Virgilio Piñera, un hombre de letras hasta el final
Erasmo Magoulas. LQSomos. Febrero 2014
Desde mediados de la década del 80 del siglo pasado, la obra del cubano Virgilio Piñera, fue restituida a su posición como baluarte de la cultura literaria de Cuba. Luego de haber sido por muchos años relegada y obligada al ostracismo por el aparato burocrático de la cultura de la isla, la obra de Virgilio Piñera y su nombre fueron reflotados. Durante el llamado “quinquenio gris”, que no fue más que un verdadero programa anti-cultural de orientación estalinista, la obra de Piñera había desaparecido de la escena cultural. Esos primeros años de oscurantismo de la década del 70 malograron la vida artística (y por lo tanto física y psicológica) de muchos hombres y mujeres de letras, como así también de otras manifestaciones del arte. Piñera decidió quedarse en la Isla, soportando la falta de oxígeno, “no me han dejado ni un huequito para respirar” (1), metaforizaba Piñera, sobre lo que significa para un autor de su talla la no publicación de su obra. Se quedó a pesar que seguramente hubiera sido recibido con los brazos abiertos por muchos departamentos de artes y letras de muchas universidades del mundo. Piñera optó por quedarse en silencio, y con su silencio demostrar su verdad. Las condiciones objetivas de Cuba, a partir de 1959, como plaza sitiada por el imperialismo estadounidense, por haber hecho “una Revolución socialista, en sus propias narices” (discurso de Fidel Castro del 16 de abril de 1961), a nadie le caben dudas de esto, no justificó ni justificará jamás, esos años en los cuales el reinado del llamado realismo socialista, empobreció la diversidad estética, la coherencia de la manifestación artística, la libertad creadora, el pensamiento crítico, y la condición de ser diferente; y no el modelo y prototipo de hombre que propagaba el aparato cultural, el partido y el ideario de algunos soviets del Caribe.
Luego de los primeros escarceos con la poesía, en la antología de la Poesía cubana de 1936 preparada por Juan Ramón Jiménez (2), y de su obra de teatro Clamor en el penal, participa con colaboraciones en revistas literarias como Espuela de Plata, dirigida por José Lezama Lima, y se vincula a los poetas que conforman el Grupo Orígenes.
Para ser honestos tenemos que decir que el ninguneo de la obra de Piñera no nace en la década del 70 del siglo pasado, sino mucho antes. Las condiciones institucionales de desprecio hacia la cultura del período neocolonial, sus consecuencias de “conformismo o aldeanismo insular y la falta de recursos” dice David Leyva González, llevan a Piñera, en esos años de la neocolonia, “al hambre y a la escasez de dinero”, a las que enfrenta con un estoicismo jesuítico. A partir de 1959 tendrá que enfrentar el proceso de estatalización de la literatura, la discriminación por su condición de homosexual declarado, y la incomprensión de su obra. Bien vale decir que la Revolución cubana no inventó, ni tampoco implantó el machismo, ni la homofobia, en la Isla, pero también es válido decir que en sus primeros años, y fundamentalmente en el primer quinquenio de los 70, usó el paradigma del Hombre Nuevo, para silenciar a los homosexuales conflictivos, especialmente en el campo de la cultura.
El caso de Piñera fue un caso destacado. El período neocolonial, administrado por los gobiernos y regímenes de Gerardo Machado, Ramón Grau, Prío Socarrás y Fulgencio Batista, fueron de una total falta de incentivo al desarrollo cultural. Simplemente no había un público masivo para la literatura. Los niveles de analfabetismo eran importantes. Por eso, con la Campaña de Alfabetización de 1961 y la inmediata publicación de tirada masiva de El Quijote, la intelectualidad cubana en general, y muy seguramente Piñera en particular, percibieron un renacer en sus inquietudes como escritores. El año de 1946 lo lleva a Virgilio Piñera, a lo que el llamó “este exilio” en Buenos Aires, Argentina, por medio de una beca de la Comisión Nacional de Cultura de ese país. Ese fue su primer gran salto a la aventura de la vida y de las letras, que se produce con su estadía por doce años en la Capital Argentina. En una carta a su hermana Luisa le escribe: “Ahora te voy a decir, dentro del terreno práctico, lo que este exilio me ha enseñado: pues he aprendido a moverme.
