La asimilación de Dickens
Me gustaría hablar bien de Charles Dickens con ocasión del centenario de su muerte; el mundo literario se une para rendirle honores por formar parte de la media docena de genios más famosos de nuestro gran legado poético, dramatúrgico y novelístico. Tener que dirigirme a ustedes esta noche para acusar a tan inmortal figura de… la palabra se me atraganta, pero es necesario pronunciarla… de vampirismo me resulta repulsivo y desagradable, pero no me queda otro remedio, puesto que Dickens ha proyectado esta aborrecible sombra sobre el jardín de Massey College.
Esto fue lo que sucedió:
Era la mejor de las épocas, era la peor de las épocas, era la edad de la sabiduría, era la edad de la locura, eran tiempos de credulidad, eran tiempos de incredulidad… (1) En pocas palabras, era principios del trimestre de otoño del año 1969. Recibí al grupo de nuevos profesores ayudantes de cátedra y, entre los aproximadamente treinta y cinco que eran, algunos me llamaron la atención inmediatamente… pero lo que voy a relatar no se refiere a ninguno de ellos. No, porque Tubfast Weatherwax III (2) no poseía ninguna cualidad que despertara interés o lo mereciera. Era un joven anodino que no destacaba físicamente por nada en particular, yo conocía su historial, pues el Consejo de Selección de la Facultad lo había examinado a fondo. Venía de Harvard, era un joven estadounidense, de alta cuna, como lo indicaba claramente el ordinal unido a su nombre. Sabíamos que su madre era una Winesap de Boston. Sin embargo, el joven Weatherwax llevaba con sencillez e incluso con modestia lo que por cortesía suponíamos que era (en sentido republicano) un linaje noble.
Estudiaba Literatura Inglesa y deseaba doctorarse. Cuando, con toda naturalidad, le pregunté si ya había elegido tema, me contestó que tal vez hiciera algo sobre Dickens, si es que encontraba algo nuevo. Su actitud me pareció un tanto falta de energía, pero les aseguro que es bastante común entre los licenciados en Lengua y Literatura Inglesa; con la intención de insuflarle ánimo, le dije que estaba convencido de que si Dickens llegaba a apoderarse de él, él se entregaría al tema por completo.
¡Ay, profecía fatídica! ¡Así me hubiera mordido la lengua! Pero no: yo, igual que el pobre Tubfast Weatherwax , no era más que un peón de uno de esos juegos… no de azar, sino del destino, en los que la fatalidad juega con nosotros para que no nos crezcamos creyendo que tenemos libre albedrío.
Tardé unas semanas en volver a verlo, hasta el día en que vino a consultarme sobre la faceta dramatúrgica de Dickens. Soy uno de los pocos de esta universidad que se ha tomado la molestia de leer las obras teatrales de Charles Dickens y relacionarlas con el resto de su obra literaria; por tanto, era normal que acudiera a mí. Weatherwax no sabía nada del teatro del XIX y le dije que no era probable que el teatro de Dickens fuera materia apropiada para una tesis satisfactoria, a menos que se tratara de un especialista entusiasta.
– Y usted, señor Weatherwax –añadí-, no me pareció muy entusiasmado con Dickens la última vez que hablamos.
La expresión le cambió, indudablemente iluminada por el entusiasmo.
– ¡Ah, pero eso ya es historia! –dijo-. Ha sucedido lo que predijo usted: ¡tengo la sensación de que Dickens se ha apoderado de mí verdaderamente!
Lo miré con más atención. Había cambiado respecto al día en que lo conocí. Su estilo en el vestir, que antes consistía en el típico desaliño elegante de los hombres de Harvard (pantalones de pana convenientemente gastados, camisa arrugada pero impoluta, corbata, en vez de cinturón, muy baja y apretada a las caderas) consistía ahora en pantalones a rayas ajustadísimos, chaqueta muy ceñida a la cintura, con faldones amplios, y, alrededor del cuello, lo que hace ciento cincuenta años se denominaba “pañuelo belcher). Y… ¿me equivocaba y la sombra que se le apreciaba en las mejillas no era más que falta de afeitado, que tan de moda se ha puesto, o sería el tímido despuntar de un buen par de patillas? No le dije nada y, en cuanto se fue, no volví a pensar en el asunto.
