De La Habana a Gramsci: junio de 2018

De La Habana a Gramsci: junio de 2018

Francisco Cabanillas. LQS. Octubre 2018

Al pie de las murallas / el aire tartamudo
desliza sus sirenas, / plata mansa sin hoy
mana sus lunares / entre lunas cansadas
sin balcones.
José Lezama Lima, “Bahía de la Habana” (1934)

La quieta, la religiosa, la modesta Cleveland
erigía con singular presteza en su mejor
plaza un admirable monumento.
José Martí, Crónicas (1881)

El viajero necesita menos una capacidad teórica
que una aptitud para la visión. El talento
para racionalizar es menos útil que la gracia.
Michel Onfray, Teoría del viaje. Poética de la geografía (2016)

I
Ejes del correteo habanero: entre el Monumento al General Antonio Maceo en la costa norte de Centro Habana —frente al Atlántico de la modernidad (Enrique Dussel) inaugurada por los peninsulares a finales del siglo XV y durante el siglo XVI— y la calle Parraga en Diez de Octubre, bajando por Infanta-10 de Octubre, entre la General Lacret y la Avenida Santa Catalina.

La Habana (del Oeste).

Del 10 al 16 de junio; una experiencia calurosa de la ciudad, húmeda, demasiado húmeda, circulando por calles coloniales que, como la San Lázaro, evocan —¿no es también deseo la memoria?— algunos versos que, parodiando la letra de un danzón famoso, Severo Sarduy escribió en Epitafios (1994): “A mí no me pongan flores / si muero en la carretera.”

Condensación; toda la isla contenida metonímicamente en este triángulo habanero: Monumento al General Antonio Maceo-Avenida Santa Catalina-Canal de Entrada a la bahía. Intensidad de una habanía que se deja seducir por los versos que Lezama Lima le escribe a la “Bahía de la Habana” (1934): “La sorpresa de la rosa en el agua, / vida entre vidas, / la rechazan las olas / con heridas sin gritos.”

Seis días para conocer un fragmento de La Habana, imantado, además de por el Atlántico, por el espectro de José Martí, que aparece dondequiera, y por el de José Lezama Lima, más esquivo, cuyo potens, desde Trocadero 162 (bajo el arco de la entrada), emite ondas en una frecuencia insospechada: “Prado y Trocadero es otro enclave de la Ciudad de La Habana, allí José Lezama Lima renació, vivió, murió y se convirtió en el monstruo exquisito que rehusó todo encasillamiento y reformación” (Maeva Peraza Hidalgo-Gato, sf).

Densidades literarias, campos magnéticos de alta tensión que hacen que uno gravite, sin darse cuenta, hacia el Chinatown habanero; en busca imposible del chino Luis Leng, maestro del “mulato Juan Izquierdo,” el gran cocinero de Paradiso (1966), la súper novela del escritor cubano que, en Las comidas D Lezama Lima (2010), Silvia Mayra Gómez Fariña pone sobre la mesa: “El momento culminante de Paradiso en relación con la cocina cubana será el de la cena familiar que auspicia doña Augusta.”

II
Primer recorrido frente al Atlántico por la acera de la Avenida Malecón; costeo. A las 17 horas, del Torreón de San Lázaro en el ángulo occidental del Monumento a Maceo, hacia la izquierda, costeando hasta los hoteles Habana Riviera y Meliá Cohiba, frente al Havana Jazz Café; para volver, cuarenta minutos después, ahora con el sol en la nuca, al puno de partida, el Monumento a Maceo, el “Titán de Bronce,” donde este, a caballo, de espalda al Atlántico, encara, como corresponde, La Habana:

“Remata el Monumento la estatua ecuestre en bronce y base de granito de Antonio Maceo, con su uniforme militar y machete en mano en actitud de arengar a sus soldados a lanzarse al combate. Con la otra mano sostiene las bridas del corcel. La figura está de espaldas al mar, atendiendo a una regla escultórica que regula su posición. Se pone de frente al mar si se trata de un extranjero y de frente a la tierra si es alguien nativo del país” (Derubín Jácome, 2014).

