Mi cuñado Albert, sobreviviente de Auschwitz
Milagros Riera*. LQSomos. Febrero 2015
En estos días se celebra el aniversario de la liberación por el Ejército soviético del “Campo de la Muerte” de Auschwitz, donde se concentró toda la maldad del mundo. Se ha escrito mucho sobre ello y aún es poco. Yo quiero recordar a mi cuñado Albert Farhi, uno de los más jóvenes que sobrevivieron. Murió el año pasado sin poder tomar parte en el aniversario, aunque quizás no hubiera querido hacerlo. Si salió con vida algo suyo murió en aquel campo del horror… Nunca se repuso de lo que allí sucedió.
Albert era un judío sefardí, es decir de origen español. Sus lejanos antepasados fueron expulsados por los Reyes Católicos, algo que fue una tragedia para ellos y para el país, ya que con su trabajo y su comercio generaban riqueza. España nunca se repuso de aquella pérdida, como la de los moriscos, al acabar con ellos el fanatismo religioso. Mi cuñado, marido de Sara y hermana de mi marido, nos hablaba alguna vez en el español del siglo XV, una lengua melodiosa y entrañable que en su familia todavía se hablaba. Al perder lo que era su patria, los antepasados de Albert se afincaron en Turquía, donde existían muchas comunidades sefardíes. Allí vivieron hasta que las convulsiones del final de la Primera Guerra Mundial les hicieron decidir buscar otros países más tranquilos. El padre de Albert quería marchar a los Estados Unidos, meta de muchos emigrados, pero fue a París donde le esperaba su novia. Allí se casarían y marcharían buscando una nueva vida, pero el amor está sometido al destino… Durante la espera para casarse conoció a una joven de la que se enamoró, con el escándalo consiguiente, ya que todos esperaban otra boda. Además, como su enamorada no deseaba marchar lejos de su familia, decidieron renunciar al viaje, casarse y vivir en París, donde tuvieron muchos hijos, Albert fue el mayor. Debería haber sido una bonita historia de amor, pero no lo fue y acabó mal por culpa de los nazis… la mayoría de los hijos fueron exterminados en Auschwitz, con sus padres.
El señor Farhi se afincó en París, trabajando como obrero en una fábrica de automóviles. Pasaron los años, vinieron los hijos y también la guerra, los judíos fueron perseguidos y entregados por la policía francesa a los nazis para ser exterminados en los campos de la muerte. La familia Farhi no fue molestada, estaban lejos de París y nadie reparaba en un humilde obrero. En la primavera del 44, casi en los últimos años de la guerra, tres hermanos de mi cuñado se fueron a pasar unos días a la costa con una asociación caritativa. Él debía haber ido también, pero su madre le pidió que se quedara para ayudarla con sus tres hermanos más pequeños, así que decidió quedarse con sus padres. Un día de asueto Farhi decidió ir a París a visitar a uno de sus amigos, al que hacía tiempo que no veía. Era un turco, y hablar con él le recordaba los días de su juventud. El turco tenía un bar y acogió a su amigo con los brazos abiertos, le invitó a beber y le dejó unos momentos para hacer un recado. A su vuelta estuvieron hablando mucho tiempo, pero la conversación acabó cuando apareció la policía para detener al señor Farhi. El turco le denunció, ya que se ofrecía una prima al que denunciara a un judío y en este caso el dinero pudo más que la amistad. La policía francesa entregó su presa a los nazis, que le enviaron hacia el campo de exterminio, pero no solo.
La señora Farhi nada sabía de lo sucedido. La avisaron que su marido estaba en manos de las SS y que lo deportarían. Le aconsejaron que se escondiese con sus hijos. “No, -dijo la pobre mujer-, nosotros somos unos trabajadores y no pueden acusarnos de nada”. No se escondió y no tardaron en venir a buscarlos… a ella y a sus tres hijos. Todos marcharon hacia la muerte en el convoy del 20 de mayo del 44. Hasta el final de la guerra hubo muchos judíos que ignoraban lo que pasaba, no podían creer en el horror que les esperaba y se negaban a escapar cuando tenían ocasión. Las autoridades nazis hacían lo posible para que reinara el silencio y no se conociera nada de cuanto acontecía en los campos de la muerte.
Las horribles fauces de Auschwitz les esperaban. Nada más llegar, la madre y los hermanos pequeños fueron conducidos inmediatamente a los hornos crematorios. Al padre y a Albert los reservaron para que trabajaran hasta morir de agotamiento. Albert sobrevivió, era joven y fuerte, pero su padre no llegó a vivir más que dos meses.
Conocí a Albert en París, que acababa de casarse con Sara. Yo no sabía nada de su historia, y él no contaba nada. Me llamó la atención que cuando comíamos juntos siempre cogía los platos de su esposa y el suyo y los protegía como si alguien quisiera quitárselos. Mi marido se dio cuenta de mi extrañeza y me contó que era un superviviente del “Campo de la Muerte” y que allí debían proteger la poca comida que les daban si querían sobrevivir. “Ves, -me dijo-, yo como muy deprisa, ya que en el campo del muro del Atlántico donde estuve prisionero de los nazis, al terminar mi pitanza corría a ponerme en la cola otra vez para poder obtener doble ración.
