1917: nacimiento de una estética
Arturo del Villar*. LQSomos. Noviembre 2017
La Revolución Soviética marcó un dilatado cambio en la historia de la Humanidad, con repercusiones en todos los ámbitos constitutivos de la naturaleza social de los pueblos. La estética no podía ser una excepción, por lo que adoptó las innovaciones derivadas de la nueva concepción del mundo. La socialización de los aspectos generales de la civilización mantenidos hasta entonces, impuso la búsqueda de unas fórmulas originales para crear las artes, desde el planteamiento político, pero sin recurrir a las cuestiones políticas como temas inspiradores. Apareció así el humanismo socialista, como una derivación inevitable del humanismo surgido en Italia en el siglo XV, que dio origen al Renacimiento en Europa, un renacer no solamente cultural, sino también social.
En efecto: la nueva estética debía representar al ser humano renovado por el triunfo del socialismo. La Revolución victoriosa marcaba la nueva situación adoptada por los seres humanos ante el nuevo orden predominante, lleno de esperanzas y deseos de cambios profundos en las estructuras sociales caducas. La Revolución significaba una actitud ante el mundo, muy distinta de la aceptada tradicionalmente, y reclamaba un nuevo Renacimiento.
La intencionalidad era idéntica: el humanismo renacentista consideraba al ser humano la medida de todas las cosas, como ser racional que las entiende y dirige. Se aferró a los valores humanos como norma, repudiando las enseñanzas de las religiones como supersticiones. Hizo al ser humano protagonista único de la historia, por su ca-pacidad intelectual para interpretar al mundo desde el punto de vista humano, pres-cindiendo de las teorías religiosas indemostrables, y además contrarias a la razón.
Porque la razón iluminaba el saber de los humanistas, ejecutores resueltos de las siete artes liberales, conocedores de varios idiomas antiguos y modernos, y capaces de explicar sus ideas con finura literaria en sus escritos. Las artes plásticas tomaron como modelo el cuerpo humano en su plenitud, desplazando a las imágenes y pinturas reli-giosas repetidas en la Edad Media. Se sucedieron las evoluciones en los gustos estéti-cos, pero sin renunciar a las conquistas logradas paulatinamente en la historia; es de-cir, sin apelar a una revolución modificadora de las estructura antiguas.
EL ARTISTA EN LA SOCIEDAD
La situación social del artista fue cambiando también en consonancia con el desarrollo de los estilos. Como norma general debe entenderse que los artistas han estado secularmente al servicio de los poderosos, como unos criados encargados de realizar los trabajos culturales. El público en general desconocía sus nombres, a lo más contemplaba con gusto sus obras y admiraba su inteligencia, pero no los valoraba tanto como para darles una consideración laboral que les permitiera la autosuficiencia. En Grecia y Roma los espectáculos preferidos eran las competiciones atléticas en el esta-dio o el circo. Por eso escritores y artistas buscaban la protección de los dirigentes polí-ticos para garantizarse la supervivencia: uno de ellos, Cayo Mecenas, consejero de Augusto, se distinguió tanto en el apoyo de los jóvenes con talento, que su nombre se ha hecho común para designar a los patrocinadores de los artistas.
Después fueron los altos eclesiásticos, empezando por los papas romanos, quienes se distinguieron por hacer los mayores encargos a los artistas. Algunos reyes y nobles se interesaron asimismo por las artes plásticas y literarias, siempre con la intención de promocionarse ellos mismos. Grandiosas catedrales y suntuosos palacios dieron trabajo a los arquitectos, pintores y escultores, aunque sus estipendios eran míseros, cuando los cobraban. Además, tenían que sujetarse a las instrucciones de los patronos, los únicos árbitros de la acomodación de las artes al interés general, basada únicamente en su capricho aristocrático. El arte engrandecía al patrón, mientras ignoraba al trabajador, un simple asalariado sin importancia. Por supuesto, la propiedad intelectual no existía.
Con ello se alcanzó la sacralización de las artes, aplicadas a una finalidad ajena a la voluntad de sus creadores. Los artistas se convirtieron en instrumentos de los contra-tantes. Para un papa o un obispo inventaban escenas bíblicas o celestiales, como si hubieran participado en ellas, y para los reyes o los nobles elucubraban motivos de ar-mas, como podían ser batallas en las que sus tropas resultaron vencedoras, y que tampoco vieron nunca los ojos que las reproducían con intención testimonial. La crea-ción estética se supeditó a las exigencias de los patronos.