Trayecto largo, demasiado largo, por una acera algunas veces derruida (en este tramo), sobre piedritas, cuya extensión no está desprovista de tensión geopolítica —que se siente en la contigüidad entre la Plaza de la Revolución y la Embajada de Estados Unidos, mitigada por el Monte de las Banderas que separa la Plaza, visiblemente deteriorada, de la Embajada, abandonada a raíz de presuntos ataques sónicos; un Monte de las Banderas sin banderas, con mástiles atacados por el salitre—.

Tensión que pronto se resuelve en el trámite entre el Parque José Martí y el Centro Cultural Casa de las Américas, frente al Monumento al Mayor General Calixto García, libertador decimonónico que murió (1898), después de Martí (1895) y de Maceo (1896), se dice que envenenado, en Estados Unidos. Del Monumento a Calixto García, pasando por la Fuente de la Juventud, el tramo termina en los hoteles Riviera y Meliá Cohiba, a poca distancia del Río Almendares, cuyo serpenteo se mete hasta el Bosque de La Habana —donde, según las malas lenguas, los escritores de ciencia ficción (Yoss) son sodomizados por las mujeres artificiales de sus cuentos—.

Segundo recorrido por el Malecón. Temprano en la mañana; del Torreón de San Lázaro, esta vez, en contra de los vientos alisios, hacia la derecha, hasta la Plaza de la Catedral, pasando en ángulo por el Castillo de San Salvador de la Punta, a lo largo del Canal de Entrada a la bahía y de los parques contiguos, Céspedes y Luz Caballero.

Intertextualidad: “La Habana, tal y como la ven todos, parece una ciudad de ensueño. La bahía de bolsa con el canal de entrada, el castillo colonial con el faro a un lado de este y la avenida de Malecón al otro. A todos les gusta el azul del mar, la brisa y el sol. También gustan de los hoteles con arquitectura norteamericana de los años cincuenta. Esa es La Habana que ven todos. La de los mojitos en el Floridita y el ron a la roca en el lobby del Habana Libre, antiguo Havana Hilton. A nosotros nos tocó vivir en una Habana diferente… (Erick Mota, “Isla a la deriva,” 2015).

Tramo que, a lo largo de la Avenida Malecón, paralela a la San Lázaro, entre remodelaciones arquitectónicas, como la de La Abadía (¡una belleza de tres arcos!) y la del Centro Hispanoamericano de Cultura con sus gárgolas, atlantiza; trayecto que resulta más corto, pero no menos espeso.

Intensidad; entre una hilera de edificios coloniales comidos por la geopolítica de la Guerra Fría y la posmodernidad-neoliberal por un lado, y por el otro, la inmensidad añil del Atlántico habanero, mirando siempre hacia la Península de la Florida, se siente, como la sinestesia política que es, hija de las asimetrías transatlánticas, el ruido de la entropía imperial.

Vida. Zona de pescadores amateur que, a lo largo de la Avenida Malecón, desde temprano en la mañana, le tiran anzuelos al Atlántico, dé este o no de sus frutos. Trayectoria sobre una acera lisa, como una alfombra, que, al llegar al Castillo de San Salvador de la Punta, gira en semicírculo alrededor de una rotonda en dirección a la bahía, donde la refinería del puerto almacena la savia de la ciudad.

Canal de Entrada a la bahía. Ruta sine qua non por la que entran, atados a sus remolcadores, cruceros transnacionales que echan humo negro, en la otra orilla de la cual están el Castillo de los Tres Reyes del Morro, cuya especularidad con el Castillo de San Felipe del Morro de Puerto Rico, desde este ángulo, no se da; y El Cristo de la Habana en el tope de la lomita, una estatua blanca que, por interferencia literaria, hace pensar en “La entrada de Cristo en La Habana” de Sarduy en su novela paródica De donde son los cantantes (1967):

“¡Qué acogida en La Habana! Lo esperaban. Su foto ya estaba, repetida hasta el hastío o la burla, pegada, ya despegada, desgarrada, clavada en todas las puertas, doblada sobre todos los postes, con bigotes pintados, con pingas goteándole en la boca, hasta en colores —ay, tan rubio y tan lindo, igualito a Greta Garbo—, para no hablar de las reproducciones en vidrio del metro Galindo. Dondequiera que mires, Él te mira.”