Es decir, no volví a pensar en ello hasta el Baile de Navidad.
Son muchos los aquí presentes que recuerdan el Baile de Navidad de 1969. Fue algo encantador y, como de costumbre, los trajes de los hombres de la residencia, así como los de sus invitados, eran una representación completa de la elegancia universitaria moderna. Yo, por ejemplo, siempre me visto de etiqueta en esas ocasiones; es lo que se espera de mí; ¿de qué sirve una figura institucional si no se viste acorde a su rango? En cierto modo, fue un oprobio para mí ver que alguien me superaba en formalidad, y que ese alguien fuera nada menos que Tubfast Weatherwax III. Sin embargo, ¿era el último grito en moda, o se trataba algo semejante a un disfraz? El frac de color verde botella, muy ajustado a la cintura y con cola muy puntiaguda, con las solapas de terciopelo muy altas y bajando pronunciadamente hasta los hombros; el chaleco granate de terciopelo, cargado de cadenas de reloj y leontinas con sellos colgando; la camisa con volantes increíbles y la altísima pechera almidonada que casi le llegaba hasta la boca; los pantalones que parecían una segunda piel y… ¿era posible? ¡Sí, lo era! ¡Unos zapatos de gala lustrosos, impolutos! Era la moda de 1836 llevada a la perfección. De pronto me vino a la cabeza: 1836, la fecha de la primera edición de Los papeles póstumos del club Pickwick. Y el pelo: ¡unos rizos magníficos amontonados en la cabeza! Y las patillas, encerrando exquisitamente, como un paréntesis, la frase subordinada que era su rostro inocente. Sí, no cabía la menor duda: Tubfast Weatherwax III había logrado parecerse al famoso retrato del joven Dickens que había hecho Daniel Maclise.
¡Pero su acompañante! No, ella no era neovictoriana. Al principio me pareció que llevaba el torso completamente desnudo, pero no era eso exactamente. Sujetador no llevaba, eso sí, y se movía como las olas del mar. En cuanto a su minifalda, era una minissima, no, una parvula. ¡Una muchacha verdaderamente despampanante!
– Permítanme que les presente a la señorita Angelica Crumhorn –dijo Weatherwax, haciendo una reverencia pomposa a mi señora y a mí-, puedo asegurar que es el ornamento más deslumbrante de los teatros de la localidad. Pero hoy se la he sustraído a las candilejas y a las ovaciones de sus fervorosos admiradores para enaltecer nuestra festividad académica con su belleza y su ingenio. Ven, ángel mío, ¿nos adueñamos de la pista?
– ¡Vaya mierda! –exclamó la señorita Crumhorn-. ¿Dónde está la ginebra?
Yo la conocía. La conocía medio mundo. Tenía mucha fama, eso es cierto, pero no como Angelica Crumhorn, que supongo que sería su verdadero nombre, sino como Puertas Entreabiertas Dulzura, estrella del teatro Victory Burlesque. Era la primera bailarina de un conjunto femenino llamado Teteros Fuera.
Si hay algo que la revolución estudiantil de hace unos pocos años ha dejado más claro que el agua, es, sin duda, que los estudiantes ya no toleran que las instituciones educativas pretendan ponerse un loco parentis; por tanto, los buenos consejos quedan totalmente descartados. Por eso no llamé al joven Weatherwax a mi despacho a la mañana siguiente para decirle que estaba al borde del abismo, aunque sabía que era así. No es que el pobre, en el baile, no tuviera ojos más que para Puertas Entreabiertas Dulzura; en ese aspecto, se comportó sencillamente como todos los demás, porque, al bailar, la señorita Crumhorn hacía una exhibición importante del abrir y cerrar de sus pechos, al estilo acordeón, movimiento que le había valido el sobrenombre profesional de Puertas Entreabiertas. No, lo terrible era que, cuando la miraba, parecía que viera a otra persona: a una jovencita encantadora de la época de la Regencia, toda ella bucles leves, cintas bonitas, conversación modesta pero ingeniosa y actitud de flirteo pero fundamentalmente casta. Vi complicaciones en el futuro de Tubfast Weatherwax, pero me contuve.