Los artistas seguían las normas del realismo, según era entendido en su tiempo, lo que les llevó a cometer anacronismos esperpénticos en los vestidos, como el colocar armaduras medievales en los soldados romanos, por ejemplo. Se impuso, pues, un realismo imaginario, conforme con las interpretaciones aceptadas en la época. El artista se basaba en sus intuiciones, que si eran aceptadas por el patrono se convertían en modelos a seguir. Puesto que nadie había podido contemplar nunca a un ángel, nadie estaba en condiciones de discutir al pintor su reproducción de una figura angélica do-tada por lo común de grandes alas y largas vestiduras.
Ese arte es falsamente realista, ya que Leonardo, por tomar como referencia una de sus realizaciones más reproducidas, no estuvo invitado a compartir la última cena de Jesucristo con sus apóstoles, aunque los retrató como si se hubiera sentado entre ellos. Por citar otro ejemplo de doble inventiva, Paolo Veronese no intervino en la batalla de Lepanto, pero la pintó, y mucho menos contempló la alegría de la Virgen María y la corte celestial cuando fue conocida la victoria de los navíos cristianos sobre la flota enemiga, presentada en la parte superior del cuadro, con todo el realismo facilitado por la inventiva del pintor.
Los atentos detalles aportados por los artistas para dar verosimilitud a sus pinturas, son fantasías ilusorias demostrativas de su imaginación desenfrenada. La fórmula tuvo éxito, de modo que se generalizó, hasta hacerse inevitable seguirla como un canon de obligada referencia. El artista parecía estar dotado del don de la clarividencia, para asistir a todos los acontecimientos sucedidos en el mundo terrenal y en el celestial. Lo único que se le exigía era que reprodujese las escenas terrenales o celestiales con un respecto absoluto a los personajes verdaderos o ficticios cuando pertenecían al bando del patrón. A los combatientes enemigos o los demonios, en cambio, se les debían acumular caracteres horrendos.
La Iglesia catolicorromana impuso una feroz censura a las artes, con prohibición de escenas consideradas pecaminosas, y de otras calificadas de heterodoxas. Sentía tanto miedo al desarrollo de la cultura que llegó a elaborar un Index librorum prohibitorum, incrementado en cada edición, con pena de excomunión para quienes leyeran las obras señaladas. El único desnudo aceptado en público para la pintura y la escultura españolas fue durante siglos el de Jesucristo crucificado. Los reyes y nobles, por su parte, no consentían la reproducción o la narración de asuntos que pusieran en riesgo su poder absoluto, que a tono con la religiosidad imperante en Europa se decía ema-nado del mismo Dios y recibido por su gracia. Los artistas obedecían las instrucciones para no quedarse sin encargos, y en consecuencia sin la menguada paga de su trabajo.
LA BURGUESÍA SE IMPONE
De esta manera, los artistas estuvieron sometidos al capricho de las clases dominan-tes, con la inspiración coartada por el gusto de sus amos. La situación se modificó gracias al triunfo de la Revolución Francesa, al elevar a la burguesía hasta el papel de protagonista de la historia. Sin embargo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789, no implicó un reconocimiento de los derechos del artista. Su valoración social continuó siendo ínfima.
Así, en el siglo XIX se produjo un cambio en la significación del arte, hasta entonces sometido a la arbitrariedad de los poderosos. Los artistas buscaron el modo de inde-pendizarse, dejando de ser empleados de los dominantes. El Estado se responsabilizó de intervenir el arte, de modo que los artistas pasaron de estar al servicio de nobles o clérigos para depender del Gobierno. Se organizaron salones en los que podían presentarse colectivamente las obras al público, bajo el criterio de un comité de recepción capacitado para rechazar las consideradas defectuosas o subversivas. De modo que los artistas simplemente cambiaron de señores.
No obstante ofreció una deriva favorable, que fue la aparición de galerías para la exposición y venta de los objetos estéticos, abiertas por comerciantes intermediarios entre el trabajador y el comprador. Consecuencia de esta novedad fue una generaliza-ción de la crítica de arte, en primer lugar por incluirse en los periódicos, y además por-que los espectadores se atrevieron a opinar en voz alta. Con ello surgió el desacuerdo entre los artistas y el público, patentizado, por no citar más que un ejemplo, en el rechazo a los impresionistas por parte de los jurados en las exposiciones, y también de una parte del público que las visitaba, lo que dio lugar incluso a enfrentamientos físi-cos. Los artistas decidieron no callarse ante el desprecio o las críticas virulentas, sino reaccionar con la misma contundencia.
