El Autorretrato de Palencia un siglo después
Arturo del Villar*. LQS. Febrero 2020
No se retrató como pintor, deseaba aparecer modestamente, vestido con la blusa habitual de los campesinos… su Autorretrato, del que se sentía orgulloso, tanto como para titularlo, firmarlo y fecharlo
Al cumplirse 40 años de la muerte de Benjamín Palencia, acaecida en Madrid el 16 de enero de 1980, repaso las conversaciones que mantuvimos en sus últimos años de vida, y reviso el Autorretrato que se pintó en 1920, hace, pues, un siglo, expuesto ahora en el Centro de Arte Reina Sofía. Mi relación con él vino a causa de nuestra común admiración por Juan Ramón Jiménez. Yo estaba editando obras suyas anotadas, y él fue uno de sus amigos no digo más íntimos, porque Palencia le trató siempre con mucho respeto distanciador, pero sin duda más fieles.
Debido a esa común devoción por el poeta surgió la oportunidad de que colaborásemos en una edición proyectada de gran lujo que su muerte impidió concretar. Yo publiqué en 1975 un libro inédito hasta entonces de Juan Ramón, Crítica paralela, con prólogo y abundancia de notas, del que le di un ejemplar, y a cambio él me regaló el dibujo en color de una niña sentada en una silla de enea, con un racimo de uvas en su mano derecha. La niña queda retratada en rojo, y el fondo es azul, de manera que el conjunto resulta muy colorista. La dedicatoria es muy halagadora para mí.
La visita a su estudio estuvo motivada por un proyecto de edición ideado por Espasa-Calpe: una impresión más de Platero y yo, pero con el aliciente distintivo de que en las páginas opuestas al texto figuraría una ilustración en cuatricromía de Palencia. Mi colaboración iba a consistir en escribir un prólogo que relacionase las respectivas obras, por deseo de Francisco Hernández-Pinzón, sobrino y representante legal de los herederos de Juan Ramón, con quien empecé entonces a mantener una fructífera amistad.
Un proyecto quebrado
Naturalmente, hablamos mucho de Juan Ramón cada vez que nos encontramos, aunque debo confesar que no me contó nada especialmente nuevo sobre lo que ya conocía por testimonios de otros contemporáneos. Sentía un admirativo respeto por él, motivado seguramente por la gran acogida que le dispensó el poeta cuando Palencia era un aprendiz de artista, además de las consideraciones debidas a sus escritos. Su libro predilecto era Platero y yo, para el que hizo muchos dibujos por su gusto, ya que se identificaba plenamente con sus textos. El pueblerino manchego se insertaba con toda comodidad en el pueblo andaluz tan lírica y exactamente descrito en esas páginas.
Espasa-Calpe deseaba hacer una edición de gran lujo, con la que rendir homenaje al autor que llevaba en su catálogo desde 1922, y con sus dos obras más universales, Platero y yo y la Segunda Antolojía poética, de las que había impreso millares de ejemplares con su sello en España y Argentina. Por ese motivo acudí varias tardes al estudio de Palencia, y le escuché sus evocaciones y sus ideas estéticas. Pero no era un buen conversador, al menos en esa época. Alguna vez estuvo presente también un representante de la editorial, y empezamos a elegir dibujos entre los que ya tenía hechos, que eran incontables, y se comprometió a hacer otros nuevos para completar el proyecto. Fue pasando el tiempo y al final no pudo realizarse el plan, porque lo cortó la muerte del artista, y después fue imposible ponerse de acuerdo con los herederos.
Como una compensación de ese propósito fracasado, en 1981, el año en que conmemoramos el centenario del nacimiento del poeta, Ediciones Nauta publicó en Barcelona Platero y yo, con un prólogo mío y con ilustraciones de Palencia, aunque en blanco y negro y no muy abundantes; además, se añadió un comentario breve de Antonio Manuel Campoy, titulado “Benjamín Palencia, íntimo”, ya impreso anteriormente. Es una humilde secuela de aquella edición imaginada como libro de arte lujoso.
Figuras y paisajes
Este preámbulo me sirve para acercarme al Autorretrato que lleva un siglo mirándonos. A Palencia se le considera habitualmente un maestro del paisajismo, uno de los integrantes de la conocida como escuela de Vallecas, y es cierto, pero los retratos tienen mucha importancia en el conjunto de su obra. Le gustaba experimentar sobre temas dispares, y hasta se acercó a las vanguardias entonces de plena actualidad. Los retratos le facilitaban una incursión en el realismo paralelo al que seguía en la copia de los paisajes, y complementaban su estética todavía incipiente.
