Sevilleos de segundo orden
Antes de cruzar el puente de Triana hacia la catedral, a la que habíamos jurado el día anterior, eso sí, sin persignarnos, volver —¿quién se resiste a una materialidad como la de la catedral, tan voluptuosa, asimétrica y eróticamente abullonada?— esa mañana hicimos dos cosas de rigor que no podíamos, ante el compromiso arquitectónico con la antigüedad, postergar. Primero, desayunamos en una cafetería aledaña que descubrimos a poca distancia del hotel, donde las tostadas con mantequilla y el café, maná de los dioses que andan a pie, olían a Triana, aunque el pan no podía competir con el de otros desayunos en otras cafeterías de la península, sobre todo en Portugal. La primera plana de El País que alguien había dejado en la mesa a la que nos sentamos, ventilaba uno de los últimos giros en torno al peñón de Perejil que el gobierno español peleaba este verano de 2002: Marruecos estiraba la lógica de su crítica un paso más allá, reclamando que España se fuera de Melilla y Ceuta. ¿Jaque mate? ¿Pero no es Marruecos a su vez un estado colonizador? Pensé en el libro de viajes de Lorenzo Silva que estaba por terminar, Del Rif al Yebala (2001), y me pregunté si la empatía del escritor español por Marruecos se traduciría en un ajuste de cuentas con la historia: ¿endosaría el viajero una finalización del colonialismo español en África? Después de terminar el segundo café, salimos; nos allegamos a la calle donde habíamos dejado —para no pagar el culo que costaba el parking del hotel— el Toyota, para aseguramos de que, siguiendo los mejores prejuicios mediatizados, nadie hubiera vandalizado el carro que habíamos alquilado para recorrer a altas velocidades —150 kilómetros por hora— la geografía ibérica, cagándonos en la policía que, gracias a Dios, nunca nos salió al paso. Libertad vial.
Al cruzar finalmente el puente de Triana, nos dimos cuenta de que, otra vez, teníamos que hacer una parada preliminar. Antes de llegar a la catedral —¿o será que nos iremos alejando de ésta para nunca más regresar?— era de rigor entrar a la Plaza de Toros de Sevilla, una de las más emblemáticas de toda España. ¿Cómo pasarle por el lado a esta materialidad dieciochesca sin siquiera husmear en sus entrañas? Imposible: la catedral tendría que compartir el tiempo y la atención con este otro templo, dedicado, también, al arte de matar. ¿No decía Nietzsche que el cristianismo estaba marcado por una pulsión de muerte? Sin pensarlo dos veces, compramos las entradas y esperamos los diez minutos que faltaban para que comenzara el tour por la plaza, una procesión por un cuerpo vacío, sin público y sin toros, sin gritos y sin emociones, como en una fiesta apagada. El recorrido por la plaza tenía mucho de silencio y de quietud, igual que una iglesia; no sólo faltaba el público, sino que, a otro nivel más fundacional, nos enteramos de que también estaba ausente el pueblo: la plaza no era de la ciudad sino que había sido privatizada. ¿Competía Sevilla con el neoliberalismo angloamericano desatado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan a partir de la década de 1980 ? En la planta baja, por donde empezó el tour —¿no empieza todo por abajo?— entramos al museo taurino, un espacio íntimo con una sección dedicada a Joselito (1895-1920), deidad de la tauromaquia sevillana, precoz en el arte de torear y en la tragedia de morir por los cuernos. Como en las estancias decimonónicas de la pampa argentina, la plaza tenía su propia capillita, donde rezaba el torero antes de salir al ruedo. ¿No es hermoso poder privatizar al Señor? Por supuesto, la idea de que el matador se encomendara a Dios antes de ir a matar al toro, o antes de que el toro lo matara a él, no era tan siniestra como la realidad del pastor o el cura que, puestos al servicio de los intereses corporativos, legitiman la brutalidad de la guerra: de ahí el God Bless America del que tanto han abusado el Destino Manifiesto desde 1848 y el 11 de septiembre desde 2001, una propuesta homóloga a la que, ubicada en el centro de la historia latinoamericana poscolombina, instauró la conjunción de la espada y la cruz. Por eso Octavio Paz —¿siguiendo a Nietzsche?— decía que, en el fondo oscuro de todo teólogo, había siempre un verdugo. Por lo visto, Dios favorecía a los toreros la Plaza de Toros de Sevilla, ya que, según dijo la guía turística, solamente uno había muerto en la larga historia de aquel ruedo.
