Por qué las revoluciones son necesarias
Nos han hecho creer que las revoluciones son un estéril baño de sangre, pero ningún cambio político importante se ha producido sin una explosión de descontento, que desafió al poder establecido. Sin la toma de la Bastilla, la rebelión de los marineros del Acorazado Potemkin o el asalto contra el Cuartel Moncada, el mundo aún soportaría unos niveles más intolerables de injusticia y desigualdad. Las revoluciones son un estallido de esperanza, que intentan crear un futuro más digno para las generaciones venideras.
Los ciudadanos europeos y norteamericanos se han acostumbrado a confundir el mundo con sus límites territoriales, pero la globalización de la economía ha puesto de manifiesto que cualquier iniciativa meramente nacional está abocada al fracaso. Hay que resucitar la doctrina del internacionalismo. Los pueblos deben constituir un frente común. Las revoluciones son inciertas, pero representan un esfuerzo de generosidad que prueba la tensión moral de una humanidad insatisfecha con el infortunio de sus semejantes. Las revoluciones no pueden avanzar sin una perspectiva comunitaria. Lo colectivo trasciende lo individual, el bienestar personal pasa a segundo plano para contribuir a la creación de una sociedad sin hambre, pobreza o hirientes desigualdades. La revuelta zapatista encabezada por el Subcomandante Marcos nació con una voluntad universal, que descartaba cualquier clase de exclusión: “El mundo que queremos es uno donde quepan muchos mundos. La patria que construimos es una donde quepan todos los pueblos y sus lenguas, que todos los pasos la caminen, que todos la rían, que la amanezcan todos.” La revolución neoliberal ha agudizado las diferencias entre los países desarrollados y el Tercer Mundo, dividiendo aún más a los pueblos y los continentes. Se ha abandonado a África a su suerte, pero continúa la explotación de sus recursos, sin reparar en las necesidades de sus habitantes. Sierra Leona es uno de los ejemplos más desoladores de una interminable desgracia.
China y algunas naciones de Oriente Medio están comprando tierras en el pequeño país africano -uno de los más pobres del mundo- para cultivar y exportar alimentos destinados al consumo de sus propios ciudadanos. La multinacional suiza Addax ha monopolizado la explotación de la caña de azúcar, utilizando las cosechas para la fabricación de etanol, un biocombustible. Hay escasez de arroz y los precios de los alimentos básicos no dejan de crecer. La pesca es abundante, pero no hay puertos ni infraestructuras para distribuir las capturas en el mercado interior o exterior. Los agricultores se enfrentan al mismo problema. Se calcula que uno de cada siete niños está desnutrido. Después de una terrible guerra civil, que costó 50.000 vidas, Sierra Leona ocupa el puesto 158º en el Índice de Desarrollo Humano. El rastro del conflicto no se aprecia tan sólo en la pobreza. El país está lleno de mutilados. La guerrilla de Charles Taylor, presidente de la vecina Liberia, se dedicó a amputar pies y manos para aterrorizar a la población civil, empleando niños soldado, secuestrados de sus familias y aldeas. Al menos, consuela saber que Taylor se encuentra detenido en La Haya, acusado de genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Al pensar en las víctimas, no puedo evitar recordar una frase del Subcomandante Marcos: “Son nuestros hermanos y hermanas de otras razas, de otro color, pero con el mismo corazón”.
En el mundo actual, 190 de cada mil niños mueren antes de cumplir cinco años, la mitad de hambre. Esta tendencia se agravará a corto y medio plazo por la subida del precio de los alimentos básicos. Las multinacionales Cargill, Bunge y ADM controlan el 90% del mercado internacional de cereales. En el 2008, sus beneficios crecieron entre un 55% y un 189%. En el 2011, la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) de Argentina, impuso sanciones económicas a Cargill, ADM y la alemana Alfred Toepfer por evasión de impuestos, triangulaciones con paraísos fiscales y maniobras financieras ilegales. Se elogia la economía de mercado como fuente de prosperidad, pero estos datos sólo revelan que el fraude, la especulación y el monopolio son la esencia de un sistema sin otro propósito que el beneficio de una minoría. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ha advertido que los precios continuarán subiendo en lo que resta de 2011 y a lo largo de 2012. En los últimos doce meses, los precios se han incrementado en un 37%. Oxfam estima que en la próxima década los precios subirán entre un 120% y un 180% a causa del cambio climático, la demanda de las potencias emergentes (China, India) y el alza del crudo. La necesidad de contener el precio del crudo ha estimulado la producción de biocombustibles derivados de productos como el maíz y la caña de azúcar. Esto explica que en el primer trimestre de 2011, el precio del maíz subiera un 74% en relación al año anterior. Estas subidas afectarán sobre todo a los países más pobres, que gastan más del 80% de sus ingresos en alimentos. Desde que en junio de 2010 comenzara la escalada en el precio de los alimentos básicos, 44 millones de personas se han situado por debajo del umbral de la pobreza. Según el Banco Mundial, 1.200 millones de personas ya se hallan en esta situación, intentando subsistir con menos de 1’25 dólares al día, pero esta cifra podría incrementarse en diez millones si el precio de los alimentos subiera un previsible 10%. Si las subidas continúan (por ejemplo, hasta un 34%), habría que añadir 30 millones de pobres más. Esta tragedia ha provocado –según Oxfam- que las grandes compañías de cereales, los grandes supermercados y las empresas de semillas y fertilizantes, obtengan beneficios descomunales. Los inversores ya han comenzado a especular con el precio de los alimentos, creando un nuevo mercado de valores, que opera de espaldas a cualquier forma de regulación. Se puede decir que se está jugando con el hambre y la necesidad, con una escandalosa impunidad.