LA BURGUESÍA IMPULSÓ A LA BOHEMIA
El triunfo de la burguesía con la Revolución Francesa animó a los escritores a prestar atención a esa clase social en auge, y a cultivar una literatura adecuada. El romanticis-mo se acopló a los gustos de la burguesía, facilitando el triunfo de un estilo peculiar. Dada la generalización de las capacidades para opinar acerca de la verosimilitud de las obras, también se llegó algunas veces al enfrentamiento entre los espectadores en los teatros, porque los partidarios de un estilo se mostraban inflexibles con los detractores, a los que negaban facultades para opinar por falta de criterio, es decir, por disentir de su criterio personal. Los dramaturgos se veían obligados a procurar acomodarse al gusto mayoritario. No mejoró la consideración social del artista, sino que incluso empeoró, al dejar de estar amparado por un señor que lo protegía de las críticas adversas.
En ese período estuvo de moda la bohemia, situación de extrema pobreza de los ar-tistas plásticos y escritores, al haber rechazado la protección de papas, eclesiásticos, reyes y nobles, sin contar con el apoyo de los burgueses. La describió con éxito Henri Murger en 1849, con sus Scènes de la vie bohème, primero folletín y después drama teatral, del que salió la exitosa ópera de Puccini La Bohème. Los protagonistas son un poeta, un pintor, un músico y un filósofo, residentes en una buhardilla destartalada y fría, en la que comparten la mayor pobreza, acompañados por prostitutas que les ofrecen una cierta comprensión y algo parecido al amor, para entretener el hambre y la tuberculosis mortal.
Así era la estimación social de los artistas, como norma generalizada. Para sobrevivir en la penuria buscaban trabajos esporádicos sin calidad. Escritores y artistas estaban considerados unos parias, y eran objeto de toda clase de burlas. Los lectores de esas novelas y los espectadores de esas tragedias no se conmovieron ante la decrepitud de unos seres humanos entregados por sus aficiones al trabajo estético, sin obtener a cambio una valoración que les permitiera recibir un salario adecuado.
ARTISTAS CONTRA PÚBLICO
Este panorama se enconó a comienzos de siglo XX, con el desarrollo de las entonces denominadas vanguardias estéticas, hoy ya retaguardias superadas. Puesto que el público se desentendía de los artistas y les condenaba a llevar una vida mísera, los artistas decidieron emanciparse de su criterio, se atrevían a prescindir de sus órdenes y llegaron al extremo de burlarse ellos del público. Montaron exposiciones y espectáculos en los que se mofaban de los espectadores; sobresalieron por su agresividad los dadaístas, agrupados desde 1916. Para expresarse los vanguardistas inventaron un arte provocativo, que les permitía devolver a los espectadores los insultos recibidos anteriormente de ellos. En el primer número de la revista literaria Favorables París Poema, aparecido en la capital francesa en julio de 1926, sus directores insertaron esta descarada advertencia:
Juan Larrea y César Vallejo solicitan de Vd., en caso de discrepancia con nuestra actitud, su más resuelta hostilidad.
No era más que una restitución de la hostilidad demostrada por el público hacia los artistas y escritores. El manifiesto firmado por Larrea en nombre de los dos termina advirtiendo que la revista publicaría obras imperfectas, de la mayor imperfección posi-ble. Con ello se deseaba acabar con la sacralización de las obras estéticas, al admitir que las más imperfectas eran las preferibles. Los artistas se tomaron así la revancha, demostrando al público que ellos eran los únicos capacitados para decidir el sentido y la orientación de las artes plásticas y literarias. Solamente su ingenio debía ser considerado el canon determinante, y no el gusto popular. De esta manera se agrandó más aún la separación entre el artista y el espectador.
