Mujeres de la vida
A Marina, por su lucha y su solidaridad.
Hace muchos años atrás, tantos que ya perdí la cuenta, escuché por primera vez ese nombre.
Servía como denominador común para definir un género de personas que habitaban los lugares prohibidos: el borde de todas las situaciones “normales”. Nombre que escapaba a toda regla de moralidad. Mi abuela y mi mamá no entraban en esa categoría. Es más, ellas eran las que imputaban, las que señalaban y encuadraban a otras dentro de éstos parámetros.
Las mujeres de la vida…
Así decían de esas personas. Y yo flotaba en ese hábitat imaginándome espacios llenos de fuego y obscuridad, en el límite de lo peligroso. Mi cabecita ingenua y curiosa todavía no captaba el concepto.
Es copera… se le escapó un día a mi abuela. Y se le resbalaron los anteojos porque yo estaba presente y escuchando.
Es copera… me sonó a adjetivo descalificativo. Antes que mi boca pueda preguntar, vino la respuesta rápida y precisa de labios de mi vieja. “Las coperas sirven el vino en los cabarets donde van los hombres”…
Y se acabó la respuesta, lo soltó todo de un tirón y tuve que digerirlo despacio.
Me imaginé un cabaret: algo oscuro, profundo y de subsuelo, con lamparitas rojas y mesitas con manteles azules. Mucho humo de cigarrillos y la “Pichi “ sirviendo las copas vestida de negro y rojo con el vestido que le hacía mi abuela.
Así eran las mujeres de la vida y el nombre sólo me hacía abrir los ojos, adivinando el submundo al que yo nunca pertenecería. Porque estaba al cuidado de mujeres que me educaban para estar de este lado de la vida, con el nombre Libre y Decente, así debía ser.
Muchas tardes, a la siesta, venía la Pichi. A probarse. Yo disimulaba jugar en el fondo, con mi hermana, pero no me perdía detalle de la visita.
La clienta pasaba por todo el corredor, desde la puerta de calle hasta la cocina de mi abuela, que se convertía en taller de costura.
El perfume fuerte y dulzón impregnaba el aire. Toda ella olía a flores, a noche, a oculto. Mi abuela se deshacía en favores y halagos y con cara de “basta” me mandaba a jugar, me privaba de la caricia dulce de la Pichi.
Cuando ella se agachaba a saludarme sus pechos morenos casi se salían de la blusa . Su pelo negro se desparramaba sobre mis rulitos rubios. Sus dedos finos acariciaban mi cara en éxtasis.
Tan roja la pintura de sus uñas prolijas… (Mi mamá no tenía las uñas tan largas…).
Su perfume… tanto placer… (Yo miraba de reojo para saber si la Coca estaría aprobando ¡semejante demostración de afecto!) (¡Pobre Coca! sus dedos hinchados de sabañones con las uñas rotas de lavar ropa con ¡agua fría en la pileta del galpón!).
Me agotaba la comparación.
Para mí, esa mujer de la vida era suficiente para entender que mi Coca no tenía una buena vida.
El pudor me indicaba que "esa mujer" hacía algo prohibido para ser tan hermosa!
Los cuidados con crema Pond's no le alcanzaban a la Coca ni siquiera los días sábados cuando se arreglaba para ir al cine con mi papá.
La Pichi “le pasaba el trapo” (otra frase célebre de mi abuela, que me hubiera roto la boca de un sopapo si se me escapaba en público).
La Pichi tenía casi la misma edad de mi vieja. Aunque no, nunca la habría adivinado, se veía eterna, fija en el tiempo, adquirida a perpetuidad con sus “Copas”.
Yo la vi así. A través de la ventana.
Cuando se acababan las caricias, mi abuela cerraba la puerta y corria las cortinas de las ventanas. Yo llegaba apenas al borde y los pliegues de la tela, detrás del vidrio, siempre fueron generosos conmigo: nunca se cerraron del todo. Por el pequeño espacio entre la cortina y el borde de la ventana, con un solo ojo y en puntas de pie, alcanzaba a ver las piernas de la Pichi sentada en una silla al lado de la máquina de coser. Sus manos morenas iban y venían en la conversación, hasta que mágicamente el cigarrillo aparecía en la visión.
¡¡¡Ella fumaba!!! ¡Otro detalle que seguramente distinguía a las mujeres de la vida!
A mi abuela, a mi mamá y a mis tías jamás se les hubiera permitido fumar. Eso era cosa de hombres… y de "mujeres de la vida"…
(Por la misma época, Doña Vilma, que tenía una "unidad básica" enfrente de mi casa, prendía un cigarrillo después de lavar el patio y se sentaba a fumar en una sillita de madera. Pero no fumaba igual que ella. Había algo de preocupación en las bocanadas de humo que largaba Doña Vilma, con la foto de Evita con rodete y la vela prendida de fondo).
La Pichi fumaba sentada también, pero con una posición placentera, con las piernas cruzadas, dejando ver sus rodillas perfectas, con un hombro hacia atrás y un bretel caído. Tímida y fatal, como en los tangos… Así me imaginaba yo que fumaban las mujeres de la vida.
Entonces… la ví… su cuerpo redondo ¡estaba tan firme como el maniquí de tela que mi abuela tenía detrás de la puerta! (¡Ese simulacro de mujer! ¡Sin cabeza y sin piernas ni brazos!).
Mi gallega abuela con habilidad de modista, sujetaba el centímetro y subía y bajaba por caderas, busto y talle, mientras la Pichi sostenía el cigarrillo con la mano estirada como en equilibrio y yo podía ver su corpiño negro, su bombacha de encaje y su ojo haciéndome un guiño por la rendija de la ventana. Fuimos cómplices de ese momento. Ni mi mamá se enteró ¡que yo la espiaba! Mi sorpresa ante tanta indecencia. Mi abuela no aprobaba la vida de esa mujer y sin embargo, la trataba con amor, la cuidaba, la escuchaba y tocaba ese cuerpo indigno con la misma delicadeza con que manejaba las telas o prendía velitas a sus muertos.
Cuando la Pichi se iba, su sonrisa de dientitos parejos me mostraba los labios rojos, tan rojos como las uñas, perfecto el 'rouge' en su boca (cuando mi abuela iba a cobrar su jubilación también se pintaba la boca de rojo, yo olía el lápiz que siempre se le corría un poco, no le quedaba perfecto, delineado, impecable ¡como a la Pichi!).
¡Joder con el tiempo que me dejó estos recuerdos!
Hoy las "mujeres de la vida" me rondan. Soy una de ellas, las marginadas por tener VIH. Las que formaron una fundación para explicarles a los jóvenes el uso correcto del preservativo, las que contienen a las otras de la reinfección, de la angustia de perder la vida, de la soledad y la enfermedad.
Ahora sé que las mujeres de la vida son las que a través de los siglos le enseñaron a los hombres el Arte de Amar.
Cuando los fines de semana voy a las plazas a repartir profilácticos y educación sexual me acuerdo de la Pichi. Me pincho un distintivo rojo en la remera y el aire me trae un olor a flores, a perfume de mujer…
Mi abuela no lo hubiera aprobado… pero seguro me firmaba el petitorio para que la medicación contra el virus se haga en la Argentina.
Por ella lo hago también, porque aprendí a no discriminar… Porque me enseñó a tener esperanza… por amor a la Vida y a las personas que la viven.
Lomas de Zamora, febrero 2008