Las revoluciones no son ilusiones románticas de los dos últimos siglos, sino el último recurso de los pueblos condenados a un genocidio por hambre. No se puede exigir calma a los campesinos despojados de sus tierras, obligados a plantar caña de azúcar o maíz para fabricar biocombustibles, abocados a contemplar cómo sus hijos crecen desnutridos o mueren de hambre, sin otro futuro que perpetuar el ciclo de la pobreza y la explotación y sin otra certeza que la miseria, la humillación y la indiferencia. El colonialismo no ha desaparecido. Sólo ha cambiado de aspecto. No se puede hablar de soberanía nacional cuando tres multinacionales controlan el mercado internacional de cereales. Tres décadas de neoliberalismo sólo han servido para exasperar las desigualdades. El Tercer Mundo está descabezado, sin líderes comprometidos con un verdadero cambio social. Nelson Mandela hizo algo importante. Gestionó el fin del apartheid, evitando una guerra civil, pero Sudáfrica no ha conseguido librarse del subdesarrollo, la corrupción y la violencia. Patrice Lumumba, carismático líder anticolonialista y Primer Ministro de la República Democrática del Congo entre junio y septiembre de 1960, fue asesinado por Mobutu, un déspota sin escrúpulos, que dio un golpe de estado por encargo de Estados Unidos y Bélgica. “Con su muerte –escribió Sartre-, Lumumba dejó de ser una persona. Se convirtió en toda África”. África necesita otro Lumumba, pero los líderes no aparecen por ensalmo, sino después de un largo proceso sostenido por un pensamiento político de carácter revolucionario.
No está de moda citar a Ho Chi Min, pero creo que no se equivocaba al afirmar “nada es más querido que la independencia y la libertad”. El Subcomandante Marcos ha afirmado desde Chiapas que “ningún pueblo necesita permiso para ser libre”. El levantamiento zapatista nunca ha ignorado la fuerza de su adversario, pero tampoco ignora sus propios recursos. “El poderoso nunca podrá sacar razón de su fuerza, pero nosotros siempre podremos obtener fuerza de la razón”. Marx pensó que Revolución socialista empezaría en el Reino Unido, con su potente industria y su despiadado sistema de explotación laboral, pero fueron los campesinos rusos los que se alzaron contra el poder de los zares. Fueron también los campesinos los que lograron derrotar a Estados Unidos en Vietnam, pese a los siete millones de toneladas de bombas y las 100.000 toneladas de sustancias químicas tóxicas arrojadas sobre el país, un arsenal de destrucción que supera la totalidad de las bombas lanzadas durante los seis años de la Segunda Guerra Mundial. El Subcomandante Marcos hace una reflexión sobre las revueltas campesinas, que puede aplicarse al fracaso de Estados Unidos en Vietnam: “Puedes aplastar a una guerrilla bien armada, pero no a unos indígenas mal armados”. Los campesinos son “el color de la tierra” y durarán tanto como ella.
Todos los pueblos oprimidos sueñan con la autodeterminación y la liberación nacional, pero no es suficiente. Hay que ir más lejos. El socialismo se propagó por el mundo gracias al internacionalismo y fracasó cuando se dejó arrastrar por pasiones locales. No es ético preconizar un cambio para unos pocos. “No se trata sólo de padecer una injusticia, sino de conocer otras y sentirlas como si fueran propias”. Y no hay que desanimarse ante los fracasos: “La lucha es como un círculo. No hay comienzo sin fin”. No hay que tener miedo a la muerte, sino a la desesperanza. Morir no es importante. Sobrevaloramos nuestro propio existir. Vivimos aterrados por la perspectiva de no ser, sin asumir que la plenitud de la condición humana sólo se conoce cuando se vive en comunidad y solidaridad. “Tengo que apagar la vela –ironizó el Subcomandante Marcos-, pero no la esperanza. Esa… ni muerto”. Algunos dirán que no les gustan las revoluciones, que no les agradan los pasamontañas y los fusiles, pero el levantamiento zapatista sacó a la luz el sufrimiento de unas comunidades maltratadas durante siglos, gracias a un hombre con un pasamontañas y un fusil. “Para que nos vieran, nos tapamos el rostro; para que nos nombraran, nos negamos el nombre; apostamos el presente para tener futuro y para vivir… morimos”. Las revoluciones son necesarias, pues el dolor de los pobres no cesará hasta que se levante un clamor unánime, exigiendo el fin de la explotación del hombre por el hombre.