Zona de alteridades antillanas; de este lado de la bahía al otro de enfrente, “el castillo de los Tres Reyes del Morro… una fortaleza colonial española ubicada en un peñasco a la entrada de la bahía de La Habana… un castillo sobre un risco y con un faro, un diseño muy particular que lo hace único” (Erick Mota, “Isla a la deriva”); de este lado al otro en la Lancha Habana-Casa Blanca parece una reescritura del viaje en lancha de Cataño al Viejo San Juan. ¿Se repiten las islas de Antonio Benítez Rojo (o de Edgardo Rodríguez Juliá)?

Pero hay más. Tan cerca de la calle de Lezama Lima, Trocadero, el Canal de Entrada a la bahía se metamorfosea y metaforiza, trocándose en la entrada al Río Ozama de la Zona Colonial en Santo Domingo, donde no estuvo Lezama —el “viajero inmóvil”—, quien sí viajó a Montego Bay: “Los densos murciélagos de la bahía jamaiquina, / al despojarse de los reflejos de la piscina de los mirtos, / penetraban en los trazos cuneiformes del interior de un tronco de palma” (1960).

Tercer y último recorrido por el Malecón. Del Torreón de San Lázaro, temprano en la mañana, otra vez en dirección a la boca de la “bahía de bolsa,” para doblar esta vez a la derecha en el Paseo de Martí y dar de frente, en los Leones del Prado, con la primera estrofa del poema de Lezama “Paseo del Prado. Sombrillas de media noche” (1934): “La rabia del sol / araña las palmeras / como un gato de seda.” Zoofilia de un recorrido veloz, literario, demasiado poético, sobre cuya estela Lezama traza una figura curiosamente hemingwayana: “Y el buzo sacando de las aguas / un pez de cinco colas / por el arco raptos / de sedas destrozadas.”

Lezama se desborda en su poema habanero: “La galga rusa y el tapiz, / inelegante diálogo / en la mudez del guante.” Hipertélico, “Sombrillas de media noche,” adelanta el tiempo, “labor de la mañana,” que toma transitar por las siete cuadras del Paseo del Prado: “en la noche / larga plata en pereza, / balanceando sus risas…” Destellos lezamianos; “La sombra se doraba / su aljaba se ha llenado / de insectos trastornados.” Bestiario tropical. Entre imágenes, “ocre rosado y polvos de arroz, / locura de los adornos / sedientos de cristal,” el poema termina con una “sonrisa voladora / de la alondra a la estrella / por el césped…” Poesía a pie; vuelta al origen elíptico de siempre: “mañanas / de azul desnivelado.”

III
De la calle San Lázaro y Marina a la Universidad de la Habana; bajada en diagonal, en ángulo con la calle Neptuno, por la acera de la mano derecha. Un recorrido corto, pero húmedo, que interseca al final con la Calle L, frente a las escaleras de la Universidad, donde, ¡nido de cibernautas!, en la parada de guaguas de la esquina opuesta se aglomera la gente con celulares bajo la sombra de los árboles en busca de la señal de WiFi. Densidad electromagnética.

Desde las escaleras de la Universidad, frente a la intersección de San Lázaro y Calle L, La Habana fluye con la intensidad del calor que la marca en el mes de junio; hormigueo de una cotidianeidad articulada con el turismo, sobre todo ¿de nuevos ricos orientales? Turismo que, por definición, se detiene frente a la Universidad en un “almendrón,” un taxi histórico, descapotado, bien arreglado y súper llamativo, patrimonio nacional, para que los turistas le saquen la foto de rigor a la Universidad de la Habana vista desde las escaleras: “ALMA MATER.”

Cruzar hacia San Lázaro desde las escaleras; ir a la pared en la esquina de la parada de guaguas y buscar el recuadro en el que, en 1993, decía en negro, tipo grafiti histórico apocado por la intemperie: “Abajo Batista.”

Subir hasta el Parque de los Mártires Universitarios; cruzar San Lázaro y entrar a la librería Alma Mater en la esquina con Infanta. Hojear el libro de Alfonso Cueto, Los abuelos de los almendrones (2018). Preguntar por la novela Habana Underguater (2010). Notar de la literatura puertorriqueña la novela de Eduardo Lalo, Simone (2011). De José Martí, sus crónicas de Nueva York a finales del siglo XIX, volcánicas, demasiado feraces, leer este fragmento de “Ferrocarril elevado de Nueva York” (1888): “Allá lejos el Parque Central echa de la masa parda de árboles el vaho gris que nubla el cielo: una hilera de casas de bella arquitectura vigila solitaria el campo del contorno, lleno de sembrados, enclavado en el trazo de una manzana sin edificar, pero ya limpia a cercén, cruza de borde a borde, como procesión de barbados viejos, entre sus cercas de piedra lo que queda de una que fue alameda noble, que caerá a tierra mañana.”

