Yabalia es ahora un páramo de escombros

Por Abubaker Abed*
La destrucción en el norte de Gaza es inimaginable. El domingo hice el viaje desde mi casa en Deir al-Balah hasta la ciudad de Gaza, la primera vez que me dirigía hacia el norte tras 15 meses de genocidio israelí. La caminata de tres horas y 16 kilómetros fue ardua, entre escombros y polvo, que es lo único que queda. Cada manzana de edificios parece haber sido sacudida por varios terremotos de gran intensidad.
La magnitud de la tragedia me afectó físicamente. Ningún edificio se ha salvado del asalto israelí. Me sentí agobiado. Me escocían los ojos por el polvo que había en el aire. En varios puntos había vallas de alambre de espino y de púas alrededor de terraplenes de arena donde el ejército israelí había establecido puestos de control. Trepé por colinas de escombros y tuve cuidado de evitar lo que parecía un artefacto explosivo sin detonar.
Cuando por fin llegué a la ciudad de Gaza, a la zona de Sheij Ejlin, cerca de la carretera de la costa, mi pelo y mis cejas se habían vuelto grises por el polvo. Ante mí no había más que montones de hormigón roto. La gente rebuscaba entre los escombros, buscando cualquier cosa que pudiera encontrar. Los pintorescos edificios y cafés de la costa a los que solía ir ya no existen, simplemente han desaparecido. La Universidad de Al-Aqsa, donde debería haberme graduado en 2024, yacía en ruinas. Sólo quedaban algunos libros arrancados y sillas rotas. Los edificios que seguían en pie estaban quemados y parcialmente destruidos, con frágiles cimientos. No había luz en ninguna parte.

Al pasar por los barrios devastados de Tal al-Hawa y al-Remal, el corazón me latía con fuerza en el pecho; me ponía nervioso caminar por las distintas zonas por lo que pudiera ver. Pero cuando llegué a la entrada del campo de refugiados de Yabalia se me paró el corazón. Mientras la gente intentaba volver a sus casas, las fuerzas israelíes quemaban todo a su alrededor. Los montones de escombros eran como montañas que bloqueaban la vista. El horizonte estaba oscurecido por columnas de humo negro procedentes de los incendios provocados por las tropas israelíes, presumiblemente cuando se retiraban de sus puestos. El campo debería llamarse la ciudad de los escombros. A eso ha quedado reducido. Una bomba nuclear lanzada sobre el campo no habría causado tanto daño.
Tuve que sentarme para recuperar el aliento. La gente levantaba tiendas sobre los escombros de sus casas. Los niños caminaban desolados y abatidos. Mujeres con la ropa hecha jirones recorrían largas distancias entre los escombros acarreando agua desde lugares alejados de Yabalia.
En Yabalia hablé con tres niños cuyas casas habían sido arrasadas: Mohammed Mehsen, de 15 años, Rateb al-Helou, de 12, y Raed Abu-Hussein, de 6.

Mohammed y su familia de siete miembros habían sido desplazados en múltiples ocasiones, moviéndose de un lugar a otro en el norte, siempre acosados por el hambre. Su tío y muchos otros familiares habían sido asesinados y su hermano había resultado herido dos veces. Volvieron al campo de refugiados de Yabalia sólo para encontrar la destrucción de su casa.
«Durante los últimos 15 meses, no ha habido vida… Nuestra supuesta vida consistía en acarrear agua y correr a los centros de distribución de alimentos. Carecíamos de todo y conseguir la cosa más sencilla requería mucho esfuerzo», me dijo Mohammed, ahogándose de pena. «Nada ha cambiado desde que hemos vuelto porque hemos regresado a montones de escombros. Esta es una ciudad de fantasmas, una ciudad de escombros que ni siquiera puede albergar animales».
«Cuando vi por primera vez mi casa en ruinas, sentí una enorme punzada en el corazón. La oleada de alegría que me inundó cuando entró en vigor el alto el fuego se ha desvanecido», dijo. «Ahora me refugio en una tienda de campaña en la calle, sin comida ni agua. Lo único que comemos son algunas barras de pan o comida enlatada». Tiene que caminar dos kilómetros sólo para acceder al agua: «Puedo caminar dos kilómetros aquí y no encontrar ni un edificio en pie», añadió.
«Mi esperanza es que se reconstruya Yabalia y que tengamos un hogar en lugar de una tienda de campaña donde me atacan moscas y mosquitos y apenas tengo ropa y mantas. De niño, no tuve infancia. Sólo hemos sufrido constantemente y experimentado horrores y pesadillas. Siempre estaba bajo cinturones de fuego y ataques implacables», dijo. «Tenía muchos sueños. Eran sueños sencillos, como jugar al fútbol y estudiar en la escuela. Pero ahora todos ellos se han evaporado, y mi único sueño es retirar los escombros y reconstruir».

