Elias Canetti: la conciencia de las palabras
Borges señaló que los clásicos presuponen “un previo fervor y una misteriosa lealtad”, pero Reich-Ranicki objetó que ningún libro debe disfrutar de la consideración de “monumento protegido”. No hay ningún autor sin páginas banales o prescindibles. Canetti no es una excepción, pero incluso cuando nos importuna o desagrada, advertimos su capacidad de seducir, con una prosa donde se advierte “la respiración” de los grandes creadores. El quinto y último volumen de las Obras Completas de Elias Canetti (Rutschuk, Bulgaria, 1905-Zúrich, 1994) incluye su teatro, una colección de ensayos agrupados bajo el título La conciencia de las palabras, artículos, discursos, una docena de entrevistas y un extenso aparato de notas. Al igual que en las entregas anteriores, Juan José del Solar ha realizado un trabajo meticuloso y de enorme rigor. El lector español podrá acceder por primera vez a textos que hasta ahora no se habían traducido. Ninguna traducción es definitiva, pero indudablemente nos encontramos ante una edición difícilmente superable, que servirá de referencia ineludible durante mucho tiempo.
Las casi mil páginas de esta miscelánea nos proporcionan una perspectiva completa del universo de Elias Canetti, con sus aciertos e insuficiencias. Canetti es profundo, incisivo, tenaz. Sus reflexiones reflejan un enorme caudal de lecturas, con una especial predilección por lo mitológico y etnográfico, pero no obedecen a ningún propósito sistemático o metodológico. Su interpretación de la política y la historia responde a un minucioso y personalísimo estudio sobre la lógica poder y el papel de las masas, los dos polos de una trama donde la muerte no es lo ocasional, sino el “hecho primero y más antiguo”. Canetti no actúa como un científico, sino como un literato con grandes intuiciones y raptos visionarios. Sus conclusiones son originales, brillantes y discutibles. Son el fruto de una subjetividad radical, que percibe una indisoluble connivencia entre la muerte y la voluntad de poder. El verdadero sentido del poder “es el deseo intenso de sobrevivir a grandes masas de hombres”. Ese deseo contiene la semilla de su propia destrucción, pues el tirano siempre aspira a ser “el último hombre”, el superviviente de una orgía de violencia donde cada muerte contribuye al incremento de su poder. En las islas Fidji, el poder se mide por la cantidad de enemigos abatidos. En la era de la bomba atómica, el poder nos sitúa al borde de la extinción de la vida humana, pues “el último hombre” ya no es un testigo, sino el umbral de un absoluto negativo. Canetti esgrime el razonamiento de su admirado Karl Kraus: “las guerras son absurdas tanto para los vencedores como para los vencidos”. Su “irrevocable proscripción sólo es una cuestión de tiempo”. Sin embargo, Canetti admite que Kraus le enseñó que “los hombres se hablan unos a otros, pero no se entienden”. Si eso es así, el nihilismo se perfila como un argumento mucho más convincente que un pacifismo de corte racional, historicista o humanista.
Canetti nunca produce indiferencia. Sentencioso, áspero y egocéntrico, su teatro refleja la contienda de un yo desmesurado contra un mundo grotesco y cruel. Sería inútil buscar un ápice de indulgencia hacia las debilidades humanas. Su breve obra teatral (La boda, 1932; Comedia de la vanidad, 1933 y Los emplazados, 1952) combina el fatalismo de la tragedia griega con la fiereza del teatro de la crueldad. Influida por la pieza homónima de Bertolt Brecht, La boda es una despiadada comedia ambientada en un edificio de inquilinos de la pequeña burguesía vienesa. La ambición de los personajes, que carecen de cualquier escrúpulo moral, desemboca en una hecatombe. El hundimiento del edificio prefigura los escenarios de destrucción de la Segunda Guerra Mundial, donde los diferentes totalitarismos transformarán las masas en su principal recurso simbólico y político. En su breve ensayo sobre las Memorias de Albert Speer, Canetti señala que Hitler siempre pensó en términos de masa: los millones de muertos de la Gran Guerra como capital histórico; las concentraciones multitudinarias como referencia absoluta de un espacio arquitectónico “abierto y en crecimiento”; la Shoah como evidencia de un poder ilimitado; la inmolación del pueblo alemán como la expiación de un fracaso. Su visión del género humano contrasta con la del doctor Hachiya, que en su Diario de Hiroshima prodiga ternura y responsabilidad, negándose a despersonalizar a las víctimas. “Piensa en ellos como personas –observa Canetti-. […] Cada persona que haya vivido tiene importancia ante sus ojos”. La ética empieza donde acaba la masa. El hombre-masa no es el hombre común que se rebela contra las élites, sino el hombre instrumentalizado por el poder hasta el extremo de aniquilar su libertad e identidad.
Canetti no es un reformador ni un revolucionario. Sólo se reconoce como escritor y el escritor “nunca llega hasta el final con nada; siempre lo inquieta la misma cosa, de principio a fin. Siempre le da vueltas, la parafrasea, la recorre a pasos diferentes. Nunca la agota, y tampoco la hubiera agotado de vivir el doble”. En el “Diálogo con el interlocutor cruel”, Canetti enumera sus obsesiones: “el progreso, el retroceso, la duda, el desasosiego, la embriaguez, […], el enigma de la metamorfosis, […], todos los dramas y mitos que aún son de verdad”, la lucha por la vida, la naturaleza del bien, Dios y, sobre todo, la muerte, “con su falso brillo y fascinación”. Sin pudor, incluye en su lista “el orgullo”, una pasión que admite idolatrar y “los celos, mi forma lúdica y privada del poder”. Aunque en otro lugar cita a Confucio y su pretensión de ejemplaridad, Canetti no pretende ser la conciencia del mundo. Su preocupación esencial son las palabras o, más exactamente, “el ahondar de la palabra en busca de su responsabilidad”. El escritor trafica con las palabras. En cierto sentido, es un “malhechor de las palabras, [pero] comete sus fechorías por amor”. Su deseo de “vivir experiencias ajenas desde dentro” surge de su capacidad para la metamorfosis y su disposición a escuchar. No se trata de una tarea científica, sino de un procedimiento de apertura y absorción que implica un desorden necesario. “El escritor está más próximo al mundo si lleva en su interior un caos”. La escritura alcanza su meta cuando surge el mito, con su carga de universalidad y misericordia. En ese momento, el yo y el nosotros convergen, rescatando a la humanidad de los brazos de la muerte. Es una victoria efímera, pero que constituye la única excelencia posible.
Canetti no es un escritor conformista o desesperanzado. De hecho, su literatura nace de una rebelión fáustica contra la muerte: “Para mí, la vida empieza por no querer saber nada de la muerte; por no darle cabida”, afirma en su entrevista con Uwe Schweikert. “No basta con pretender aplazarla, hay que decir, sencillamente, que es una injusticia y no debería existir”. La muerte no se olvidó de Canetti, pero su literatura ha perdurado como una poderosa síntesis del poder evocador de la memoria, la inmediatez del presente y la ansiedad ante el porvenir. Son las virtudes que aparecen sucesivamente en Proust, Joyce y Kafka. Al comentar la obra de Hermann Broch, Canetti afirmó que “su vicio era la respiración”, una forma de apropiarse del mundo que pretende explorarlo y explicarlo como totalidad. No es una mala forma de describir su propia obra. Su literatura nunca ocultó su enorme ambición. Tal vez por eso siempre se percibió a sí misma como un proyecto inacabado. Esa insatisfacción sólo es una prueba más de su grandeza.