Salir de la librería a mano izquierda por Infanta, pasarle por el lado a la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen; llegar hasta la Avenida Salvador Allende y regresar por Infanta desde la otra acera, tras una parada en la intersección con Neptuno, ¿no muy lejos de la dulcería Lucerna donde Lezama compraba su tarta favorita?: “Confitados que dejaban las avellanas como un cristal, pudiéndose mirar al trasluz piñas abrillantadas, reducidas al tamaño del dedo índice cocos de Brasil, reducidos como un grano de arroz, que al mojarse en un vino de orquídeas volvían a presumir su cabezote (Las comidas D Lezama Lima).

En la esquina de Infanta con San Lázaro, bajar hasta el restaurante Locos por Cuba, pedir un escalope de cerdo con arroz moro y dos Bucaneros. Imagen de Cuba (sin cámara de celular): las meseras blancas y bonitas, teñidas de rubio, en la primera línea del restaurante, seguidas, al otro lado del mostrador, por las cocineras negras, ambas punteadas por el gerente negro sentado al lado del bar-mostrador. ¿Ecuación?

Regresar por San Lázaro hasta la calle Marina, en cuya esquina, a mano derecha, espera, como un centinela, el Torreón de San Lázaro, frente al cual es posible, a estas horas de la noche, sentarse en el muro de Malecón, mirar el Atlántico oscuro y escuchar los primeros versos lezamianos —¡indelebles, demasiado indelebles!— de “Enemigo rumor” (1941): “Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.”

En la otra punta de San Lázaro, abajo, frente a la Universidad, pero esta vez escrito en rojo, el grafiti épico, “Abajo Batista,” persiste en su denuncia (¿periódicamente reescrita por el fantasma de Martí?).

IV
Entre los libros disponibles en la planta baja del Hotel Habana Libre, donde se invita al peregrino a sentarse a leer, la novela detectivesca de Rodrigo Ray Rosa, El material humano (2009), la cual hay que leer en diálogo con la de Horacio Castellanos Mora, Insensatez (2004), invita a literaturizar los horrores de la “guerra interna” guatemalteca entre 1960 y 1992.

Desde una indagación en los archivos del espanto guatemalteco, llevada a cabo, en ambas novelas, por un escritor convertido en investigador, la odisea investigativa engrana las novelas, al final de las cuales, y por mucho, la de Castellanos Moya alucina más, mucho más metaliterariamente, especularidad de especularidades, que la de Ray Rosa (¡toda una caja de resonancias!).

Empezar a leer, con un mojito, El material humano en la cafetería del Habana Libre: “Poco tiempo antes de que se conociera la existencia del célebre Archivo del que he querido ocuparme, la madrugada del 17 de junio del 2005, un incendio y una serie de explosiones destruyeron parcialmente un polvorín del Ejército Nacional situado en un establecimiento militar de una zona marginal en la Ciudad de Guatemala…”

Dos horas después, pedir una pizza de jamón, otro mojito y leer una hora más. Fumar poesía de vez en cuando. Terminar de leer en la página 129; pagar la cuenta y salir con la novela —¡sin repetir a Roberto Bolaño!— en el bolsillo izquierdo del pantalón corto. Acabar de leerla antes de dormir; volver varias veces sobre la última oración, mirando hacia el Atlántico negro desde el tercer piso, en Casa de Clarita y Orlando de la calle Marina: “Me quedo un rato escuchando el retumbar interminable de las grandes olas del mar.”

V
Por la tarde, desde la Universidad de la Habana, bajo la sombra, sentado en un muro que mira desde lo alto hacia el mar, el pico del Habana Libre, un hotel blanco y azul, se ve claramente. Proximidad relativa. Distancia poética. Cercanía engañosa.
Los buitres que circulan la azotea del hotel, ¿sedientos, demasiado hambrientos?, parecen imantados por una extrañeza citadina localizada en el corazón de El Vedado, Avenida 23 y Calle L, esquina con el Cine Yara y la Plaza Coppelia.