Es que, verán, me pareció que quería emular a Charles Dickens; sucede a menudo en la escuela de doctorandos; un joven elige a una figura literaria notable como asunto de investigación, y su objeto de estudio es mucho más vital que él, infinitamente más cargado de vida, de modo que el estudiante empieza a transformarse en el tema de su tesis y adopta el papel de la gran figura literaria hasta que saca el doctorado. Es un caso frecuente que se ve por doquier. No se puede dar un paso en cualquier seminario de posgrado de Literatura Inglesa sin chocar con un feto de Henry James o con un embrión de James Joyce. Proliferan por todas partes las compañías ambulantes de Northrop Frye y las versiones de Hallowe’en de Marshall Mcluhan. Esto no tiene nada que ver con estas eminencias, sino que tiene que ver con la naturaleza teopática de los estudios de posgrado. El aspirante a la perfección académica se sumerge de tal forma en la obra de su dios que inevitablemente se contagia un poco de sus características, al menos de las exteriores. La culpa no la tiene el dios. Ni mucho menos.
“Muy bien –me dije-, son su pan se lo coma este Tubfast Weatherwax III; ha descubierto la primera locura amorosa de Dickens con Maria Beadnell; que se meta ahora en los pantalones de Dickens, a ver qué tal le sientan.”
Lo cual significó un gran sacrificio para mí. Cada vez que me lo encontraba, le decía las palabras de rigor: “Buen día tenga, señor Weatherwax”, y entonces tenía que oírle exclamar: “¡Ah, espléndido, espléndido! ¡El mejor de los días, decano! ¡Viva! ¡Hala! ¡Qué dios nos bendiga a todos!”. O, si tal vez le decía: “Qué día tan regularcillo, ¿verdad, Weatherwax?”, él respondía: “¿Y qué importa, siempre y cuando el fuego del espíritu arda en la vela de la sociabilidad y el ala de la amistad no mude una sola pluma?” (3). A parir de ese momento procuré no encontrarme con Weatherwax. La única respuesta dickensiana que se me ocurría en esos casos era: “¡Bah! ¡Pamplinas!” (4). Pero no me gustaba nada dar disgustos.
Sin embargo, lo veía. Sí, sí; lo veía cruzando el jardín a paso ligero, como un hada, del brazo de esa ramera declarada, Puertas Entreabiertas Dulzura. Y él seguía llamándola Angelica, pobre infeliz, pobre cegato. Deseaba hablar con él, pero mi yo más sabio, que, lamento decirlo, es un espíritu cínico y malhablado al que llamo “el fantasma de la experiencia pasada”, intervenía y se burlaba: “De loco parentis nada, monada”, y entonces yo me contenía.
Incluso la pasada primavera, cuando vino a pedir permiso para casarse con Angelica Crumhorn en la capilla en agosto, me limité a darle el consentimiento formal.
– llenaré la capilla de flores –dijo en tono de rapsoda-, flores para aquella cuyos pensamientos son puros y fragantes como los más hermosos capullos de la tierra.
Me ahorré el comentario de que un ramo de Venus atrapamoscas sería bonito y original.
Preparé el documento pertinente para el Registro de la Facultad, pero agosto llegó y se fue y, como no sucedió nada, puse una nota (“Cancelado”) en el documento y esperé a ver qué ocurría.
