Que abdique, pero no en su hijo
Sabíamos que el rey estaba tocado, pero no tanto: oyendo estos días cómo monárquicos de toda la vida y juancarlistas leales se lanzan al debate sobre la abdicación, cualquiera pensaría que el declive del Borbón es ya caída libre. Pero no nos engañemos, ni nos engañen: el debate sobre la abdicación es una manera de salvar la monarquía de su propia autodestrucción, y una forma de desviar la atención del fondo del asunto.
En el ajedrez es habitual el sacrificio de una pieza como movimiento táctico, para mejorar la posición de otras piezas, preparar un jaque, evitar una derrota o ganar tiempo. Algo así pretenden quienes desde filas monárquicas proponen la abdicación: sacrificar una pieza para salvar la partida. Sí, en este caso la pieza tumbada es la más importante del tablero. Pero el movimiento es posible porque la monarquía es un ajedrez tramposo donde, una vez caído el rey, se permite coger la dama o un alfil, coronarlo y seguir jugando.
De eso se trata ahora: de continuar la partida, seguir jugando al mismo juego y con las mismas reglas ventajistas con que llevan moviendo las piezas casi cuarenta años. A la vista del deterioro galopante del rey, la operación consiste en adelantar el relevo, sentar al príncipe en el trono para consolidarlo antes de que la corona se descomponga más.
En caso de abdicación, el príncipe tiene mucho a su favor: por contraste con su desgastado padre, transmite una imagen de modernidad y sencillez, y desde hace años los medios monárquicos le vienen construyendo un perfil de buen profesional, bien formado y a la altura del cargo. Además ha sido hábil en marcar distancia con los elementos más podridos de la familia, y se ha cuidado de cometer las torpezas cinegéticas y amorosas de su padre. Por último, no menos importante, ha ido preparando su propia corte mediante lazos con el poder económico, como cuenta el mensual La marea en su último número.
Con habilidad, y teniendo de su lado a los dos principales partidos políticos, a la mayoría de grandes medios y al poder económico, Felipe de Borbón podría asentarse como rey en poco tiempo. Y aunque el sentimiento republicano es hoy mayor que nunca, la resistencia ciudadana está demasiado ocupada en hacer frente al saqueo, los recortes y contrarreformas como para abrir un nuevo frente con la fuerza necesaria para oponerse al relevo.
Así que estemos atentos al runrún sobre la abdicación, no sea que cualquier día nos despertemos con la sorpresa, nos pillen con el pie cambiado, y cuando queramos reaccionar ya tenemos a Felipe VI dando el mensaje de navidad.
Pese a la insistencia de ese runrún abdicante, todavía hay un obstáculo importante para que se produzca el relevo: el propio rey Juan Carlos. Él sabe mejor que nadie que si cede la corona pierde la inviolabilidad que le reconoce el artículo 56 de la Constitución, que pasaría a su hijo como nuevo rey. Renunciar a la inviolabilidad penal significa arriesgarse a ser investigado, denunciado y hasta condenado. Y a la vista de lo que vamos sabiendo, no creo que esté dispuesto, salvo que le garanticen una inviolabilidad vitalicia.
Y es que ahí, en la inviolabilidad y demás privilegios vinculados a la corona, está la madre del cordero: en la propia sustancia de la institución monárquica, que ha permitido un rey inviolable, blindado, intocable, que se ha sentido impune para vivir a su antojo sin rendir cuentas a nadie. Una impunidad que se extendió a otros miembros de la familia.
Lo que ha fallado, lo que está desgastado, no es el rey Juan Carlos, sino la monarquía como tal. Lo corrompido no es un cuñado, un secretario personal o una infanta, sino el concepto mismo de “familia real”, que contiene la semilla para el abuso. Es la institución en sí misma la que está desprestigiada, no su titular. Es la corona la que ha quedado amortizada, la que en su día pudo cumplir una función pero que hoy ha devenido disfuncional. Ya no nos sirve, ya no aporta estabilidad sino un elemento añadido de inestabilidad; ya no es un factor de unidad sino un motivo de desunión. Y eso no se arregla con un relevo.
El debate sobre la abdicación, y los publirreportajes sobre las virtudes del heredero, son también una forma de distraer la atención sobre el momento más crítico de toda monarquía: el cambio de rey. Es en ese instante, cuando la corona pasa de la cabeza del padre a la del hijo, sea por muerte o por abdicación, cuando se hace visible el anacronismo y el carácter antidemocrático de la monarquía. Toda la tramoya se viene abajo cuando comprobamos que una Jefatura de Estado se hereda por parentesco –pues es la única razón para que Felipe sea rey: por mucho que nos insistan en su preparación, profesionalidad y lealtad, lo único que le hará rey es un espermatozoide que su padre soltó hace cuarenta y cinco años-.
Abdicación, sí. Pero del rey, el príncipe y toda la familia. La única abdicación que nos vale es la de la monarquía en favor del pueblo soberano.
* Artículo publicado en “Cuarto Poder”
Viñeta del Roto