Tuvo efecto su reclamación, porque marchantes y galeristas la apoyaron, con el re-sultado de que los coleccionistas empezaran a comprar las obras vanguardistas, al principio muy baratas, pero encarecidas paulatinamente. El público, hasta entonces convertido en juez supremo para la calificación de las artes, comprendió que sus sen-tencias carecían de valor. Llegó un momento en que los espectadores dudaban sobre la estimación de un objeto, al no estar seguros de si el artista lo presentaba en son de burla o realmente lo consideraba una pieza valiosa.
Por ejemplo, cuando Marcel Duchamp expuso en 1917 un urinario de porcelana como una escultura original titulada Fuente, algunos espectadores se indignaron, por suponer que el artista les tomaba el pelo, pero otros se esforzaron en buscar las motivaciones de su acto, y comprenderlo como una reivindicación del derecho a reinventar el concepto del arte. Si se acepta calificar como “muy poética” una puesta de Sol, por ejemplo, obra de la Naturaleza sin intervención humana, no hay excusa para asumir que los objetos utilitarios pueden ser igualmente estéticos.
El papel del artista, desde esta suposición, consiste en revelar el arte escondido al público. Deja de ser un creador para convertirse en un revelador, con distintas facultades. Se produjo desde entonces una descomposición de las tareas tradicionalmente asignadas a los artistas, que para el gran público pasaron a ser unos embaucadores o unos desvergonzados.
Ese año de 1917 el mundo entero sufrió un gran cambio estructural, cuando en el mes de octubre el triunfo de la Revolución llevó a los obreros, campesinos y marineros a tomar el poder en el país más atrasado cultural, social y técnicamente de Europa, la Rusia zarista. El proletariado asumió el control de la gran nación, y lo hizo con gran eficacia. Comenzó entonces una nueva era trasformadora de la sociedad por completo, en la que obviamente se vieron implicadas también las artes plásticas y literarias. No trajo consigo solamente una renovación del estilo, sino, lo que es más importante, un nuevo modelo de artista literario o plástico. El criado de los poderosos, el controlado por los intereses de aristócratas o eclesiásticos, el enfrentado a un público burgués que lo rechazaba, vio dignificado su trabajo, gracias a una Revolución Soviética supresora de las diferencias clasistas hasta ese momento en lucha permanente.
La nueva estructura social requería una nueva comprensión de las artes. El objeto estético se independizó de la persona que lo elaboraba. El artista alcanzó la considera-ción de ser un trabajador manual, que realiza objetos estéticos como podía fabricar utensilios prácticos para el hogar, por ejemplo. De acuerdo con el ideario de a Revolución, el arte debía ser un instrumento para dignificar al artista, que ya no volvería a estar considerado el servidor de los poderosos en la realización de los proyectos que le señalaran, sino el ejecutor o portavoz del pueblo en cuestiones estéticas. Por primera vez en la historia, el artista consiguió el reconocimiento como trabajador especializado en la consecución del progreso intelectual, a partir de entonces valorado como deter-minante en las relaciones de producción industrial por medio de su oficio.
Una de las primeras atenciones del Gobierno provisional, además de intentar poner fin a la intervención de Rusia en la guerra imperialista que tan cara le costaba, consistió en alfabetizar al pueblo, secularmente mantenido en la ignorancia por los zares para que no supiera pensar. De esta medida se beneficiaron los escritores y artistas, porque alcanzó a los 132 millones de personas que habitaban en 1917 el territorio que desde 1922 sería conocido como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéti-cas. Con el acceso general a la cultura de un amplio grupo humano que la ignoraba hasta entonces, los escritores y artistas se integraron en el pueblo, reconociéndose mutuamente como parte de la misma sociedad sin clases.
Gracias a esta evolución alcanzaron por primera vez en la historia una estima social. Un pueblo culto gracias a las actuaciones de los comités revolucionarios, aprendió a reconocer y valorar el trabajo de los productores de arte. Es muy acertado el comentario propuesto por Vladislav Zimenko sobre el análisis de la nueva estética propugnada por el socialismo, en su ensayo El humanismo del arte, publicado en Moscú por la Editorial Progreso en 1976. Leemos en la página 105:
El hecho de que en la divisa del arte socialista se haya inscrito desde sus mismos co-mienzos el humanismo, de que este arte haya ligado abiertamente su destino con el más noble de los movimientos por la ver¬dadera emancipación del hombre, del representante del pueblo, de las clases trabajadoras, y, que además, esta emancipación fuera radical y total -de la explotación, de la miseria y el hambre, de la oscuridad y la ignorancia, del te-rror ante el presente y el futuro-, este solo hecho elevó inconmensurablemente el nuevo arte por encima de la decadencia bur¬guesa, le abrió un amplio y luminoso camino.