Qué cosa más rara, hasta que salí de Cuba no sabía cómo desempeñarme. Puedes tener la seguridad que si fracaso de ahora en adelante será por otras causas menos por no haber sabido moverme a tiempo” (3). Dice uno de sus biógrafos y estudiosos de su obra, David Leyva González, en referencia metafórica a unos de sus poemas (Natación) y a la vida de Piñera, “Virgilio Piñera aprendió no solo a nadar en seco, sino que se especializó en hacerlo contracorriente, contra-costumbre, contra-consciencia. Pudo acomodarse, gracias a su talento, en una cátedra, en un periódico, en la tranquila catolicidad de una revista, pero decidió la transparencia crítica, ir en busca de lo que su alma pedía: una literatura sin delectaciones, una revista de vanguardia, un amor sin purgaciones o prejuicios” (4). Antes de su prolongada estadía en Buenos Aires, la que matiza con algunos viajes de corta duración a Cuba, Italia y Francia, Piñera había escrito, a comienzos de la década del 40, su libro de poesía Las Furias, la obra de teatro Electra Garrigó que se estrenó en La Habana para fines de esa década, y su poemario La isla en peso, en 1943. Para mediados de esa década, también publica en la revista Orígenes un brillante ensayo sobre la literatura kafkiana, “El secreto de Kafka”. “Literato que da fe de la marcha del mundo”, dirá Piñera en referencia a Kafka Para David Leyva González la literatura de Kafka y la de Piñera no se hallan “en una literatura al servicio de una religión o ideología, sino en servicio de una realidad personal o colectiva.”
En Buenos Aires, vinculado al mundo literario de la ciudad, conoce e intercambia con figuras como J. L. Borges y Victoria Ocampo, del grupo literario Sur, con el cual colabora en su revista. Pero su ancla en la gran ciudad será el escritor polaco Witold Gombrowicz, para el cual traduce su novela Ferdydurke. Con Gombrowicz continuará su amistad y comunicación epistolar a partir de su retorno a La Habana a fines de 1958. Con otro escritor argentino que se seguirá comunicando es con José Bianco. Colabora como corresponsal de la revista Orígenes. Le publican su cuento En el insomnio en la Revista Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. La Editorial Siglo XX, publica su novela La carne de René. En 1955 aparece en Cuba el primer número de la revista Ciclón, dirigida por José Rodríguez Feo, de la cual Piñera será uno de sus principales colaboradores. La Editorial Losada de Argentina publica sus Cuentos fríos, libro que recibe elogios de Borges. La revista Sur le publica tres de sus cuentos, La carne, La caída, y El infierno. En la Capital Argentina Piñera escribe obras de teatro como Jesús, y Falsa alarma, donde incorpora elementos de lo grotesco y del absurdo de los teatros de Antonin Artaud y Eugene Ionesco (5). De regreso definitivo a Cuba, en septiembre de 1958; al año siguiente escribirá la obra de teatro El flaco y el gordo. Colabora activamente con el periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, y también con el suplemento Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante. En 1960, la revista Casa de las Américas, publica el primer capítulo de su novela Presiones y diamantes. Los primeros años de la década del 60 son de gran vitalidad creativa en la vida de Piñera; conferencias, teatro, cuentos, poesía.
En 1961 es detenido y encarcelado por varios días bajo el operativo policial conocido como la Noche de las tres P (operativo dirigido por el Ministerio del Interior) contra pederastas, prostitutas y proxenetas. Aunque Piñera no encuadraba en ninguna de las P, también cayó en la redada. En 1962 la revista norteamericana Odyssey publica una versión en Inglés de su pieza teatral Los siervos, publicada por primera vez en la revista Ciclón en 1955. Ese mismo año se produce el estreno de su obra Aire frío, y participa con colaboraciones en las revistas Unión y La Gaceta de Cuba. Al año siguiente aparece su novela Pequeñas maniobras, y su cuento El filántropo se publica en francés en la revista Les temps Modernes, dirigida por Jean Paul Sartre. En el 67 y 68, se destacan su participación como jurado del Premio Casa de las Américas; en el primero de esos años, y al siguiente gana el premio en el género teatro por su obra Dos viejos pánicos. También en 1968 escribe la obra de teatro Una caja de zapatos vacía. Al año siguiente comienza su obra de traductor en forma mucho más orgánica, trabajando para el Instituto Cubano del Libro, traduciendo Tintoretto, el secuestrado de Venecia, de Jean Paul Sartre. En la década del 70 comienza un período de amplia divulgación de su obra en el exterior, y paradójicamente de silenciamiento en su país. Para el final de su vida escribe las obras de teatro La niñita querida, El no, Trac, y Nacimiento de palabras, la mayoría de las cuales serán representadas en La Habana en la década de los 90.
