La ruta del viento
ibre de ataduras, como una bruma arrastrada por el aire
me dejo llevar
hasta donde me quiera dejar el viento.
Daigu Ryokan
Una de las cosas más bonitas del cicloturismo es el abanico de posibilidades tan amplio que se te ofrece cuando comienzas una ruta. Te puedes crear tu propia aventura cada día, decidiendo a donde ir en relación al sol, la lluvia, el viento o en función de que los ojos te hagan parar el pedaleo de tus piernas para mirar los paisajes.
Siempre haces un planeamiento original de la ruta pero, en mi caso, casi estoy deseando que las circunstancias me lo cambien, para sentirme más libre, para sentir que uno es capaz de adecuarse en función a lo que le pasa o le apetece, sin seguir el hermetismo de lo establecido. Para sentir, en definitiva, que todo puede cambiar en cualquier momento, como la vida misma.
Hace casi veinte años hice una ruta cicloturista larga en bicicleta en la que cada mañana elegía la dirección a la que seguir en función del viento. Allá hacia donde el viento fuera a favor, hacia allá iba.
Si no hacía viento, seguía la dirección del viento del día anterior o el paisaje más sugerente.
Si el viento me devolvía por donde antes había venido, entonces no, entonces dejaba, al menos durante un rato, que me diera lateral, pero volver no estaba en mis planes. Siempre hacia delante, hacia algo nuevo, desconocido e imprevisto.
No lo hacía así por pereza, porque la ruta fuera más fácil, aunque indudablemente lo era, sino principalmente por utilizar al viento haciendo más placentero el viaje. Como dicen los holandeses: "No se puede evitar el viento, pero se pueden construir molinos".
También lo hacia para descubrir esas cosas que no están en las guías, para huir del encorsetamiento de la ruta planificada, que quita cierto trance de aventura.
Lo cierto es que cuando se va a favor del viento el paisaje se hace diferente. Se vuelve hermoso: las ramas, las hojas, las briznas de paja, las gotas de agua que caen… todas se mueven en la misma dirección que tú. Todo es armonía. Ir en la dirección del viento es como ponerse en camino hacia sí mismo.
Empecé en la ciudad de León. Un típico viento que venía del suroeste me llevó hacia Riaño, ya tristemente inundado por las aguas del embalse. Me hizo subir el Puerto de San Glorio, pasé por Potes y bajé por el Desfiladero de la Hermida.
Al despertarme en Santa María de Lebeña, el viento del mar me devolvió a la montaña, haciéndome subir la collada de Hoz y la collada de Ozalba. Aquí el aire era claramente del oeste, así que tuve que seguir por Carmona subiendo collados hasta el valle del río Saja. Al llegar a dicho valle, en Cabuérniga, tenía que tirar hacia el sur, por el Puerto de Palombera, o hacia el noreste, hacia Villanueva de la Peña. El viento seguía siendo del oeste, así que Villanueva era la opción más lógica. Años más tarde pasaría por estos lares en la clásica ciclodeportiva El Soplao y los recuerdos fueron inmensos. Seguía luego hacia Puente Viesgo, siempre en dirección este, con el viento a favor.
A pies del balneario de esa localidad, a orillas del río Pas, tuve al día siguiente una enorme tentación de ir hacia el mar. Pero lo cierto es que el aire, cuando te acercas al mar, suele venir fuerte y oloroso desde allí, norteño en este caso, así que continuando las directrices del viento, tomé el camino de la vía de tren abandonado que llevaba hacia el sur, hacia las montañas, subiendo la ligera pendiente con ayuda del viento marino como si fuera un llano, ante la atónita mirada de los pocos paseantes tempraneros en aquel día de niebla y humedad. Así llegué hasta Vega del Pas, donde me aprovisioné de sobaos pasiegos y tortas, a cuales más ricas, y dejé que el viento me llevara hacia el duro puerto de las Estacas de Trueba, un puerto acorralado por las montañas, en el que ya metido en faena, el aire no ayudaba nada y hacía un calor de mil demonios. Durante la interminable subida me encontré a una pareja de holandeses que estaban subiendo el puerto a ritmo de andar, parando muchas veces pues, decían, no habían circulado en bicicleta otra cosa que las llanuras holandesas. En lo alto del puerto aparece el viento de nuevo que me lanza a velocidad de locura hacia Espinosa de los Monteros, pero no hay camping y me voy al más cercano, el de Villarcayo.
Por la mañana el aire venía un poco solano (viene de la dirección del sol), lo que implica que va a hacer calor durante el día, llevándome a acompañar un rato al Ebro. En Valdenoceda, una vez el aire ya ha avisado de que el día va a ser caluroso, se calma, para dar paso a los rigores de la canícula, que se hacen más pesados sin el frescor del aire. En ese momento no tengo guía, pues el aire se ha calmado, llevándome a una situación nueva, en la que no sé que hacer. Como iba siguiendo al Ebro, continúo haciéndolo, siguiendo por lo tanto la dirección del agua, que en definitiva es otra guía muy eficaz. También he hecho rutas del agua, siguiendo cauces de ríos que me llevaban hacia el mar, hacia el inevitable final de la ruta. Me pasé el desvío que me debería haber llevado a Frías y aparezco en Oña. Volver el camino pedaleado es algo que no gusta al cicloturista, así que continué hasta Briviesca, donde comí y ya me quedé el resto de la tarde, pues el calor era excesivo.