Como mi cuñado nada contaba de su terrible historia un día decidí preguntarle. Me dijo que si no hablaba era porque no creía que pudiera interesarle a nadie lo que sucedió. Le expliqué que se equivocaba, nos interesaba a todos y a mí más que a nadie, ya que en España nada se hablaba de los horrores cometidos por los nazis. Mi abuela, que había estado refugiada en Francia, me contó cuando yo tenía cinco años la existencia de los campos de la muerte y desde entonces he vivido con esas escenas de horror presentes en mi mente. Entonces nos habló, nos enseñó el número que tenía tatuado en el brazo y que siempre escondía. Después de contarnos su historia ya no lo escondió más.
El Ejército soviético se acercaba al “Campo de la Muerte”… nada podía detener su marcha victoriosa. Y como era previsible, el mundo entero iba a conocer lo que allí sucedía… y lo conoció
y contempló lo que allí y en otros campos había sucedido. Durante años se habían negado a enterarse… “no hablemos de lo que allí pasa, ganemos la guerra y después ya veremos” –decían. Por fin pudieron ver y lo que vieron nunca podrá ser olvidado.
Los verdugos decidieron ocultar sus crímenes acabando con todos los prisioneros que todavía quedaban con vida y borrar las trazas del campo. No tuvieron tiempo de hacerlo, por lo que organizaron la “Marcha de la Muerte”. A los prisioneros que aún podían andar los formaron en columnas para llevarlos hacia otros campos, donde serían exterminados.
Albert era de los que podían andar. Atrás quedaron los moribundos, los hornos crematorios, las montañas de huesos, los montones de cabellos humanos arrancados a las víctimas. El horror de la marcha fue el mismo que el de los campos… latigazos a los que no iban deprisa, tiro en la nuca a los que caían, sin agua ni comida… si quedaban en las cunetas, mejor. Los nazis siempre han amado las cunetas para sus víctimas, ya hemos visto el caso de España.
Mi cuñado y un puñado de compañeros comprendieron que no sobrevivirían, así que decidieron escapar. No era muy difícil, ya que no había bastantes nazis para vigilarles. Algunos desertaban para luego hacerse pasar por prisioneros o entregarse al ejército americano para así escapar al castigo que esperaban y temían. Una noche empezaron su marcha particular que les llevó a atravesar Polonia, escondiéndose y comiendo lo que encontraban en los campos abandonados.
Un día entraron en un pueblecito casi abandonado, donde algunas mujeres salieron a su encuentro. Su aspecto era tan miserable que no tuvieron miedo de ellos y les ofrecieron de comer. Les contaron que vivían allí solas en sus tierras, abandonadas por los hombres -tal vez muertos o prisioneros, quizás enrolados en cualquier ejército-. Como temían a los desertores y a los bandidos, y como no tenían hombres para defenderlas, les hicieron una proposición, que no era indecente. Les pidieron que se quedaran con ellas, ya que en el estado en que se encontraban no podrían ir muy lejos y allí era la tierra de nadie. Si se quedaban en el pueblo los bandidos no se atreverían a robarlas ni violarlas. El hecho de que hubiese hombres les disuadiría. Ellos aceptaron y contemplaron una escena increíble… Cada mujer eligió el hombre que más la convenía. Hasta aceptaron a un pobre viejo que había conseguido llegar hasta allí ayudado por los jóvenes. “Nos interesa, -dijeron-, es un hombre y eso nos basta”. Les advirtieron –riendo- que tenía muy mal genio, pero las mujeres contestaron que ya se encargarían ellas de meterle en vereda, como así fue. Albert nos contaba que nunca habían estado mejor atendidos. Las mujeres les servían como a señores y eran ellas las que trabajaban en los campos. Cuando estuvieron más fuertes los muchachos también se ocuparon de siembras y cosechas. Habían decidido pasar allí algún tiempo. Como no sabían si la guerra había terminado y en qué estado encontrarían su país, querían acumular fuerzas para poder afrontar el camino que les quedaba.
El hecho es que vivían bien, pero deseaban volver a su país con sus familias… pero no todos. Algunos decidieron quedarse para rehacer allí sus vidas. Una noche, Albert y los que habían decidido partir, tomaron otra vez el camino que los devolvería a su país. De los que quedaron en Polonia nunca más supieron. Anduvieron durante días hasta encontrar las avanzadas del ejército liberador. Casi no podían creerlos cuando se presentaron como supervivientes del “Campo de la Muerte”… pero el tatuaje daba fe de ello. Volvieron a Francia, donde mi cuñado encontró a dos de sus hermanos y a una hermana, los que se salvaron al estar fuera de París. Una familia amiga los acogió y siguieron cada uno con su vida. Albert trabajó siempre en el comercio, se casó y divorció. Un día conoció a mi cuñada, se enamoraron y se reconocieron… los dos eran víctimas y supervivientes del horror con que el nazismo cubrió Europa. Atravesaron el resto de su vida cogidos de la mano, llevando en su corazón el recuerdo de sus desaparecidos, el dolor de lo que sufrieron, él en el campo de la vergüenza de la Humanidad, ella atravesando las montañas heladas siguiendo la retirada con su madre y su hermano enfermo, esperando encontrar a un padre al que ya hacía tiempo que los franquistas habían fusilado. Los dos murieron casi al mismo tiempo, los dos reposan juntos. Quizás no debiéramos olvidar el dolor que ensombreció sus vidas…