más que ganada por Thatcher, fue perdida por los laboristas y la burocracia sindical.
Una derrota que se reproducirá en mayor o menor grado en todas partes, que se estaba viviendo aquí en un momento en que personajes más o menos reputados de la izquierda institucional proclamaban que la lucha de clases se había acabado. Lo que de verdad sucedía era que la estábamos perdiendo y, en no poca medida, las películas de Loach eran variaciones penetrantes sobre dicha derrota. Pero sobre todo y ante todo eran una respuesta, una muestra de que el rechazo era posible.
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