Porque era un lugar en el que se jugaba con la muerte, la plaza de toros se mantenía muy limpia por dentro y por fuera, como un hospital o como el uniforme de un soldado, siempre impecable antes de matar. Una vez en las gradas, frente al ruedo vacío —¿un jardín zen?— le pregunté a la guía si, como habíamos visto en la televisión española, se había puesto de moda que algunas corridas de toro en España fueran amenizadas por mariachis aztecas; descreída, la mujer nos aseguró que algo como eso —buñuelesco—nunca pasaría en esta plaza. Al final del tour, se me tiró encima la historia del joven torero español, José Tomás Reina Rincón, que había sido recientemente asesinado en Perú por un grupo de atacantes, crimen en el que se había probado, según la televisión, complicidad policial. Al torero abatido, un joven que se había ido de España buscando mejor suerte profesional, por quitarle alrededor de mil dólares, lo mataron sin piedad los malechores. Abandonado en una costa del Pacífico peruano, con el cuerpo descompuesto, apareció el torero algunos días después del crimen, adonde tuvo que ir a reconocerlo —la estocada final— su padre. Esa muerte económica, como una maldición rizomática, se me mezclaba con otras tragedias más cercanas a mis costas, como la tragedia de las centenares de muertes anuales de campesinos mexicanos que, desde 1994, ha provocado el Tratado de Libre Comercio —un mercado injusto sobre todo para los agricultores aztecas y para muchos obreros estadounidenses— entre Estados Unidos, México y Canadá (TLCAN). En la frontera gringomexicana, tantas veces descrita como una herida abierta, las búsquedas desesperadas de trabajo provocadas desde el tirón que el TLCAN le ha pegado a la agricultura mexicana, terminaban muchos cientos de veces al año en la Nada: ¡qué el juego con la muerte no es patrimonio exclusivo de los que juegan con los toros! La última de las ironías del capitalismo neoliberal resultaba tortuosa: ahora la gente muere por trabajar, además de explotada por el trabajo. Por eso las muertes dominicanas ocurridas en el Canal de la Mona, así como las cubanas ocurridas en el Estrecho de la Florida, hijas de los noventa —¡una década jodidísima!— entraban en el mismo toreo de las muertes mexicanas, todas achacables a las cornadas neoliberales. Pensando en un artículo que escribió Diego Rivera sobre José Guadalupe Posada, en el que el muralista celebraba el clasicismo del caricaturista, un clasicismo que el primero definía a partir del enlace que se daba en el trabajo del segundo con la tradición prehispánica que convertía la muerte en un elemento plástico, pensé en la plasticidad de las balsas cubanas y de las yolas dominicanas —en España, las pateras africanas— que han venido trabajando los artistas de ambas islas en torno al drama de la migración económica desatada en los noventa, una odisea puesta también en palabras: Puerto Rico: una ruta incierta al Norte. La travesía en yola (1993).
En Puerto Rico, la muerte más dramática de los noventa, la de David Sanes Rodríguez en 1999, fue contundente. Esa muerte de una sola persona que movilizó a miles, no se debió a la búsqueda desesperada de trabajo; por el contrario, Sanes Rodríguez murió trabajando, con las botas puestas, cuando le cayó encima —explotándolo— una bomba fuera de curso. Desde Vieques, isla nena de la isla grande, la muerte accidental de este asalariado de la marina estadounidense, un velador en la base militar, sacudió las posturas más cimentadas del Estado Libre Asociado. Por un momento, la derecha se corrió a la izquierda y la izquierda se congració con la derecha; aconteció lo inesperado: el neoliberalismo boricua salió en defensa de los derechos humanos de los viequenses, ignorados por la marina de Estados Unidos desde la primera mitad del siglo XX. Se aunaron momentáneamente las diferencias que, desde el siglo XIX, separan políticamente a los puertorriqueños. ¡El atropello militar en la isla de Vieques tenía que terminar! Pero la ira no duró mucho: el neoliberalismo pactó con el poder y banderizó lo que antes había sido una indignación nacional.
