La memoria de Haizea
A sus seis años Haizea reprochaba a gritos a su hermana Itxaso, dos años mayor, que siguiera negándose a compartir la gloria con ella.
Itxaso, imperturbable, respondía que la gloria era suya y que, además, ya se la había comido. Lo atestiguaba el polvillo de patata frita que, como único vestigio, quedaba en el fondo de la bolsa.
Fue entonces que Haizea, harta de que sus demandas no fueran satisfechas por su hermana, enarboló su peor amenaza: “Mañana no te dejaré mi vestido rojo”, y que Itxaso, socarrona, se encomendó a la amnesia: “Mañana… ya te habrás olvidado”.
Testigo consternado del fratricida pleito, yo me limité, simplemente, a tomar nota de la querella.
A sus ocho años Itxaso ya lo sabía, ya había descubierto que el olvido es uno de los rasgos más sobresalientes de los tiempos que andamos y que hasta las palabras que enunciamos eternas al cabo de una vuelta terminan desmintiendo su memoria.
Y no es lo peor lo poco que aprendemos, que más daño hace lo mucho que olvidamos. De que así sea se ocupan como nadie presidentes que decretan olvidos, jueces que evacuan olvidos, curas que bendicen olvidos, periodistas que mienten olvidos… Disponemos de olvidos de oro, plata y bronce… ¡Campeonato de olvidos! ¡Olvidos a la carta, al derecho y al revés, en blanco y en negro, en directo y diferido!
Y bien, que casi se me olvida, Haizea, un día más tarde, no se había olvidado ni de la afrenta ni de la amenaza pero, sobre todo, recordaba quien era su hermana. A ello, supongo, se debió que Itxaso pudiera volver a ponerse al día siguiente el vestido rojo.