Y con el nuevo arte quedaron elevados los artistas al rango de ejecutores de una fun-ción social delicada, como lo es representar en su realidad los acontecimientos coti-dianos que jalonan las vidas humanas en su progreso continuo. Las artes se ajustaron a la intención de comunicar al pueblo que era su protagonista, y que había sido vencida la separación secular entre el artista y el espectador.
EL HOMBRE NUEVO SOCIALISTA
Por ese motivo el pueblo se convirtió en el protagonista único de los objetos estéticos realizados en el vasto territorio. Era un protagonista colectivo, en consecuencia anónimo, del que formaban parte los artistas y escritores. A ese pueblo recién sacado de la ignorancia, era forzoso presentarle obras que reflejaran su vida. El hombre nuevo socialista, según la acertada definición de Lenin, rechazaba las mitologías fantasiosas de los cuentos de hadas y de las leyendas religiosas. Le interesaba leer y ver escenas de su vida, convertidas en arte gracias al trabajo de un compañero como prolongación del suyo. La vida es real objetivamente, no una entelequia removible según la preferencia del momento.
Un cuadro pintado por un artista interpreta la realidad. Una cámara fotográfica retrata escenas y emociones por los gestos de los personajes, pero el pintor interpreta los sentimientos en su obra. El fotógrafo se sirve de un objeto técnico para reproducir la realidad, mientras que el pintor emplea su inteligencia para guiar la mano con la que trabaja para copiar una realidad, en la que inserta su interpretación.
Ese trabajo manual es semejante al de cualquier obrero o campesino, con un fin es-pecífico en cada caso. Lo mismo se puede aplicar a cualquier otro artista o escritor. Un novelista, por ejemplo, cuenta sucesos inventados por él para exponer unas situaciones anímicas y sociales en las que pueden verse involucrados los lectores. Incluso el autor de ciencia ficción imagina situaciones en otros mundos o en otros tiempos que ofrecen una equiparación al presente de nuestro planeta, lo que le permite llevar a cabo una crítica política o social de las realidades que vive, y que sus lectores comprenden por compartirlas. El trabajo del artista consiste primordialmente en interpretar la realidad, para hacer de ella un documento capaz de producir emociones en los espectadores, lo mismo en un teatro que en una galería de arte o en una sala de conciertos, o al leer un libro.
LA NUEVA ESTÉTICA
Como consecuencia lógica, el artista plástico y el escritor precisan partir de la realidad observable para crear una obra. Esa representación de la realidad deriva en un arte verdaderamente realista, ajustado a su tiempo y su espacio, sin comparación con las figuras falsamente realistas inventadas en siglos anteriores. Los dioses y los santos imaginados por los artistas durante muchos siglos dejaron paso a los obreros, campe-sinos y marineros, retratados en su realidad cotidiana. Las escenas bíblicas fueron sus-tituidas por representaciones del trabajo en la fábrica, el campo o el mar. En el I Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, celebrado en agosto de 1934, pronunció Andrei Zhdanov unas palabras acerca de la literatura soviética que ilustran muy bien sobre el papel de la nueva estética, ya que son extrapolables a las demás bellas artes:
Nuestra literatura es la más joven de todas las literaturas de todos los pueblos y países. A la vez es la literatura más rica en ideas, la más vanguardista y revolucionaria.
Nuestra literatura destila entusiasmo y heroísmo. Es optimista, pero no por algún instinto interno de carácter biológico: es optimista en esencia, porque es la literatura de la clase emergente del proletariado, la única clase avanzada y progresista.
Fue muy importante asimismo el mensaje enviado por el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética a los congresistas: “El Partido reconoce todos los derechos a los escritores, excepto el de escribir mal.” Podríamos preguntarnos si quien escribe mal puede ser considerado escritor, y hemos de responder que no. Por supuesto, a ninguna persona se le niega el derecho a escribir en la intimidad lo que se le ocurra. El concepto estricto de escritor se refiere al trabajador que ejerce ese oficio, por el que recibe un jornal cuando se publica el objeto manufacturado por él, y merece la aprobación de sus lectores. En esta definición no caben los malos escritores, que por supuesto no pertenecían a la Unión de Escritores Soviéticos.