Al salir de la plaza de toros, retomamos el Sevilla Tour —emplazando una vez más el regreso a la catedral— frente al Guadalquivir, en la misma parada donde lo habíamos tomado el día anterior, cuando hicimos la primera mitad del tour. De modo que volvimos a ver y a escuchar la primera parte del recorrido, como si se tratara de una segunda lectura; una relectura de la que cobraba importancia la escultura de El Cid (El Señor), nombre que le dieron los moros a Rodríguez de Vivar. Cuando finalmente llegamos a la parte del tour que no habíamos visto antes, al oeste de la ciudad, nos pasearon por lo que había sido el predio principal de la Expo Sevilla 92, en la cual, aunque ahora no estuviera, había habido un pabellón boricua, desde el que se oyó como nunca antes la salsa endosada por el gobierno estadolibrista de Rafael Hernández Colón, el último gobernador hispanófilo de la isla. Cómo olvidar la crítica de Eliseo Colón Zayas, quien, ese verano de 1992, había estado en la Expo Sevilla, cuando, al comparar la propuesta salsera de Puerto Rico con los alardes tecnológicos de los otros países —de la propia España, que jugaba a inventarse una historia— igual que Baldorioty de Castro en la feria decimonónica de París, sintió que la propuesta de la isla estaba por debajo de la de los demás: momentos de gran simplicidad (salsa y más salsa). ¡Qué interesante, después de toda la salsomanía académica de los noventa, encontrar, como el que le da para atrás al calendario, a un académico que, al principio de esa década, en 1992, pusiera la salsa en el contexto de la simplicidad, justo cuando, como en el caso de ¡ Salsa, sabor y control! (1998), la propuesta académica de la época fue demostrar lo contrario: la complejidad semiótica de la salsa!
A Sevilla llegó la salsa de Puerto Rico de la mano de un gobierno que, con más simbolismo que sustancia, intercambiando colonialismos, trató de reafirmar lo puertorriqueño mediante un españolismo fofo, impráctico e irreal, que el año anterior, en 1991, había sido premiado con el Premio Príncipe de Asturias. De la mano del establishment , una ecuación insólita, el mismo gobierno que llevó la salsa a Sevilla en 1992, había pasado por alto, en 1988, la oportunidad de subrayar la tradición popular de la salsa, dándole al Centro de Bellas Artes de Puerto Rico, que entonces se inauguraba, el nombre de un icono de la música popular boricua, Rafael Cortijo. Un punto ciego que señaló oportunamente desde Nueva York, Juan Flores. Desde la Expo 92 la salsa aprovechó para instalarse en España, adonde había llegado a finales de los ochenta, cuando la salsa-balada de Lalo Rodríguez, Devórame otra vez , había sacudido la península. Ahora en España se hacía más fácil encontrar un local para bailar salsa que en San Juan. Según la Guía para conocer la salsa (sf), Barcelona era la ciudad con más lugares para complacer los deseos del público salsero; con un total de trece discotecas y bares de salsa , dejaba atrás a Madrid, que contaba con ocho.
Una vez terminado el Sevilla Tour, decidimos, pues era hora de almorzar, volver al mismo restaurante donde almorzamos el día anterior; uno localizado en una de las esquinas adyacentes a la catedral —¡tan cerca y tan lejos!— hecho para el turismo garantizado que gravitaba alrededor del inmueble seductor, asimétrico y erótico. Un restaurante que, a pesar de esa garantía, supo trascender el presentismo que, por inercia, marcaba el ritmo de un negocio así, hecho para un público en flujo constante. Además de satisfacer el hambre — no es sólo qué se come sino también cómo se come — en esa esquina adyacente a la catedral, a la sombra y al margen de la monumentalidad religiosa, se tramitó una sociabilidad clave, breve e inconspicua, que le dio al almuerzo, a pesar del calor que se sentía en el comedor, un toque fresco de intersubjetividad fortuita, una alegría simple, ocasional, que, en la fruición de su corta duración, trasciende la entropía. Para celebrar esa incidencia, pedí lo mismo que había pedido en el almuerzo anterior: la combinación de paella valenciana, ensalada mixta y un huevo frito, un plato que, para el hambre sevillana que acosa a partir del calor del mediodía, era un gran resuelve, pues fortalecía a la vez que mantenía el cuerpo liviano y ágil para maniobrar por las trampas de la canícula, una violencia rebelada desde un sol encabronado, aplacable sólo con tres cervezas y al final del postre, para sudar la última gota, un buen golpe de café expreso que exorcice el calor y se cague en los demonios.
