Juan Rulfo, hacedor de soledades y sueños
Carlos Olalla*. LQSomos. Mayo 2017
Se cumplen cien años (1) que nació en un pueblo tan pequeño que no aparecía ni en los mapas. Su abuelo lo había construido, era un hacendado. Cuando él tenía cuatro años una revolución se lo llevó todo, incluso a su padre y a su abuelo. Poco después, la muerte también se llevó a su madre. Tras vivir unos años con la única persona que le quedaba en el mundo, su abuela, ingresa en un internado donde aprendió lo que es la tristeza. No tardó en darse cuenta de que la soledad iba a ser su compañera en la vida, y aprendió a amarla. Creó su propio mundo, un mundo donde la imaginación se apoderó de todo y de todos. Y lo hizo con una pluma, una máquina de fotos y todas esas ausencias que le acompañaron siempre. Un pequeño libro de relatos (El llano en llamas) y una novela corta (Pedro Páramo), que cuando aparecieron tuvo que regalar a sus amigos porque no había quien los comprara, le han encumbrado, pasado el tiempo, a ser uno de los escritores más admirados y reconocidos de la historia de la literatura universal. Su nombre era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Todos le conocemos por Juan Rulfo.
“He aprendido a vivir con la soledad, mi gran amor” reconoció en una de las escasísimas entrevistas que concedió en vida (2). Celoso de su intimidad, tímido, tremendamente retraído, Juan Rulfo siempre huyó de halagos y oropeles para refugiarse en su mundo interior, un mundo que su imaginación hacía renacer cada día. Siempre tuvo claro que describir la realidad, contarla, era el papel de los medios de comunicación y que el del escritor era imaginarla. Por esos sus relatos nunca parten de la realidad y sus personajes no tienen rostro, no tienen nada de especial, son todos esos tú y yo que corren por el mundo. Tampoco los paisajes que describe son reales, así que no los busques, jamás los encontrarás más allá de tu imaginación. Leer a Rulfo es aceptar su invitación a adentrarnos en su universo particular, un universo lleno de magia y poesía donde los muertos conviven con los vivos, donde espacio o tiempo carecen de valor, donde solo la visión poética de la realidad tiene sentido. En su obra refleja a personas aparentemente tranquilas y pacíficas, de esas con las que podemos cruzarnos a diario, personas que también llevan en su interior y a punto de explotar toda la violencia que podamos imaginar, como la que llevan muchas de las personas con las que, también, nos cruzamos a diario. Sus paisajes son áridos y desérticos; sus personajes, forjados en esas inhóspitas tierras, también son secos, parcos en palabras. Y es a través de esos paisajes y de esos personajes desde donde Rulfo hace hablar al silencio, a la poesía y al milagro que es estar vivo.
A lo largo de su vida desempeñó los oficios más variados: recaudador de impuestos, agente de inmigración, publicista y luego comercial de una fábrica de neumáticos… Durante su etapa como agente de inmigración, que le permitió comer diez años, se dedicaba a perseguir a personas ilegales. No sin que se le escapara una de sus contadas sonrisas, reconoció alguna vez que logró no detener a ni una sola de esas personas en aquellos diez años. Estudió, como tantos en su época, contabilidad para poder dedicarse a estudiar cosas que le interesaban más, como la literatura. En 1940 escribió su primera novela, una novela que él no dudó en destruir porque, según confesó en más de una ocasión, era realmente mala y pretenciosa. Un par de años después publicó su primer relato (La vida no es muy seria en sus cosas), al que siguieron otros más hasta que, en 1953, aparece “El llano en llamas”, su primer libro de relatos. Fueron muy pocos los ejemplares que vendió y prácticamente tuvo que regalarlos todos a conocidos y amigos. Pero no se desanimó y siguió escribiendo. Y el tiempo le dio la razón: hoy sus libros se han traducido a más de cincuenta lenguas y se venden por millones en todo el mundo.
El destino quiso que le dieran una beca de dos años para poder escribir su primera novela (Pedro Páramo). La escribió en solo cuatro meses. Había estado escribiéndola en su cabeza toda su vida. Como él mismo reconoce, no es una novela fácil, es de las que hay que leer tres veces para empezar a entenderla. Con ella rompió todos los moldes al crear una estructura donde espacio o tiempo carecían de valor, la única estructura donde podían cohabitar los vivos con los muertos y sus fantasmas, que eran capaces de perder de nuevo la vida para volver a recobrarla poco después. Hacer eso en 1954 era realmente muy rompedor. “Está escrita de forma que parece no tener estructura, pero su base es, precisamente, su estructura”.
Y si en el mundo literario Rulfo fue capaz de crear su propio universo, también lo hizo con la que fue otra de sus grandes pasiones: la fotografía. Enamorado del poder evocador del blanco y negro, sus fotografías reflejan el silencio en el que vive el ser humano de su época. Centradas en el mundo rural, en esos blancos con los que los campesinos cubren su piel y su soledad, cada uno de sus paisajes o de sus retratos nos transporta a un mundo aparentemente lejano pero que nos es muy familiar. En esos rostros que parecen estar a punto de hablar, en el sinsentido de los objetos que les rodean, en la aridez de los paisajes que Rulfo pone ante nuestros ojos, no podemos dejar de ver la irremisible sensación de aislamiento que experimentamos al vivir en un mundo agreste que no comprendemos ni nos comprende.
La obra de Rulfo es una sincera invitación a vivir la vida, a devorar cada instante que tenemos, cada segundo que nos queda. Su mirada profundamente poética queda reflejada en su fotografía y en esas dos pequeñas obras universales que salpicó con frases que nos definen el milagro de estar vivo como pocas veces lo han hecho: “Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace…No tenía ganas de nada. Solo de vivir… ¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me ha hecho vivir más de lo debido”
Notas:
1.- Jalisco, 16 de mayo de 1917 – Ciudad de México, 7 de enero de 1986
2.- “No puedo escribir sobre lo que veo”
– Juan Rulfo, web oficial