Al día siguiente, al montarme en mi bici, observé que hacía algo de aire, en este caso del noroeste, por lo tanto aire algo más fresco. La dirección a seguir entonces es la de Belorado y de allí a Ezcaray. El aire del noroeste me lleva hacia la estación invernal de Valdezcaray, a donde llego por la tarde-noche. Apenas hay gente, la poca que hay está en un bar en el que pido agua, pues no hay fuentes a la vista. Pregunto si hay algún sitio donde quedarme a dormir y me dicen que sólo hay un albergue unos metros más arriba, pero está cerrado por obras, aunque me puedo poner la tienda de campaña en el porche cubierto, para evitar el rocío. Me dice sonriendo que estaré solo, que no habrá nadie en varios kilómetros a la redonda, pues ellos viven en Ezcaray.
Mientras me estoy tomando algo, escucho como la mujer del bar le dice al hombre que me ha atendido: “Y éste no tendrá problemas, ahí solo con los lobos”. El marido le contesta que no, muy vagamente. Yo me dirijo a él y le pregunto: “Oiga, no he podido evitar oírles ¿qué es eso de los lobos?”. “Nada…” me contesta el hombre “… no hagas caso a la mujer, los pocos lobos que hay no se acercan a las personas, no te va a pasar nada”. Trago saliva. Serán pocos, pero yo soy sólo uno. Me empiezo a hacer múltiples preguntas ¿Tendrán hambre? ¿Vendrán por esta zona por la noche buscando restos de comidas de forma habitual? Pienso en volver a Ezcaray, pero la subida me ha costado lo mío como para bajarlo ahora.
En efecto por la noche me quedo totalmente solo. Tengo una preciosa vista de todo el valle, un momento único en el que me siento el dueño del territorio, pero en cuanto oscurece, oscurece de verdad y me meto en la tienda quedándome dormido.
El problema viene a las 3 de la madrugada, cuando me despierto con unas tremendas ganas de orinar. Me quedo escuchando. Al fondo, muy al fondo, se oyen unos aullidos. Pueden ser perros, me digo para tranquilizarme. Abro la puerta de la tienda. Hay una niebla muy densa que no deja ver nada. Creo que nunca he meado más rápido ni más cerca de la tienda, metiéndome rápido de nuevo dentro y quedándome escuchando decenas de ruidos que me suenan a pisadas de lobos, hocicos respirando, patas escarbando… los aullidos me parecen cada vez más cercanos, pero al final me duermo.
Por la mañana sigo teniendo esa espesa niebla, pero al menos hay luz, ya no tengo miedo. No hay viento, por lo que sigo subiendo el puerto, dirección sur. Al poco tiempo dejo la niebla abajo, lo que se convierte en un espectáculo impresionante, con un enorme mar de nubes por todo el valle. Al llegar a la cima, un ligero aire del norte me refresca el calor de la subida, tomo unos caminos de tierra que me llevan cresteando hasta otro camino también de tierra y piedras que baja hacia el sur, hacia la provincia de Burgos, hacia Neila y Quintanar de la Sierra.
Al día siguiente el mismo aire frío del norte me lleva hasta Berlanga de Duero. Un pueblo muy digno de visitar. Allí paso el día.
El día siguiente salgo muy temprano, casi no se ve. No hace aire a primera hora, así que sigo la misma dirección que llevaba el día anterior. En Caltojar se levanta el aire, un aire del noreste, solano, que no dice nada bueno, porque es probable que traiga calor. Vuelo empujado por el aire a Atienza, Hiendelaencina y Cogolludo, donde como. En principio me iba a quedar allí, pero me veo bastante entero para llevar 90 kilómetros y la casa de mi hermano está a “sólo” 50 kilómetros, en El Casar, teniendo toda la tarde.
Cojo carretera y consigo llegar antes de que se haga de noche, pero los rigores del calor vespertino de la campiña me hacen sufrir de lo lindo, el agua me dura muy poco cada vez que la lleno, pues el calor es tremendo y el aire es inexistente por la tarde. Sin embargo he hecho 140 kilómetros con alforjas, gracias al aire matutino a favor y a la forma física que llevo ya de hacer tantos kilómetros. Es mi record de kilometraje con alforjas y bicicleta híbrida, pero mi hermano se preocupa por el estado de deshidratación en el que llego.
Me alegra ver a mi hermano y mi cuñada. Pasamos una agradable cena charlando. Me preguntan por lo que he estado haciendo estos días, pero no me extiendo mucho, porque en ese momento no me parece para tanto.
De El Casar a Madrid, el último día, supone un paseo de poco más de 40 kilómetros. Llego dos días antes de que se me acabaran las vacaciones, por lo tanto podría haber estado pedaleando algo más. Pero el aire me trajo a Madrid, me dijo que tenía que volver. Luego entendí por qué, cuando al rato de llegar a mi casa alguien que necesitaba mi ayuda me llamó.
El aire es sabio, escucha al aire.