Ciudad de los anillos. Zona de gran espesura electromagnética que emana del hotel, cuya fuerza atrae a los cibernautas que se aglomeran en busca de WiFi.

Calle L. Desde la Universidad, para llegar al Habana Libre hay que pasar por la Casa de Altos Estudios Fernando Ortiz, en la otra esquina de la cual, homónima, la Librería Fernando Ortiz vende El catauro de cubanismos (1923).

Desde la esquina del Habana Libre, ocupada por una hilera de Coco Taxis, el desborde de gente se derrama sobre el Mercado de Artesanos de Rampa, en la Avenida 23, donde la cubanía se talla en madera de dos tonos, como si se tratara de un contrapunteo entre el tabaco y el azúcar. Clave de una isla, diría Benítez Rojo, que se repite.

Goteo; hacia el final de la Avenida 23, y sus aceras estampadas con reproducciones de arte cubano, la heladería Bim Bom, resplandeciente, reconstruida a partir de Irma (2017), complace por partida doble; mediante el helado de coco y pistacho por un lado y por el otro, desde el aire acondicionado, cuya alegría mitiga el calor húmedo de la calle, capaz de derretir al más duro de los fríos.

Vuelta por la Avenida Malecón al Monumento a Maceo, en el que hoy, 14 de junio, se celebra el aniversario del General, en una plaza que, en septiembre del año pasado (2017), el huracán Irma dejó bajo agua, como ciencificcionó la novela de Erick Mota, Habana Underguater (2010). Desde Puerto Rico, Yván Silén fuma poesía: “Cienciaficciono toda la realidad… ” (2012).

Por la Avenida Malecón, doblar a la derecha en San Nicolás y a la izquierda en Trocadero; pasarle por el lado al Museo Lezama Lima, “my soul is not in an ashtray” (1949), y llegar hasta el Centro Wifredo Lam, sobre cuya pintura escribió Fernando Ortiz: “Los ojos, esos ojos prolijos de [la pintura de] Lam, son de los signos primeros del simbolismo teogónico, por donde el mana se nucela y transforma en ánima y luego en numen. El misterio que ve, el misterio con ojo propio, ya es la individuación de un ente de providencia” (1950).

Del Centro Wifredo Lam a lo largo del Canal de Entrada de la bahía; andar sin prisa, para contar, frente al agua, las manchas de aceite de motor de bote que chocan entre sí, entre detrito de plástico que, con el sol y el aceite, brilla como el diamante, que antes fue carbón (Martí dixit).

Bordear el Castillo de San Salvador de la Punta; llegar hasta el Centro Hispanoamericano de Cultura, donde, en el espacio dedicado a la lectura, Ars Narrandi, Ahmel Echevarría habla de su literatura mientras lee fragmentos de sus cuentos, como “Desayuno” (2015): “En la máquina de escribir había un párrafo a medio terminar, sobre el escritorio, el resto del manuscrito —casi un centenar de cuartillas—; en la gaveta, su correspondencia.”

VI
Chinatown. Bajar por el Paseo de Martí, doblar a la derecha en Dragones; en un segundo, la calle Galindo interseca con Salud. Seis manzanas más allá, a mano izquierda, la mesa del restaurante Flor de Loto —entre otros platos, masas de cerdo con salsa agridulce, arroz frito— atraviesa lo estrictamente chino. Por necesidad intertextual, Sarduy sale al paso: “El traje es de emperatriz Ming, por eso tengo esa taza de té decorada con dragones en la mano y en la otra este largo tallo con una sola flor…” (De donde son los cantantes).

En la calle Salud, dos casas antes del restaurante Flor de Loto, yace una gallina degollada, intocable, que irradia su hechizo desde lo público. Una calle más arriba, en Zanja, reaparece De donde son los cantantes: “El paso de las Vespas explica muchas cosas: Flor, en guayabera y con un tirolés que le disimula la bola de billar, recorre desde hace ya mucho rato su zona de la calle Zanja, gastando tacón y aceras.”

