Monumentos coloniales y sus hipotéticos sustitutos

Monumentos coloniales y sus hipotéticos sustitutos

Nònimo Lustre*. LQS. Septiembre 2020

Hace pocos días, los medios se horrorizaron con esta noticia: “16.09.20 – En Popayán, indígenas colombianos Misak, Nasa y Pijao derribaron con cuerdas este miércoles una estatua de Sebastián de Belalcázar, un conquistador español del siglo XVI, en repudio a la violencia que históricamente han enfrentado”. Nos congratulamos que esos pueblos indígenas se hayan sumado a la ola de defenestración de Próceres occidentales –es decir, de genocidas- que ha surgido en estos años de 2019 y 2020. Pero hoy no vemos a insistir en la iconoclastia –ni tampoco en su contraria, la iconodulia-, porque es un tema que ya hemos abordado con abundantes ilustraciones en este blog (ver Iconoclastia, 07.X.2019, y Extirpación de idolatrías, 10.XI.2019, donde se afirma que “el Vaticano es el mayor iconoclasta de la Historia” y otras lindezas no menos hirientes)

Hoy nos centraremos en Popayán, en su Invasión y en la figura del Jinete Descabalgado a quien se le atribuye la destrucción de la antigua Popayán. Yendo por partes: Popayán es una bella ciudad, capital del Cauca, que ha conservado buena parte de su paisaje colonial pero también es una fea ciudad porque sólo conserva restos misérrimos –y manipulados- de su historia pre-Invasión. Hace décadas, nosotros la visitamos brevemente; en aquellos años, se puso de moda porque los hippies la inundaron pues, para esa corropla, era la puerta de entrada al Putumayo y alrededores, lugares donde será fácil consumir alucinógenos como el yagé o ayahuasca (Banisteria spp) Luego, en los años 1990’s y hasta la fecha, nos interesamos especialmente en la peripecia del CRIC, la principal organización indígena comprehensiva del Cauca. Ahora, el CRIC cumple 50 años arrastrando una exagerada lista de líderes indígenas asesinados –mucho más de uno por año por lo que ser elegido portavoz del CRIC es un gran honor pero también una sentencia de muerte a la que sólo unos pocos suertudos han escapado.

La Invasión del Cauca y aledaños comenzó circa 1530, huelga añadir que pese a la resistencia pobremente armada de sus pueblos indígenas. Entre los ‘caciques rebeldes’ que pasaron a la Historia, cabe destacar a Quilo Ciclos, Jacinto Moscay y, en especial, a La Gaitana (1538, Guaitipán de verdadero nombre) Esta ‘cacica’ aniquiló a la tropilla del capitán Pedro Añazco, asesino de los hijos de la señora Guaitipán y lugarteniente del Jinete Descabalgado. Dícese que Añazco (como fue ignominiosamente derrotado, su nombre no lo registra la Historia occidental) fue capturado vivo y Guaitipán le sacó los ojos con la punta de una flecha y lo paseó con un dogal al cuello de pueblo en pueblo, hasta que murió.

Propaganda de la Invasión

Como ocurrió en todos los casos, la Invasión de esta parte de los Andes colombianos fue acompañada por una campaña de propaganda -que, en puridad, continúa hasta hoy- con el canibalismo como exabrupto nunca abandonado. En el caso de los Andes colombianos, su propaganda anti-indígena alcanza unas tan elevadísimas cotas de fantasía e irracionalidad que la distinguen de la propaganda general anti-amerindia. Leamos lo que un plumífero orgánico propalaba como hechos verídicos (“lo qual yo lo he visto con mis ojos”):

“La tierra que llaman de Antiochia [una geografía más amplia] es la gente la mas cruel i barbara de quantas naciones se saben en el mundo, los quales tienen por mugeres que se sirven dellas de solo parirles hijos que ellos empreñan, i despues que el hijo o hija nasce, acabo de un mes o mas o menos, como se les antoja, toman el hijo i le tuestan al fuego en una cazuela como quien asa un lechon i se lo come el padre, i después quando le parece hace otro tanto i se lo come el padre, i después quando le parece hace otro tanto de la madre, i son tan grandes carniceros de comer carne humana, que tienen en muchas partes carnicena pública entre ellos de Yndios e Yndias que lo van a comprar como entre nosotros en la carniceria de carnero, vaca o puerco, i aun algunos venden vivos en pie, i otros enteros muertos chicos i grandes, según como es asi dan el precio: lo qual yo lo he visto con mis ojos andando soldado en aquella tierra, i quitado algunos Yndios que llevaban para este efecto” (ver Lic. Quesada, en Espejo de variedades, 18.sep.1784;M. S. en Biblioteca pública de san Asensio de Sevilla)

Entre las innumerables narraciones de canibalismo americano, ésta debe ser de las más truculentas. Que, dos siglos después, todavía se tuviera en cuenta demuestra que la propaganda más eficaz es la que se basa en la mayor inverosimilitud. Por una vez y sin que sirva de precedente, recurramos al positivismo proteínico: si los indígenas se comían entre ellos industrial y comercialmente, ¿cómo se reproducían? Además, la carne humana siempre ha sido más escasa que las otras carnes. Ergo ha sido más cara, lo cual nos lleva a preguntarnos, ¿sólo los más pudientes, los ‘caciques’, podían allegarse a esas ‘carnicerías públicas’? Bah!, preguntas retóricas.

Con la ‘opinión pública’ embrutecida por semejantes panfletos imperialistas, llega Sebastián de Belalcázar (ca. 1480 o 1490–1551; también escrito Benalcázar) y dizque ‘funda’ Popayán, obviamente sobre las ruinas de la ciudad indígena. De este invasor no sabemos mucho; para empezar porque en realidad no se llamaba como cuentan los libros -se apellidaba Moyano pero nunca lo reconoce en sus ‘papeles de Yndias’-, porque no está claro si era extremeño o andaluz y porque no conocemos el nombre de su esposa o esposas.