UNA ESTÉTICA REVOLUCIONARIA
Lo que sucede es que en los países capitalistas las editoriales no son instrumentos oficiales para incrementar la cultura popular, como lo eran en la Unión Soviética, sino empresas comerciales creadas para enriquecer al propietario, y por lo mismo utilizan toda clase de argucias con la finalidad de promocionar artículos defectuosos. Los escri-tores burgueses realizan su tarea del mismo modo, pensando en los beneficios que podrán obtener, sin preocuparse por conseguir la complicidad de sus lectores al ofre-cerles relatos o poemas protagonizados por seres insociables. Así hemos sido engañados tantas veces por la propaganda mercantilista, que eleva a la categoría de magistrales piezas devaluadas mientras le conviene, para después hacerlas desaparecer en el más profundo olvido, cuando dejan de ser rentables porque el público ha dictado su veredicto en contra.
La nueva estética tuvo que ser revolucionaria por su misma esencia. Ni el arte burgués decadente ni las vanguardias sin salida le permitían una alianza natural con ellos, sino que precisaba independizarse totalmente de la carga mostrenca ya superada. En algún momento se originó una disputa dialéctica entre naturalismo y realismo, carente de sentido porque en la historia representaron una misma idea.
Al ser revolucionaria la nueva estética se aproximaba a las artes de vanguardia sucedidas a comienzos del siglo XX, desde el fovismo, el cubismo y el futurismo, en cuanto rompían con todos los estilos anteriores y se proponían destruir las bibliotecas y los museos para inaugurar el arte en el planeta, a partir de su irrupción en las calles. Sin embargo, sus intenciones se hallaban en las antípodas, porque los vanguardistas adoptaron un programa en el que se ignoraba al público, cuando no se le insultaba, mientras que el realismo social pretendía formar al público en el conocimiento del arte progresista, el que le convenía.
AL SERVICIO DE LA REVOLUCIÓN
Los movimientos de vanguardia se mantenían activos durante muy poco tiempo, y eran sustituidos por otros en sus mismas condiciones. Por lo general un movimiento consistía en el inventor del nombre y sus amigos. Esto significa que eran estériles, y en consecuencia inútiles, aunque llamasen la atención por sus extravagancias. Se sucedían con tanta rapidez que en la historia de la cultura son denominados los ismos, por la desinencia común de sus respectivas estéticas, a partir del concepto general del van-guardismo. Ahora son objeto de estudio por los teóricos de la cultura, pero ya no importan al público en cuanto no provocan ningún sentimiento ni de aprobación ni de rechazo, como lo consiguieron en el momento de su aparición: se valoraba entonces el ingenio inventor, hoy superado.
Sin embargo, el movimiento mejor organizado y más duradero entre los vanguardistas, el superrealismo, identificó la revolución estética con la social, por considerar que se trata de una sola revolución humana. En un panfleto titulado Déclaration du 27 janvier 1925 los declarantes aseguraron: “Estamos completamente decididos a hacer una Revolución”, y así fue, a pesar de la oposición virulenta de los escritores y de las revistas derechistas, lógicamente conservadores de su mercancía averiada. Ese mismo año se produjo la adhesión de algunos militantes destacados al Partido Comunista Francés, con la finalidad de sumar a la revolución estética la social, como en la Unión Soviética.
El líder del movimiento, André Breton, expuso en el folleto Légitime défense (1926) las coincidencias de su ideario con el comunismo, y aceleró la publicación de la revista Le Surréalisme au Service de la Révolution, de la que aparecieron seis números entre julio de 1930 y mayo de 1933. Se abrió con una exposición de sus principios políticos, al asegurar que si el imperialismo declarase la guerra a la Unión Soviética, los superrealistas adoptarían las directrices del Partido Comunista Francés.
La circunstancia de que más tarde el entusiasmo revolucionario del grupo se deteriorase era previsible, habida cuenta de sus ideas contrarias a la sujeción a cualquier tipo de normas. Sin embargo, algunos de sus principales integrantes, como Louis Aragon, por citar sólo al más representativo, se mantuvieron firmes en las convicciones comunistas, y así consiguieron realizar sus mejores obras. Para algunos vanguardistas el compromiso político resultaba semejante a su pertenencia a un mo-vimiento estético: hasta el descubrimiento de otro ismo que les resultase más sorprendente.
