José Sacristán: “Estar vivo después de tantos años en el oficio produce una gran satisfacción”
José Sacristán (Chinchón, Madrid, 1937) abandonó su profesión de tornero para dedicarse al teatro, convirtiéndose en uno de los más famosos intérpretes de la escena española. Con más de 80 películas en su haber, ha ganado diversos premios, entre ellos la Concha de Plata en el Zinemaldia de 1978 por su actuación en «Flor de Otoño» de Pedro Olea.
A sus 76 años, José Sacristán vive una segunda juventud. Ganador del Goya al mejor actor los directores más jóvenes y audaces se lo rifan. Entre rodaje y rodaje sigue de gira con «Yo soy Don Quijote de la Mancha»
Según Luis Bermejo, director del montaje, en esta época de desencanto social, de pérdida de valores y de injusticias, invocar al Quijote resulta más acertado que nunca.
Rescatar a este personaje siempre es un acierto. Cuando Cervantes crea a esta criatura pone en evidencia un contexto social caracterizado por una profunda crisis de valores que es contra la que Don Quijote se rebela. Lo dramático es que, con el paso de los siglos, no parece que hayamos hecho mucho por enmendar dicha situación.
No es la primera vez que incorpora al ingenioso hidalgo y no sé hasta qué punto esa experiencia acumulada le ha procurado una relación de identificación especial con el personaje.
Bueno, la anterior ocasión en la que me puse la máscara del Quijote fue en «El hombre de La Mancha», un montaje maravilloso pero que no dejaba de ser un musical y que, como tal, me obligó a trabajar en un registro muy diferente al que manejamos en esta obra. Mi aproximación al personaje es anterior a ser actor. Comenzó de crío, gracias a las enseñanzas de dos maestros republicanos represaliados que no podían ejercer como tales y que en su casa de la calle Príncipe de Vergara, en aquél entonces General Mola, tenían una especie de aulario. Allí, antes de iniciar las clases, en vez de rezar el Padre Nuestro o el Ave María nos leían pasajes del Quijote. Con el paso de los años fui asumiendo esa identificación con Don Quijote, en el sentido de que, como él, siempre he sido alguien que se ha rebelado contra su destino en la conquista de un sueño, en mi caso el de ser actor. Pero también me identifico con Sancho Panza en un cierto pragmatismo ligado a mis orígenes campesinos, de los que jamás he renegado.
En general, ¿cree que tenemos más de Sancho o de Quijote?
Son personajes complementarios, no antagónicos, como tal creo que ambos nos definen. Últimamente he escuchado con bastante asiduidad afirmar que a nuestros dirigentes les haría falta ser más Quijotes y menos Sanchos, pero, ¡ojo!, porque un político no puede confundir molinos con gigantes. Es necesario mantener un cierto apego a la realidad sin renunciar, eso sí, a las aspiraciones nobles que conlleva batirse por unos ideales. En la sociedad actual, sin embargo, ni la nobleza de Sancho ni la hidalguía de Don Quijote parecen manifestarse en un sentido pleno. Somos un poco más ramplones, por un lado y un poco más estúpidos por otro.
¿Desde qué punto de vista se han aproximado al personaje en esta obra?
«Yo soy Don Quijote de La Mancha» apunta, fundamentalmente, a rescatar la figura del hombre que no se para a considerar el alcance real de los peligros a los que se expone con tal de defender unos principios y unos ideales, todo ello planteado como un juego metateatral. En este sentido resulta muy interesante el modo en que José Ramón Fernández, el autor, plantea el personaje de Sanchica, la hija de Sancho, y de la actriz que la interpreta recogiendo el testigo del pensamiento de Don Quijote, un pensamiento que es ajeno a toda locura y donde lo que más pesa es el amor por el prójimo y el deseo de justicia social.
Aproximarse a un personaje sobre el que cada quien tiene su propia visión y ha sido interpretado por primeras figuras (Fernando Rey, Fernán Gómez, etc.) también impone lo suyo.
En la misma naturaleza de la propuesta ya se establece el modo en que debemos acercarnos a estos personajes, que no es otro que desde nuestra propia individualidad. Yo interpreto a Pepe Sacristán interpretando al Quijote y para que le quede clara al espectador la esencia de este juego me maquillo y me caracterizo delante sobre el escenario a la vista de todos. Además, la representación se interrumpe periódicamente para establecer una interlocución con el público. No estamos, por lo tanto, sujetos a la disciplina de un trabajo de composición propiamente dicho.
