Ondarroa: un puente a favor de la justicia


La hipocresía del gobierno español es un ultraje al sentido más elemental de la justicia, pues nace del propósito de ocultar la verdad y pervertir el significado de las palabras. Cuando el diario El Mundo describe la resistencia pacífica ejercida en el puente de Ondarroa como un acto contra la justicia, revela su profunda miseria moral e intelectual, pues la justicia no es lo que establece la ley positiva, sino lo que determina la ética y la ética -en este caso- exige acabar con una estrategia de represión y confrontación, donde se advierte la misma arrogancia e insensibilidad que en la guerra del 36, cuando se doblegó la voluntad del pueblo vasco con bombas, fusilamientos y un verdadero genocidio cultural. El puente de Ondarroa no es un acto contra la justicia, sino a favor de la justicia. Es un ejercicio de solidaridad, coraje y compromiso que ha fracasado en lo inmediato, pero que prolonga el espíritu utópico de Aske Gunea de Donostia. La rama de olivo que tendió la izquierda abertzale podría convertirse en el símbolo de un fracaso histórico y político. Ojalá no suceda. La violencia no debería volver, pero la paz no será posible y definitiva hasta que el diálogo y la negociación reemplacen a la dispersión penitenciaria, la injusta prolongación de las penas y el uso sistemático de la tortura. No se ha podido evitar la detención de Urtza Alkorta, condenada por la Audiencia Nacional, un tribunal que nunca se ha caracterizado por su independencia frente al poder ejecutivo y que jamás logrará desprenderse de la sombra del nefando Tribunal de Orden Público. De hecho, el reciente informe del Comité Europeo contra la Prevención de la Tortura ha señalado que el régimen de incomunicación contemplado por la legislación antiterrorista española propicia y ampara la tortura. Los jueces de la Audiencia Nacional desestiman siempre las denuncias de malos tratos y torturas alegados por las víctimas del régimen de incomunicación. Fernando Grande-Marlaska, presidente de la Sala de lo Penal, ni siquiera ha adoptado el protocolo de “salvaguardias específicas” (notificación a la familia, derecho a un médico de confianza, cámaras de grabaciones) que otros magistrados aplican para proteger los derechos de los detenidos. Este protocolo no nació para acabar con la tortura, sino para mejorar la imagen de la Audiencia Nacional. Ignorarlo constituye un claro desafío contra cualquier norma moral o deontológica. Saber que ayer mismo Santiago Pedraz, juez de instrucción de la Audiencia Nacional, ha ordenado la detención de cinco anarquistas catalanes y el registro de varios locales, incluidos el Ateneu Llibertari de Sabadell, sede de la CNT y escenario de asambleas de indignados e izquierdistas, sólo corrobora que el Estado español aún chapotea en la ciénaga del franquismo, respondiendo al descontento social con la criminalización de las protestas, particularmente cuando se cuestiona la alternancia bipartidista y se reclama una soberanía real, donde la ciudadanía pueda elegir libremente un modelo político y económico que no responda tan sólo a los intereses de las oligarquías financieras. La clase trabajadora –es decir, la mayoría social- experimenta una creciente indefensión y se pregunta si el parlamentarismo basado en la Constitución de 1978 es algo más que una mojiganga o una siniestra pantomima.

Las leyes vigentes sobre enaltecimiento del terrorismo ejercen una coerción permanente sobre los que se atreven a reflexionar sobre el laberinto vasco. No soy partidario de la violencia, pero invoco el derecho de resistencia reconocido en el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Naciones Unidas afirma que sin un Estado de Derecho que protege y garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos, no cabe otra alternativa que recurrir “al supremo derecho de rebelión contra la tiranía y la opresión”. ETA cometió su primer atentado el 18 de julio de 1961, intentando provocar el descarrilamiento de un tren. El convoy transportaba a falangistas y simpatizantes de la dictadura que viajaban a Donostia para celebrar la rebelión militar. Se trataba de una nueva humillación al pueblo vasco, que reavivaba los agravios del pasado. La magnitud de la represión en Donostia permite hablar de auténtico genocidio. Cuando el 13 de septiembre de 1936 las tropas franquistas ocuparon la ciudad, el número de habitantes bordeaba los 80.000. Cerca de 50.000 huyeron, cruzando la frontera. Se estima que al menos se fusilaron a 385 personas, es decir, algo más de un 1%. 470 gudaris del Ejército vasco cayeron en el campo de batalla y 776 niños se exiliaron para no volver jamás. De los adultos exiliados, 21 perdieron la vida en Mauthausen y Dachau, gaseados por los nazis. Durante el mes y medio que duró el asedio franquista, se bombardeó la ciudad desde el mar y el cielo. No se establecieron distinciones entre objetivos militares y civiles. Al menos murieron 17 personas. 561 donostiarras permanecieron en campos de concentración franquistas hasta 1958, obligados a realizar trabajos forzados entre malos tratos, torturas, una alimentación insuficiente y una precaria atención sanitaria. En estas condiciones, es inevitable pensar en el artículo 35 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes”. ETA nació inspirada por el ejemplo de Fidel Castro, que había conseguido acabar con la dictadura de Batista, siguiendo las teorías de Blanqui: un puñado de revolucionarios puede ser la espoleta de una insurrección popular. Algunos afirmarán que ETA debería haberse disuelto en 1975 o 1978, pero la modélica transición española sólo constituyó un cambio formal y no un cambio real. Nadie respondió por sus crímenes. Nadie pidió perdón y no se ofreció ninguna clase de reparación a las incontables víctimas del franquismo. La tortura y el terrorismo de Estado no desaparecieron. Incluso hoy, la Guardia Civil está bajo sospecha, pues el último informe del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura denuncia su falta de transparencia y su tendencia a maltratar a los detenidos con total impunidad. Lamento profundamente todas las muertes que se han producido durante el conflicto, pero es evidente que las más de mil fosas sin exhumar, con al menos 113.000 víctimas del franquismo, los asesinatos del GAL y el Batallón Vasco Español, la persistencia del régimen FIES, a pesar de su manifiesta ilegalidad según una sentencia del mismo Tribunal Supremo, y el período de incomunicación contemplado por la legislación antiterrorista, un verdadero agujero negro que permite la desaparición temporal (y la tortura) de una persona, componen un paisaje que no se corresponde con un Estado de Derecho. Hace unos días, se ha condenado por genocidio a José Efraín Ríos Montt, presidente de Guatemala entre 1982 y 1983 y responsable del exterminio de al menos 200.000 mayas, siguiendo las instrucciones de Estados Unidos para combatir a la guerrilla marxista. Es posible que la Corte de Constitucionalidad guatemalteca anule la sentencia, pero en España no ha sucedido nada semejante. Ningún juicio contra los generales sublevados. Ningún proceso judicial. Ni siquiera se ha constituido una Comisión de la Verdad y el Valle de los Caídos sigue en pie, ultrajando la memoria de las víctimas de un régimen que sólo en la posguerra asesinó a más de 300.000 personas.