La estética revolucionaria adoptó unas medidas originales, emanadas de las intencio-nes con las que combatieron los soviéticos para implantar la libertad en el pueblo. Los postulados revolucionarios se hicieron equiparables entre la política y el arte precisamente en 1917 con la Revolución. Recordemos la opinión de los intelectuales españoles, reflejada en la ponencia colectiva leída en el II Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la Cultura en julio de 1937, mientras los milicianos se enfrentaban con las armas de fuego al fascismo por la defensa de la libertad; quedó recogida en el número VII de la revista Hora de España, impreso en Valencia en agosto del mismo año:
La revolución no es solamente una forma, no es solamente un símbolo, sino que representa un contenido vivísimamente concreto, un sentido del hombre, absoluto, e incluso unas categorías perfectamente definidas como puntos de referencia de su esencialidad. Y así, para que un arte pueda llamarse, con verdad, revolucionario, ha de referirse a ese contenido esencial, implicando todas y cada una de esas categorías en todos y cada uno de sus momentos de expresión; porque si no, hay que suponer que el concepto mismo de la revolución es confuso y sin perfiles y sin un contenido riguroso. Si no es así, si apreciamos sólo las apariencias formales, caeríamos en errores que, en otro cualquier plano, resultan groseramente inadmisibles. Como, por ejemplo, decir que es revolucionario dar limosna a un pobre. Todo eso sería tomar el rábano por las hojas y sólo por las hojas. Y, en último término, sabemos que, muy comúnmente, en esa piedad del limosnero hay no poca hipocresía y, “siempre”, una concepción del mundo, según un tal orden preestablecido, “que, como pobre que no va nunca a dejar de serlo, hay que ayudarle”.
El artista revolucionario admite que el arte debe reproducir las ideas, que por su esencia son abstractas, sin forma física copiable, en las actitudes de las personas que toma como modelos. La libertad, por ejemplo, es un concepto incorpóreo, que el artista revolucionario se siente capaz de plasmar al elaborar en su trabajo una revuelta popular o una manifestación. En los gestos colectivos de la gente anónima se materia-liza el afán de alcanzar la libertad, y de esa manera queda fijada en el objeto estético terminado. No es necesario titular la obra manufacturada “Libertad”, por ejemplo, como sucede con el arte burgués, porque el espectador advierte claramente que el artista ha dado forma a la idea común a los seres humanos de la libertad.
UN ARTE POPULAR
Así se realiza el arte revolucionario, superador del formalismo. Su aparición significó el triunfo del objetivismo, en cuanto el artista se atenía a los elementos naturales, evitando reconstruirlos decorativamente para consolidar la obra dentro de una tendencia predeterminada. El objeto estético producido resulta de la oposición dialéctica entre un elemento natural y su adecuación a las posibilidades de su uso social. Desde una concepción abierta del arte, su ejecutor debe trabajar para elaborar una imagen con significación realista, pero imaginativa, que sirva para interesar al espectador hasta conseguir su complicidad.
La nueva estética socialista se impuso pronto como un arte popular, ya que por pri-mera vez en la historia estaba concebida para el pueblo y realizada por una persona del pueblo desde el pueblo. Los reyes y los papas y sus secuaces los nobles y los ecle-siásticos ya no imponían su gusto, derivado de intereses propagandísticos de su gran-deza social, ni tampoco la burguesía orientaba el sentido del arte hacia sus sentimien-tos ramplones. El cambio era radical, y significó la emancipación de los artistas.
A partir del triunfo de la Revolución Soviética el pueblo educado marcó las pautas del arte, y los artistas pertenecían a ese mismo pueblo, por lo que se produjo por primera vez una identificación entre el trabajador del arte y el espectador. Y también por vez primera el artista alcanzó la categoría social que le correspondía, dejando de ser un criado de los poderosos para estar considerado un trabajador revolucionario del espíri-tu.
La nueva estética revolucionaria triunfante desde 1917 conllevó una nueva filosofía de la vida, y esa aportación original define un momento brillante de la historia, quizá el más humano y el más entusiasta desde que el planeta está habitado. Una nueva estética adaptada exactamente al hombre nuevo incrustado en la nueva sociedad, propulsora de un nuevo realismo, el auténtico, el realismo socialista, aplicado con un criterio objetivo para interesar a la conciencia social de los espectadores.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio
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