Se puede decir de Piñera, que abarcó magistralmente todos los géneros de la literaratura: el cuento, la novela, el teatro, el ensayo, la traducción, y la poesía. Cuentos como La caída, La carne, y El álbum, por nombrar solo tres, muestran la calidad narrativa y estilística del autor, su manejo de lo absurdo y grotesco, su juego con el delirio, sin que esto perjudique en un ápice la verosimilitud de la historia.
El 18 de octubre de 1979 fallece en La Habana, a consecuencia de una deficiencia cardíaca. Estaba escribiendo una pieza de teatro: ¿Un pico o una pala?
La obra de Virgilio Piñera fue una de las grandes influencias literarias para las generaciones de poetas, narradores y dramaturgos cubanos que le sucedieron. Antón Arrufat, Abilio Estévez, Reinaldo Arenas, y José Triana, se encuentran –con su voz propia-, entre los muchos discípulos piñerianos.
El libro de Carlos Espinoza, Virgilio Pinera en persona, que recoge entrevistas a varios de los amigos del escritor, como Antón Arrufat, Luis Carbonell, Abelardo Estorino, Pablo Armando Fernández, Eva Thoth, y Abilio Estévez, termina con una cita de este último: “Parece que de tanto oírle hablar de su inmortalidad, yo llegué a creérmelo. Siempre espero que un día toquen a la puerta y cuando abra, sea él que trae un “pie” de la dulcería y me diga con su sonrisa habitual: “¿Y de mi Cuba qué?” El día de la exhumación anduve por 23 y 12 con una cajita de metal donde el sepulturero había hechado sus huesos para que los transladaran a Cárdenas. Al llevarlos en mis manos, pensaba: “Si la gente supiera que en esta cajita van los restos de Virgilio Piñera”. En realidad, ni yo mismo me lo creía, y casi imaginaba el encuentro con él allí, en la esquina de La Pelota, donde me diría: “Muchacho, ¿qué tú llevas ahí?” Mas a quien encontré fue a Antón Arrufat, que se había pasado todo el tiempo que duró la exhumación merodeando por el cementerio sin atreverse a llegar.” (6)
(1) Virgilio Piñera en persona, Carlos Espinosa. Ediciones Unión UNEAC pág. 286
(2) Orbita de Virgilio Piñera, David Leyva González. Ediciones Unión UNEAC pág. 361
(3) Orbita de Virgilio Piñera, David Leyva González. Ediciones Unión UNEAC pág. 8
(4) Orbita de Virgilio Piñera, David Leyva González. Ediciones Unión UNEAC pág. 9
(5) Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco, David Leyva Gonzalez. Editorial Letras Cubanas
(6) Virgilio Piñera en persona, Carlos Espinosa. Ediciones Unión UNEAC pág. 368
La caída (cuento de Virgilio Piñera de 1944)
Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la misma cuerda que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato de púas metálicas un rebote a una piedra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta, vino a quedar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis dos piernas, tiraba con bastante violencia obligándome, a fin de no rodar al abismo, a encorvar las espaldas. Su resolución no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor puesto en el movimiento fue causa de una ligera alteración: de pronto advertí que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis piernas y que, acto seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda, me volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso. Por su parte, él, obedeciendo sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez recorrida la distancia que la cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su cuerpo, lo que, lógicamente, nos hizo encontrarnos frente a frente. No nos dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevitable. En efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservarlos de los terribles efectos de la caída.
En cuanto a mi compañero, su única angustia era que su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la llanura, ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y advertí que en ese momento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas quedaban separadas de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una sierra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzo, justo es reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su hermosa barba, y yo, mis ojos. Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies, una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cinco trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el codo derecho, una pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la parte superior del tórax, la columna vertebral, la ceja izquierda, la oreja izquierda y la yugular. Pero no es nada en comparación con lo que vino después.
Calculo que a mil pies de la llanura, ya sólo nos quedaba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si nuestras manos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descendiendo. Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a mis ojos huérfanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memorable vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido contrario a la ya mencionada, enganchó igualmente mis dos manos, razón por la cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.