Revolución, Representación y Democracia
Dios, Estado, Dinero, Mercado, representaciones, imágenes, especulación…son todos ellos artífices espurios del imaginario social existente que niega los valores de la democracia inclusiva, que por definición es el fiel de las capacidades del hombre y la mujer sin mediaciones castrantes.
Nos gobiernan fantasmas. No me refiero únicamente a que quienes tienen el poder sean personajes de cartón piedra, zombis políticos. Hablo del hecho extraordinario de que los referentes básicos que condicionan nuestro ser íntimo y social sean meras abstracciones, elucubraciones altamente aditivas: Dios, Estado y Dinero. Bajo esta triple dimensión se planifica lo mental, lo emotivo, lo material, lo individual y lo convivencial. Abstracciones, simples convenciones establecidas para re-organizar de arriba abajo la vida social, el más allá y el más acá.
El Dios supremo, el Estado soberano y su majestad don Dinero son meras estampitas, cromos, valores de cambio sin valor de uso, que para cobrar vida necesitan el soporte de un prejuicio, una previa creencia en sus bondades, un acto de fe. Que se sepa, nadie ha visto aún a Dios. Ni ha echado unas risas con el Estado. Como mucho, ha manoseado unos billetitos que permiten adquirir bienes y servicios. Papelinas curiosamente avaladas por el Estado y en muchos casos bendecidas por la gracia de Dios (como ese “en Dios confiamos” estampillado en el dólar estadounidense). Podríamos, pues, afirmar con cierto rigor que todo nuestro ciclo vital se desarrolla tutelado por el marco polícromo del “creacionismo”, es decir, bajo palio de presencias surgidas de la nada.
Un paradigma que se complica cuando anhelamos cambiar las cosas hacia la mejora a través de la “revolución”. Otro concepto preñado de posibilidades que, sin embargo, constituye el colofón natural y al mismo tiempo errático que completa el elenco Dios-Estado-Dinero. Es su lógica consecuencia, si atendemos a su halo redentor. Tentar la re-volución, es decir, dar cuerda a la evolución, acelerarla, es un imposible categórico, un oxímoron. Porque la evolución nunca quema inocentemente etapas, es un ecosistema. Revolución, según la acepción vulgar, solo cabe en el contexto de las ciencias, puras y aplicadas, pero como avances del conocimiento, el “salto cuántico” que dicen. Otra cosa distinta es que el término tenga buena prensa y se prodigue en la vida diaria como comodín para publicitar todo tipo de cachivaches y sacacuartos, desde nuevos productos bancarios hasta electrodomésticos pasando por los últimos modelos de automóviles.
De ahí que, empeñarnos en la revolución como el inefable asidero para progresar, suponga abdicar de la principal herramienta que disponemos para desarrollar la especie: el gradualismo evolutivo que deja huella ética. En realidad, al condensar todas las esperanzas en la “revolución” (siempre pendiente, un porvenir por venir)) estamos asimilando la abstracción “revolución” como equivalente a “revelación”, uno de los atributos señeros del autocreacionismo. Y de paso dotándole de unas virtudes paranormales que recuerdan a aquellos “reyes taumaturgos” de la Edad Media que con tanta perspicacia ha estudiado Marc Bloch. Igual que entonces la leyenda popular creía que una sencilla imposición de manos de aquellos ungidores servía para curar enfermedades, hoy muchas dinámicas políticas atesoran el mito revolucionario (Sorel lo derivó a la “Huelga General”) como atajo para la conquista de la felicidad. En uno y otro caso, volvemos a la historia sagrada, la antihistoria.
Lo que sucede es que por su propia naturaleza impostada, el desiderátum revolucionario que tanto se predica para alcanzar metas de excelencia, conlleva exigencias poco revolucionarias. Se trata de una acción tan traumática y concluyente que solo puede consumarse mediante acciones violentas de fuerzas políticas capaces de conducir la masa social como un todo. En el mejor de los casos, eso implica el dominio absoluto de las mayorías sobre las minorías y la concentración del poder en el agente que lidera el cambio. En esa dimensión se inscriben las “dictaduras del proletario”, el “partido guía” y las “vanguardia” que asumen el asalto al Estado como palanca para el proceso revolucionario. Con ello, la abstracción Estado se coinvierte en el deus ex machina encargado de materializar la revolución. Y la experiencia histórica remite que semejante dechado de buenas intenciones e ideales casi siempre termina con la entronización de los mismas o parecidas estructuras que coronaban el sistema depuesto.