Rateb y su familia se negaron a abandonar el norte de Gaza, pero fueron desplazados de su hogar en Yabalia al menos en cuatro ocasiones.
«La vida es muy fea», dice Rateb, de 12 años. «Ahora estamos en una especie de tienda sin sentido alguno de la vida. Me entristece ver el hogar de mi familia, mis tíos y mis vecinos demolido. Todavía tengo pesadillas de las dos veces que las fuerzas israelíes nos rodearon y atacaron con ferocidad. En aquella época, todo el tiempo teníamos pánico a que nos mataran. Nuestra vida era todo agonía y angustia. No sé cómo nos quedamos aquí, la muerte estaba cerca de nosotros cada minuto. El momento más difícil que viví en la guerra fue perder a mis dos tíos».
«Ahora vivimos en las mismas condiciones aterradoras. Lo que es diferente es que nuestra tienda está ahora sobre los escombros de nuestra casa. Llevamos dos semanas removiendo escombros y aún no hemos terminado. Sabemos que puede caerse en cualquier momento, pero no podemos hacer nada porque no tenemos ninguna solución a nuestro alcance», explica.
«Sé que me lo han robado todo: mi casa, mi escuela, mis familiares y mi infancia. Sin embargo, espero que las cosas mejoren. En realidad, no necesito nada más que reconstruir mi hogar y reconstruir Gaza. No quiero nada más. Me han impedido estudiar, comer y comprar ropa. Mi máxima esperanza es tener una vida mejor muy pronto en mi casa recién reconstruida, y espero que el mundo me ayude a hacerlo posible.»

Raed, de sólo 6 años, también se quedó con sus padres y cinco hermanos en el norte de Gaza. Como todos los que conocí, su casa había quedado reducida a escombros.
«Todo lo que veo es destrucción y escombros, nada más. Esto es muy duro para mí. Me duelen las piernas del frío que hace por la noche y de caminar largas distancias para conseguir agua y comida. Aquí no tenemos vida, sólo estamos varados en una tienda de campaña sobre lo que solía ser nuestro hogar», dijo Raed.
«Durante esta guerra, anhelaba que mi barrio no fuera destruido y que mis tíos no fueran asesinados. Pero mi deseo no se hizo realidad. Ahora no sé dónde está mi barrio. Cuanto anhelo ahora es aprender y ver a Gaza de pie de nuevo. Quiero ser como cualquier otro niño del mundo: ir a la escuela y disfrutar comiendo todo tipo de alimentos».
Sigo en el norte de Gaza, durmiendo entre los escombros de la casa de uno de mis amigos. La lluvia es torrencial y amenaza con anegarnos en cualquier momento. Los drones israelíes zumban sobre nosotros. La pesadilla no ha terminado. Estoy desesperado por un vaso de agua limpia, por un plato de comida. Pero Donald Trump debería saber que estas condiciones de vida son mejores para mí que vivir en un castillo en cualquier otra parte del mundo.
* Nota original: Jabaliya Is Now a City of Rubble.
Traducido por Sinfo Fernández en Voces del Mundo.
Abubaker Abedes un corresponsal de guerra accidental de Deir al-Balah, en Gaza. Se vio arrojado a una zona de guerra activa para informar sobre el genocidio. Es periodista y comentarista de fútbol.
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