Todos a la cárcel
Por Adolfo Pastor Monleón. LQSomos
Cuando mi madre no llegaba a dos años, su padre murió. Mi madre no conoció a su padre como yo no conocí al mío. Mi abuelo Emilio, el padre de mi madre no murió asesinado como el mío, murió por las humildes condiciones de entonces, a causa de las heridas que le produjo el arado cuando labraba en el rento de la Casa Grande. Su mujer, la madre de mi madre, mi abuela, se volvió a casar con otro rentero de un rento más escondido, bastante más arriba, donde era más fácil esquivar la vigilancia de los guardias en los tiempos futuros de la dictadura. Aquel rentero de las Casas Nuevas fue el que siempre tuve por abuelo, el abuelo Antonio, una inmejorable persona.
Pasaron los años, tuvieron más hijos, mis tíos, se casó mi madre, nací yo, nació mi hermana, asesinaron los guardias a mi padre, yo crecí algo más y escuché cosas muy raras, aun niño. Asistí a momentos en que mi abuelo Antonio perdía el conocimiento. Mi abuela tenía unos tapetes de colores y oí también que los había hecho el abuelo Antonio en la cárcel.
Y fui dándole vueltas y fue pasando el tiempo y, aunque el miedo había tapado las bocas, una palabra aquí, una allá, un libro o unas charlas posteriores me acabaron de rellenar los huecos de la historia tanto tiempo oculta para mí.
Justo por los tiempos en que yo tenía uno o dos años, empezaron a llegar a nuestros pueblos, mejor a nuestros montes, unos hombres idealistas, sacrificados, luchadores que venían a quitar la dictadura y a intentar que hubiera libertad, justicia e igualdad entre los españoles. Establecieron sus campamentos por la umbría, enfrente de los restos de arriba, el Molino, las Casas Quemás y las Casas Nuevas, donde vivían mis abuelos, sus hijos y sus nietos, mi hermana y yo a días. Desde la Peña de Chiva ellos tenían una visión clara y diáfana del carril, de las casas, de las renteras y los renteros, de quién salía y de quién entraba y de quien venía y quién se iba por el carril. Más de una vez observaron a la pareja de los guardias, montados en sus caballos poderosos y echando un galope en un trecho del camino, distrayendo lo aburrido de su trabajo. Fácilmente podrían haberlos asaltado y asesinado como ellos hacían, pero ese no era su cometido.
No tardaron los guerrilleros en ponerse en contacto con los renteros y las renteras, pedirles apoyo y ayuda. Los humildes renteros pusieron a su disposición su humildad, lo poco que ellos tenían. Algunas noches, al amparo de las sombras, bajaban hasta las casas y participaban de la humilde cena comunitaria.
Eran tiempos de desconfianza, de denuncias, de chivatazos…la mayoría se cuidaba muy mucho de mantener la boca cerrada, pero siempre puede haber un desleal sea por su falsedad o por el miedo a las palizas que los guardias proporcionaban.
Y llegó un día en que todos aquellos renteros fueron llamados a declarar y lo hicieron bajo el temor a las torturas. Y aquellos hombres buenos fueron llevados a instancias más altas. Y cuentan que, yendo un día hacia Landete, los hicieron parar y sentarse en la orilla de la carretera, en una curva con barrancos y vaguadas a los lados, pobladas de pinos, enebros, sabinas y romeros.
Uno de los guardias se quedaba con el grupo en la carretera, con el naranjero a punto, mientras el otro se llevaba a un rentero tras la vaguada, al resguardo de la vista, tras un montículo.
Cuando oigas el disparo, cáete muerto.
Acabado el primero, salía a llamar el segundo y así uno tras otro.
Este simulacro de fusilamiento fue otra de las muchas torturas.
Por suerte, aquel fusilamiento fue el único que hubo y los renteros, cargados con las torturas de los interrogatorios y después en la cárcel, pudieron volver a sus casas, pero de Las Rinconadas y de Santa Cruz. El nefasto general de Teruel ya no los dejó volver a vivir a sus casas en los rentos de Orchova.
* Expresidente y responsable de desaparecidos en la Asociación “La Gavilla Verde”. Activista iaioflauta barcelonés. Catalá y Manchego de Cuenca, al fondo a la izquierda en Las Rinconadas. Otras notas del autor
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