Como enésimo ejemplo de un modelo repetido en toda la Invasión, Belalcázar asesinó a cuanto indígena pudo… y a cuanto español se le opuso. A los suyos los mintió consuetudinariamente y gracias a sus conspiraciones derrotó a sus competidores los Adelantados Pascua1 de Andagoya y Pedro de Heredia. Y hasta degolló al Mariscal de Antioquía, Jorge Robledo. Por ello, no nos extraña que, finalmente, fuera condenado a muerte –murió en Cartagena de Yndias cuando se aprestaba a recurrir al rey español. Sin embargo, la familia Belalcázar continuó durante largos años recibiendo encomiendas en el valle del Cauca; por ejemplo, las de Guambia, Socomita, Ambalo en 1558; Cajete 1643; San Andrés de Pisimbalá 1688; Guambia, Pisotara 1692 y Guambia 1719.

Otra muestra de la orgía lujuriosa y homicida que subyace a la Invasión es el juicio seguido a Lorenzo de Paz Maldonado por haber dado muerte violenta a su esposa, Catalina de Belalcázar Herrera (nieta del Jinete Descabalgado) y a Francisco García de Tobar, posible amante de esta. Pues bien, pese a la alcurnia de Catalina, el uxoricida fue absuelto porque la ley dictaba que la mujer que cometiese adulterio fuese entregada, juntamente con su amante, al marido ofendido para que este saciase su sed de venganza. Solamente se exigía que el esposo ultrajado no pudiera dar muerte a uno de los adúlteros sin matar también al otro.

Resumiendo que es gerundio: erigir una estatua a Belalcázar es despreciar a sus competidores e incluso a sus amigos. Entre Invasores no hubo amistad ni siquiera compañerismo: hubo rebatiña y odios intestinos. Por ende, el Jinete Descabalgado debería haber tenido a los Andagoya, Heredia y Robledo a sus costados. Y, aunque hubiera sido en segundo plano, su monumento debería haber incluido a sus ‘indios encomenderos’ puesto que, al fin y al cabo, fueron éstos quienes labraron la fortuna de los Belalcázar.

Los indígenas, ayer y hoy

Los hacendados caucanos tienen gran interés en creer que los indígenas actuales –entre ellos, los Misak, antes ‘guambianos’-, llegaron al Cauca desde Ecuador y Perú como población servil o yanaconas traídos por los españoles. Es absurdo creer que en las Yndias había espacios vacíos –hoy todavía lo dicen de Amazonas- que los Invasores poblaban a conveniencia con pueblos de otras geografías -claro que hubo deportaciones masivas pero no como nos las hacen creer. En el caso del Cauca, esos hacendados se apoyan en el famoso cronista Antonio de Herrera, quien escribe que Belalcázar llegó a la región, acompañado de “indios de servicios” –esta teoría olvida un pequeño detalle: que los yanaconas hablaban quechua, una familia incomprensible para los caucanos originarios.

El ‘gran interés’ de esos hacendados consiste, obviamente, en humillar a sus peones por ser inmigrantes, gente advenediza –cree el ladrón que todos son de su condición-. No quieren ni escuchar que, antes de Belalcázar, el valle de Popayán estaba habitado por diferentes pueblos indígenas que formaban unidad política en la Confederación Guambiano Coconuco. Para borrar las huellas de esta antiquísima ocupación indígena, los ‘caciques blancos’ del año 1937, escogieron al Morro de Tulcán, un yacimiento arqueológico, como emplazamiento para el monumento a Belalcázar. Y, para completar su hispanofilia, encargaron su tremenda estatua ecuestre al escultor español Victorio Macho (1887-1966).

Hoy, aquella antigua Confederación es heredada, entre otros, por los Misak, unos 30.000 hablantes de la lengua namtrik, agrupados parcialmente en la organización Nu Nak Chak, quienes merecen un monumento son los niños indígenas que llegaron malamente a Popayán expulsados de sus familias por la guerra civil. Muchos de esos niños fueron encomendados (¡la encomienda vuelve!) a las monjas del Hogar Renacer Santa Clara, quienes habrían quemado en las manos a los menores y los habrían castigado introduciendo sus caras en los inodoros del baño. Estos casos se habrían registrado entre los años 2014 y 2017 con aproximadamente 65 menores de edad que se encontraban en ese siniestro hogar infantil.

Pero, si algunas almas excesivamente delicadas se ofenden por el recuerdo de esos niños, desde aquí proponemos otros candidatos para sustituir al Jinete Descabalgado en el promontorio del Morro de Tulcán. Por ejemplo, los ya citados caciques Guaitipán (Gaitana), Quilo Ciclos y Jacinto Moscay. Aunque, para no remontarnos tan atrás, quizá fuera más oportuno homenajear a Juan (Khwen) Tama, el cacique que, en 1700, consiguió los derechos de propiedad sobre varios resguardos caucanos. Tama es un personaje real que ha sido elevado por los indígenas a la categoría (occidental) de legendario. No se sabe cuándo nació ni dónde murió (¿en la laguna homónima?) pero sí conocemos que fue instruido por Domingo Tumiñá Coscué -de padre guambiano y madre nasa– sabio guambiano que le guió como thẽ’ wala (mentor)de cabecera. Ya tenemos otro candidato a ser homenajeado. Y, por supuesto, cualquier portavoz del CRIC tiene méritos más que suficientes para tomar posesión del susodicho Morro –naturalmente, sin caballo y menos vestido de acero.

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