Al llegar al restaurante por segunda vez, el dueño, que trabajaba al lado de los empleados en el ajetreo de las mesas y los platos, nos reconoció en el momento en que nos pusimos en la fila; el saludo que nos dio, en medio del gentío — ¡restaurante lleno!— fue corto pero efusivo, como el que reconoce la deferencia en medio de la prisa. Puestos en la fila, el dueño nos aseguró que él se encargaría de nosotros; que, como ayer, esperáramos con calma. En eso estábamos cuando, a nuestra izquierda, se desocupó una mesa que, inesperadamente, otro cliente, uno que venía de la otra entrada del restaurante, se apropió sin más. Conteniendo el impulso de decirle inmediatamente al dueño lo que había pasado, como el que se ampara rápidamente en la ley cuando ésta le conviene, nos quedamos quietos, sospechando que tan pronto el dueño se diera cuenta de lo que había pasado, daría la cara por nosotros. Un acto de fe, por supuesto, como los que pedía Alejo Carpentier desde lo real maravilloso, nos mantuvo quietos, esperanzados, pero atentos a cada uno de los movimientos del dueño, hasta que, finalmente, pocos minutos después de haber sido ocupada la mesa, se dio cuenta del atropello del que habíamos sido víctimas. Con un guiño del ojo, nos pidió que nos quedáramos tranquilos. En ese momento, desde nuestra visión, dos cosas podían suceder. O bien el dueño le pedía al hombre que se había apropiado de nuestra mesa que se parara y que volviera a la fila, un hueso duro de roer, pues un restaurante siempre evita levantar de esa manera a un cliente, incluso si éste es, como la mayoría de los que estamos aquí, pasajero, caminante; o bien, por otro lado, nos prometía algo adicional a nosotros para que dejáramos aquello como estaba, asegurándose así que no perdía ni la soga ni la cabra. Ante nuestro asombro, el dueño fue hasta la mesa donde estaba el hombre sentado y le pidió que se levantara, después de lo cual nos invitó a sentarnos. Con ello, corroborábamos la reciprocidad que se había fortuitamente establecido entre el dueño y nosotros, desde el día anterior, cuando, a pesar del bullicio, había tenido la atención de hablar uno segundos con nosotros, cosa que no hacía con todos. ¿Una realidad maravillosa?
Nosotros tampoco habíamos sido indiferentes ante la presencia del dueño; de hecho, nos habíamos dado cuenta de que, en las dos veces que lo vimos bregar, no había sido exactamente la misma persona, sino que había tenido dos florescencias distintas, quizás complementarias. El primer día que fuimos al restaurante, el dueño, quien llevaba la voz cantante a la hora de organizar el flujo y las interrupciones de gentes, platos y meseros, había tenido un día excelente; como el capitán de un buen equipo, la sincronía de los jugadores había gozado de una excelente receptividad, al punto de que él casi no tuvo que dar órdenes. No fue así el segundo día, cuando todo le salió mal, y las órdenes que daba las tenía que repetir varias veces. Los meseros perdían el paso, los platos chocaban, los pedidos se confundían, el dueño gritaba y maltrataba verbalmente a los empleados; el ambiente estaba cargado y el capitán, bastante encolerizado, lo sabía. A uno de los empleados lo encaró injustamente frente a nosotros. Cuando se nos acercó a la mesa para atendernos, se mostró igual de atento que el día anterior; pero era consciente de que estaba fuera de ritmo, de que el día se le había volteado al revés. No podía disimular el espanto que, tras la sonrisa, lo acosaba. Casi se olvidó de traerme una cerveza; pero cuando se dio cuenta, diez minutos después, nos regaló una Coca-Cola.
Una vez terminamos de almorzar, repitiendo el ritual del día anterior, nos fuimos a la pastelería de la esquina diagonalmente opuesta al restaurante; una superficie muy grande de dos pisos que además de dulces tenía bar, café y, en el segundo piso, un restaurante. A la entrada, nos topamos el segundo día con un limosnero relativamente joven, aunque muy maltratado por la vida, quien, ante la limosna que le dimos, contestó como un mudo. Con aire acondicionado, la pastelería se nos convertía en un refugio para renegociar el calor que pasamos en el restaurante, donde se comía a pelo. Nos acercamos a la parte de los dulces y vimos los panecillos que, desde que estuvimos en Portugal, no habíamos vuelto a ver: unas delicias con harina blanca por encima —¿veneno procesado?— que nos parecieron lo mejor del trigo portugués, todo lo contrario a las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema . Después de picotear algunos dulces y de tomarnos otro café, decidimos —además de posponer el retorno a la catedral— andareguear por las calles de Sevilla; era de rigor ontológico visitar los comercios turísticos, para comprar, por supuesto, souvenir emblemáticos. Sobre todo, queríamos llevar algunas camisetas, en diferentes colores, con la imagen del toro negro que habíamos visto a lo largo de la geografía española, la misma imagen que aparece en el video de El espejo enterrado (1992); queríamos también las camisetas con algo escrito: joé qué caló . El turista llega por inercia a estos emporios, donde lo esperan con los brazos abiertos las pitonisas. Nos tiramos a la calle a caminar hasta que, al poco rato, dimos en el blanco: una calle que aglutinaba todas las tienditas, una acera llena de negocios que, como en todas las zonas turísticas, se repetían hasta el cansancio, una calle que desembocaba en el Ayuntamiento.