Usted siempre ha dicho que de un tiempo a esta parte se siente más cómodo en el teatro que en el cine porque le ofrecen mejores papeles.
Yo no soy de establecer jerarquías como hacen otros compañeros para los que el teatro resulta el hábitat natural del actor, a mí el cine me gusta, y mucho. Ocurre que yo me siento más cómodo con buenos personajes y últimamente éstos se daban más en el teatro, que como medio lo que sí es verdad es que te permite una mayor autonomía creativa porque la cámara de cine te somete a un rigor incuestionable, a la cámara es imposible engañarla.
A sus 76 años ha protagonizado una reentre espectacular en el mundo del cine.
Son ya más de cincuenta años en este negocio en el que he tenido la suerte de contar con referentes tan ilustres como mi maestro Fernando Fernán Gómez, Adolfo Marsillach o Alberto Closas, y si algo aprendí de ellos es que esta profesión funciona por rachas. Cuando vienen mal dadas lo importante es estar entrenado y tener cintura suficiente para no perder el equilibrio. Afortunadamente, desde que empecé en esto, a mí nunca me ha faltado trabajo, incluso de un tiempo a esta parte me puedo permitir el lujo de elegir los proyectos. Ahora gracias a David Trueba y a Javier Rebollo, otros directores, pertenecientes a una nueva generación de cineastas han comenzado a fijarse en mí y a mandarme propuestas y les estoy infinitamente agradecido. A veces me gustaría que este oficio mío me absorbiera menos de lo que lo hace, ya tengo una edad como para pensar en pasar largas temporadas en casa dedicándome a ver películas o a escuchar música, pero no puedo, interpretar es un juego que me puede, que me hace infinitamente feliz.
Los últimos proyectos cinematográficos en los que se ha embarcado es que están dirigidos por gente joven ¿qué tal la comunicación intergeneracional?
Eso deberías preguntárselo a ellos (risas). La sensación que tengo es que se lo pasan muy bien conmigo y que no me tienen que esperar sino que yo acudo a donde ellos quieren. Estar vivo y coleando después de tantos años en este oficio, produce una gran satisfacción.
Además se trata de proyectos muy radicales.
Sí, son películas muy arriesgadas, desde el punto de vista artístico pero también financiero. Ahora mismo he terminado el rodaje de «Magical Girl» de Carlos Vermut y «Murieron por encima de sus posibilidades» de Isaki Lacuesta, ésta última la hemos rodado en régimen de cooperativa. Este negocio ha cambiado tanto desde que yo empecé que, en la medida de mis posibilidades, me siento obligado a apoyar a esta nueva generación de cineastas, que tiene cosas qué decir pero que lo tiene muy jodido para decirlas. Mi primera película fue «La familia y uno más», una producción de Pedro Masó. Al terminarla me presentaron un contrato para otras cuatro películas, todas ellas ya con título y fechas de rodaje previstas. Cuando hablo de ello con directores que recién empiezan, les parece ciencia ficción.
Le noto un punto de melancolía. Usted, que fue el rostro cinematográfico de la Transición, ¿cómo encaja el devenir político habido desde entonces?
Pues con mucha pena que decía mi abuela. Sería ingenuo pensar que la responsabilidad exclusiva de lo que está pasando le corresponde a la clase política, al fin y al cabo somos nosotros los que les votamos, jaleamos y aplaudimos. El problema es más de fondo y se da cuando la ciudadanía asume como propios ciertos valores como la chapuza, la corruptela, el mirar para otro lado… etc. Estamos en un momento donde lo que toca es hacer un análisis crítico que nos lleve a asumir porqué estamos donde estamos y ver la manera de recuperar esa autoridad moral que, en tiempos, guio la acción de la izquierda y cuyo extravío nos ha conducido al descalabro más absoluto.
¿Esa regeneración solo tiene que venir desde la izquierda?
Es que a la derecha le tocan los cojones los principios morales, siempre han actuado con total impunidad, lo mismo destruyendo servicios públicos que discos duros. Sin embargo, la izquierda cuando pierde el depósito moral que, históricamente, ha nutrido su discurso, se queda en pelota picada: sin autoridad, sin estrategia y sin política. De ahí su incapacidad actual para revertir una situación donde los abusos por parte de los poderosos son cada vez más flagrantes.
* Publicado en el diario GARA