En 1916, a sus 22 años, presentó dos óleos al Salón de Otoño de Madrid: Homenaje a Larra, muy tenebrista, y Cabeza de mártir, la de Juan el Bautista colocada en una fuente, muy tétrica. Obtuvo una mención de honor, lo que no era mal comienzo, pero a juzgar por ellas no podía adivinarse la derivación de su paleta pictórica. En sus inicios artísticos le interesaron los modelos jóvenes y musculosos, que le permitían estudiar detalladamente su anatomía. Así, en 1917 retrató a uno de ellos desnudo, como El atleta, y vestido de corto con medias, como El futbolista. Al mismo tiempo se iniciaba en la reproducción de paisajes, que iban a ser su tema predilecto. Los veranos los pasaba en el País Vasco, por lo que su paleta disponía sobre todo de una variada gama de verdes, azules y ocres.
Los paisajes vascos de 1918 derivan del impresionismo, porque dan más valor a la luz que a las formas. En el discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, el 2 de junio de 1974, reconoció la preponderancia del impresionismo en su evolución estética, y la importancia de ese movimiento en la renovación de sus ideas estéticas, tanto como para afirmar que “El Impresionismo es el que más me ha influido y me ha llevado a la Naturaleza.” En los tanteos iniciales de su trabajo estético no se limitó a seguir una tendencia definida, sino que pareció querer probar variados estilos, para tener conocimiento de ellos, superarlos y olvidarlos después, y así conseguir expresarse con originalidad.
Trabajadores con poca luz
Le preocupó mucho la figura humana, a la que en esos años presentaba como único referente del lienzo, es decir, sin añadiduras llamativas en los fondos. Podrían definirse como figuras sin paisajes, dando vuelta a la habitual clasificación de los cuadros con personajes desconocidos, a los que se rotula como paisajes con figuras. Esto es llamativo, porque al mismo tiempo estaba ya trasladando a los lienzos paisajes urbanos y campestres. Se diría que en esos momentos no deseaba mezclar dos temáticas, sino que cada una tuviera un solo valor en sí misma.
Pasó por una etapa en la que se ocupó de reproducir el trabajo de los artesanos. De 1919 son El grabador y El encuadernador, pruebas de su interés por los oficios próximos al arte. Las figuras ofrecen unas actitudes concentradas en el trabajo, con los ojos fijos en los materiales que manipulan, y por eso mismo sus manos quedan en primer plano, como protagonistas del ambiente descrito. Ambientados los dos cuadros en interiores, las batas azuladas son la nota discreta de colorido, ya que el tono general es apagado. Los obreros tienen puesta su atención resignada en el trabajo manual que constituye su vida, sin otras perspectivas de superar la situación en que se encuentran. Sus biografías se resumen en esas escenas cotidianas repetitivas. Comprobamos que el pintor se identifica con los modelos.
Se diría que constituyen un precedente del realismo social que se iba a imponer enseguida en la Unión Soviética, y desde allí interesar a otros artistas. Para él, nacido y criado en Barrax (Albacete), hijo de campesinos humildes, de muy reducida cultura, los trabajadores significaban la escenificación de la realidad social. Conocía bien la empobrecida situación de los obreros del campo, y se sabía un afortunado porque consiguió interesar a un adinerado protector que le facilitó el traslado a Madrid a sus 15 años, para practicar su afición y prosperar en la escala social, evadiéndose así de la que le correspondía por su familia.
El Autorretrato centenario
Después hizo su Autorretrato, del que se sentía orgulloso, tanto como para titularlo, firmarlo y fecharlo en el ángulo superior izquierdo, muy visible para el espectador, algo inusual en la pintura. Lo primero que nos sorprende es que no se retrató como pintor. Pensamos en los autorretratos de otros artistas, y comprobamos que se presentan ante la posteridad en el ejercicio de su arte, con paleta y pinceles. No lo hizo Palencia, lo que puede indicar tal vez que deseaba aparecer modestamente, vestido con la blusa habitual de los campesinos, lo que en el fondo era.
Su aspecto es de firmeza, de saber lo que pretende conseguir con la materia utilizada. Desea ser un artista, aunque se halla en los comienzos de su trabajo, pero tiene ya 26 años, y debe aprovechar el tiempo, supliendo las carencias culturales de su pobre educación con el trato de personas, artistas y escritores, que le permiten entrar en un mundo consagrado a la estética. Fue entonces cuando conoció a Juan Ramón, tan aficionado a su arte que le trazó uno de sus exactos retratos líricos en Españoles de tres mundos, publicado en 1942, cuando la ideología política les había separado tanto como la geografía.
Otro aspecto sorprendente en este óleo es la parquedad colorista, en quien iba a ser considerado muy justamente un gran paisajista. Aquí resalta el blanco de la camisa campesina, con unas arrugas subrayadas con matices azulados. El fondo es frío, asimismo con unas simples manchas azulencas y amarillas. Podíamos esperar de quien iba a ser uno de los grandes paisajistas del siglo, que aprovechara ese amplio fondo para plasmar allí un paisaje, tal como hacían otros pintores en esa época, y como se ha hecho siempre en la historia del arte. No quiso restarle protagonismo a la figura, al parecer, y prefirió contrastarla con unas simples manchas. Las únicas notas de cierto color, igualmente apagado, las ponen el abundante pelo rubio y el suave rojo de los labios. Suficiente para crear una obra maestra.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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