Por la noche, en el restaurante Mimosa de la calle Salud, a pocas casas de Flor de Loto, entre risotto, pizzas y espaguetis, los canelones con camarones son solo el pretexto para el postre; una natilla lezamiana copiada directamente de Paradiso (1966): “Cemí recordaba como días aladinescos cuando al levantarse la Abuela decía: –Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino las que tienen algo de flan, algo de pudín…”

VII
Al sur de la Plaza de la Revolución, bajando por la 10 de Octubre, en una casa de la calle Parraga, dos velas blancas se encienden desde temprano en la mañana. En espera del babalao, el padrino escupe ron sobre los orishas. Cánticos; toque de campanitas. Humo; habano que queda en el cenicero. Al tiempo, otra ronda de ron y de rezos. La mañana se relaja; el tiempo se prepara para la limpieza que, con la ayuda de los santos, reestablece el orden dentro del caos y la unidad en la multiplicidad. La sangre de dos palomas blancas dramatiza la circularidad entre el ser y la naturaleza.

Interferencia libresca; De donde son los cantantes intercepta la realidad:

“Babalao Uno: ¡Santísimo!
Babalao Dos: Vamos a ver.
(Tiran los caracoles sobre una estera.)
Babalao Uno: Que las flores de piedra, que los ojos del mar nos digan.
Babalao Dos: Dice esto: vas a encontrar un blanco de hablar mucho y muy fino. Con él vienen el oro y los manteles. Pero quédate allí. No quieras más. Ten cuidado. Cuida de ofrecer todos los días, de no escandalizar a los dioses. No reniegues. Son como perros, se van si no reconocen la mano del amo.
Babalao Uno: Y piden la flor que gira como ellos.
Y miel de abeja.
Dolores: Serán dadas.
Babalao Uno: Te vienen buenos días. Y detrás una espada.
Dolores: Dios nos libre.
Babalao Uno: Detente a tiempo. No ambiciones. Ofrece. Detente a tiempo.
Dolores: ¿Pero dónde? ¿Cuál es ese tiempo?
Babalao Uno: Eso no lo saben. O no quieren saberlo.
Dolores: No entiendo.
Babalao Uno: Es todo lo que dicen.
Dolores: Después de todo es un sueño. Y éstos, unos caracoles.
Babalao Uno: Sueños son.
Dolores: Y piedras.”

Regreso. En ruta hacia la Avenida Malecón, la realidad se contamina de ficción. Por la 10 de Octubre, en un Lada cargado de escritores y estudiosos de la ciencia ficción cubana —hipérbole; no obstante, intensidad crítica, literatura filosamente angular—, la realidad bascula ante la irrupción inesperada del fotógrafo nuyorican-puertorriqueño, ADAL, cuyos fotomontajes, como Puerto Rican Embassy y Out of Focus Nuyoricans, salpican, desde la conversación, la realidad cubana: en un LADA hablar de ADAL parece un mensaje en clave. Cubanía y puertorriqueñidad: ciencia ficción.

VIII
De La Habana a Gramsci. Entre jubilados, escritores de ciencia ficción y trabajadores —¿un montón de gente?— se habla del nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel, a quien, vox populi, el Poder moldea desde el chiste que hizo el escritor Rafael Almanza, repetido ad infinitum: le dieron a Díaz-Canel el televisor, pero no el mando (“Díaz-Canel: el sobreviviente,” Rebelión, 2018).

Interregno. Desde la “Boutique de Jennifer López” en la calle Obispo se gesta algo que todavía no adquiere su definición. Al otro lado de las transformaciones cubanas, el Puerto Rico posbancarrota (2015), posObama (y el supragobierno de la Junta de Control Fiscal impuesto en 2016), y posMaría (2017), se pregunta absorto: ¿son Cuba y Puerto Rico, como propuso Lola Rodríguez de Tió, “de un pájaro las dos alas” (1881)?

Desde Suramérica, Leonardo Boff comenta sobre “La crisis brasileña a la luz de la teoría del caos”: “El caos nunca es sólo caótico. Es generador de nuevo orden. El universo se originó de un tremendo caos inicial (la gran explosión). La evolución se hizo y se hace para colocar orden en este caos. Debemos imitar el universo y construir un nuevo orden que sea inclusivo de todos, a partir de los últimos” (Rebelión, 2018).

Vórtice. De La Habana a Gramsci: lo viejo todavía no se transforma en lo nuevo.

Más artículos del autor
* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua castellana, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos

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