Llegados a este punto, lo pertinente es preguntarnos cómo ha sido posible esta expropiación-extrapolación que permite que tres ficciones (Dios, Estado y Dinero) dirijan nuestro destino. La respuesta, una en esencia y trino en persona, es que eso sucede al entrar en escena otra abstracción conjuntiva que hace de intermediaria entre el sujeto y el objeto: la “representación”. La representación, según la clásica monografía de Hanna Fenichel Pitkin, en su función de “volver a presentar” (re-presentación), permite que otros (personas o instituciones) actúen “en lugar de”, canibalizándole o jibarizándole, según las circunstancias. Así se convierte en conectividad bipolar lo que en origen es una interferencia, regulando le representación, normativizándola. Nuestra relación con Dios se vehicula a través de la Iglesia institución; la del Estado mediante los Gobiernos y utilizando el Dinero empatizamos con el Mercado. Estamos describiendo un escenario de imágenes, conjunto de supuestos que, al fijar las coordenadas para percibir la realidad, pueblan y recrean el imaginario social que nos identifica.
Imágenes o sombras como las que se proyectaban en la caverna platónica, que tienen mucho de emulsiones producidas por espejos deformados, cóncavos y/o convexos, y que en definitiva sirven para retroalimentar ese statu quo que las prótesis Dios, Estado y Dinero configuran. Lo que garantiza la reproducción del sistema y evita su efectiva transformación es la operativa que deja en manos de mediadores profesionales la gestión de la realidad y expulsa a posiciones subalternas de meros espectadores a los auténticos titulares de los derechos. Las imágenes, la representación y la especulación son los formatos identitarios de Dios, el Estado y el Dinero.
”Natura no facit saltus” (“La naturaleza no da saltos”), sentenció el naturalista Carlos Linneo, uno de los precursores de la ecología. Por eso todas las grandes revoluciones se frustraron, regresando en muchas ocasiones al punto de partida al no poder “crear” el hombre nuevo porque la zancada del cero al infinito es solo una desideratum. Sin embargo, una evolución continua, sostenible, coherente en cuanto al uso de medios y fines, insobornable en los principios del legado humanista, si procura cambios ciertos en la conciencia de las personas y afirma en la práctica, con robustez de permanencia, efectos “revolucionarios”.
En la era del ocaso de los recursos naturales y el decrecimiento de la biodiversidad por la acción depredadora del productivismo, parece cada vez más evidente que los seres humanos deberían encarar la organización social en clave de ecosistema-mundo. Una ética de lo viviente en el planeta exigiría contemplar esas actividades en el contexto de una cadena trófica de causas y efectos interconectados, en donde las mutaciones superadoras, lejos producir registros revolucionarios se salda con un fuerte lastre involucionista. En este contexto adquiere toda su dimensión la frase de Eliseo Reclus “la anarquía es la más alta expresión del orden”, un pensamiento que remite a que únicamente la acción directa, sin intervención de agentes exteriores a nuestra voluntad ni elementos coactivos, dota de pleno sentido al quehacer humano en sociedad.
Dios, Estado, Dinero, Mercado, representaciones, imágenes, especulación…son todos ellos artífices espurios del imaginario social existente que niega los valores de la democracia inclusiva, que por definición es el fiel de las capacidades del hombre y la mujer sin mediaciones castrantes. En tanto que el autogobierno reconstruye el proyecto de convivencia que está inserto en la naturaleza desde que anthropos alcanzó proyección social con el habla, el zoon politikon (animal social) encierra una refutación de los mecanismos de abstracción que han secuestrado la experiencia directa. Proudhon lo entendió así cuando al final de su vida vislumbró la afinidad entre esa “anarquía”, cuyo término acuñó, y la “democracia”. Por eso, en su libro póstumo De la capacidad política de la clase obrera, afirma a modo de confesión que si tuviera que reducir su tesis en una sola idea esa sería “la idea de la nueva democracia”.
Hay que desenmascarar definitivamente el mito revolucionario. Debe dejar de ser esa liebre mecánica que perseguimos inútilmente, defraudando ilusiones, expectativas y esfuerzos. Para que lo esencial del paradigma “revolución” tome cuerpo cierto en la práctica de los movimientos sociales autogestionarios. No hay emancipación posible cuando se apuesta por un golpe de fortuna, que impone la verticalidad del proceso, el liderazgo indiscutible y el autoritarismo cruento, incurriendo así en lo mismo que dice querer superar. Enarbolar la retórica de las masas como bandera para luego utilizar a la gente como escudos humanos es una gran estafa. Esta superstición, presente en todos los proyectos insurrecionales de arriba-abajo forma parte de un simulacro que distrae recursos de una auténtica formulación democrática exigente y transformadora. Radical, desmercantilizadora y ética. De abajo-arriba: inclusiva, horizontal y participativa. Lo clavó John Lennon en la canción Beautiful boy: “la vida es lo que sucede mientras estamos ocupados haciendo otros planes”.