Mientras mirábamos desde la acera las camisetas con diseños e inscripciones humorísticas, se me tiró encima, como un balde de agua fría, como un libro que se cae del estante más alto, el personalismo posmoderno del que ha hablado Gilles Lipovetsky en La era del vacío (2000), uno personalismo que marca la segunda etapa del individualismo occidental: Sin que nos demos cuenta ha surgido un fenómeno completamente inédito, y además de masa, en la moda de esos últimos años; desde ahora lo escrito está incorporado al vestido . Todavía en la primera parte de los años noventa, cuando Argentina comenzaba el proceso de americanización finisecular, era difícil encontrar en Buenos Aires una camiseta con temática argentina hecha para el turismo, algo que, ya en la segunda mitad de la década, se hizo común. El acento en lo escrito, una escritura emergente que se incorpora a la ropa, me puso en frente el libro de Antonio Martorell, La piel de la memoria (1991), un texto en el que el autor comenzó escribiendo muñecos y terminó dibujando palabras.
En pleno merodeo turístico, entrando y saliendo de las tiendas sin comprar, tocándolo todo, la acera por la que íbamos desembocó de repente en un espacio abierto: un raro oasis de ladrillo y piedra frente al cual había un edificio singular, fósil de un monumento irrepetible. ¿El Ayuntamiento? Desde donde estábamos, se veía la parte trasera, bífida, esquizoide, del edificio, con dos fachadas contiguas. Una aparición genial. Una de las caras, que cubría una quinta parte del edificio, era de piel barroca; la otra, que cubría el resto, era de piel neoclásica, lisa, sin ningún tipo de ornamentación: una fachada de la que alguien —¿por pudor?— parecía haber borrado los brotes y rasguños churriguerescos. Un edificio con dos edades: la fachada barroca parecía más vieja que la neoclásica. El edificio se convirtió en el drama, la histeria, de algún ilustrado que, ante la premodernidad barroca —horror y esputo de la razón— se apresuró a borrar la vergüenza contrarreformista; aunque nunca lo logró del todo. Como una rara enfermedad en la piel, el brote barroco parecía una hermosa infección. Un edificio que para nada escondía su error, su drama y su trauma: hermoso, pero jamás sublime. Como rebote ante la inmanencia impúdica del edificio ambidiestro, volví, primero, a los cuadros de Botero que habíamos visto en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires a mediados de los años noventa, cuando nos topamos, esel mismo verano, con sus esculturas en las calles de Buenos Aires y de Chicago. En algunos de aquellos cuadros, según indicó la guía del museo porteño, era posible ver errores y tachaduras al otro lado de la pincelada, una que la pintura de Botero se caracterizaba por ocultar, como si el realismo quisiera negar el trazo del pincel, la mano que sabemos al fin y al cabo artífice. Después, robote del rebote, volví a una visita reciente a El Prado, en la que una de las guías hablaba de los errores que se podían ver en un cuadro de Goya, ¿como los errores del orbe lezamiano que, debajo del enciclopedismo redentor, la crítica le perdonaba al gordinflón cubano, productor ampuloso de volutas neobarrocas? Un error desnudo, sí, pero no por eso dócil.
La propuesta del edificio sevillano era como la que hacía Martorell en su libro dibujado de palabras: el error como material estético e ideológico. En el prólogo de La piel de la memoria , al igual que en todo el libro, Martorell alterna entre la letra impresa y la escritura a mano; de hecho, en el prólogo, la escritura a mano corrige la letra impresa, que contiene dos errores: una falta ortográfica de “c” por “z,” y el acento mal colocado en el apellido de José Luis, “Gónzalez.” Como el edificio, Martorell nos hace partícipes del gazapo, un humor que supone una política: ésa que recrimina a la autoridad despótica, que nunca nos mostraría la errata. Como el edificio sevillano, que también demanda nuestra participación y que espera nuestra complicidad política, la pared plana del edificio se convertía ahora en una burla al logos neoclásico, descrito como un papel en blanco. Una propuesta como la de Tres tristes tigres (1967), cuando la novela se burla de la razón en la sección titulada Conclusión , dejando las páginas en blanco, como la pared sevillana, sin marcas sobre su piel.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores …
Sería bello
Ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
Pablo Neruda