El pobre Weatherwax se moría de pena; dejé de esquivarlo y empecé a compadecerme de él. Le pregunté qué tal marchaban los estudios de Dickens. Me invitó a sus habitaciones de la residencia y, cuando fui a verlo, me quedé pasmado al ver que había logrado un ambiente perfectamente victoriano, muy parecido a los salones de un colegio de abogados del siglo XIX. Tenía hasta una jaula (con un jilguero, como no podía ser de otro modo). Los ornamentos más destacables eran un gran busto de Dickens en escayola (muy grande, tanto que lo dominaba todo, sin duda) y una bonita colección completa de las obras de Dickens en veinticinco volúmenes. La reconocí inmediatamente, era la de Nonesuch, una colección muy cara para un estudiante, pero sabía que Weatherwax tenía dinero. El pobre languidecía en un sillón ataviado con un largo batín de terciopelo, el pelo tapándole la cara: el vivo retrato de la tristeza romántica. Fuera prudente o no, decidí que había llegado la hora de hablar.
– ¡Ánimo, señor Weatherwax! –exclamé. ¡Domínese, reúna fuerzas, movilice sus energías, señor!
Empecé a oírme pronunciar esas frases tan poco comunes, pero con el busto de Dickens mirándome directamente desde un estante alto no podía expresarme de otro modo. Así pues, le dije en perfecta prosa victoriana que dejara de hacer el burro, que estaba mejor sin Puertas Entreabiertas Dulzura y que en primer lugar tenía que dejar de intentar ser Charles Dickens.
– ¡Uno puede comerse a su dios! –exclamé, levantando la mano en actitud admonitoria-. ¡Pero no convertirse en él! ¡Deje de imitar a Dickens y estúdielo como un erudito!
Para mi desolación, rompió a llorar.
– ¡Oh, buen anciano! –gimoteó–. Llega tarde, porque no estoy comiéndome a mi dios, pues me temo que es él quien me está comiendo a mí. Pero ¡bendito sea y bendito sean sus cabellos nevados! Ha venido a socorrerme, pero ¡ay! ¡Sé que estoy perdido!
Me levanté para irme y, al hacerlo (se lo cuento aunque sé que parece increíble), me dio la impresión de que el busto de Dickens sonreía enseñando unos dientes afilados y crueles. Solté un grito fue un grito mental, que es la única clase de grito que se le permite a un profesor en la universidad moderna, pero lo solté y huí de allí.
Volví, naturalmente. Sé cuál es mi deber. Sé lo que debo a los hombres de Massey College, al espíritu de la educación universitaria, al sentido de la honestidad, que es uno de los bienes más sagrados de este mundo cambiante. Y, a medida que transcurría el otoño (fue el otoño pasado, pero al pensar en ello me parece que fue hace mucho, muchísimo tiempo), cada vez me convencía más de que el trastorno de Weatherwax era mucho más grave de lo que suponía; no es que se creyera Dickens, sino que se creía un personaje de Dickens y, al abandonar su personalidad, había dado el primer paso para adentrarse en una senda tenebrosa y siniestra. ¿Un personaje de Dickens? Sí, pero ¿cuál? ¿Cuál? El pasado otoño fue par mí una estación de deberes penosos, porque, además de tener que ocuparme de Weatherwax (sí, sí; llegó un momento en que tenía que llevarle las comidas y darle a la boca con mis manos las pocas cucharadas que pudiera ingerir), tenía que adaptarme al único lenguaje que él parecía entender ahora.
Un día, a primeros de noviembre, le llevé el tazón de gachas de costumbre y me lo encontré tumbado en su camita, dormido.
– Señor Weatherwax –susurré-…no, permítame que le llame Tubfast; levántese, tiene que comer algo.
– ¿Es usted, abuelo? –preguntó al tiempo que abría los ojos, y en sus labios asomó una sonrisa furtiva, tan dulce, tan inocente, tan absolutamente femenina que encontré al instante la respuesta ami pregunta. Tubfast Weatherwax III creía que era la pequeña Nell.
A partir de entonces empeoró rápidamente. Le dedicaba todo el tiempo que podía. A veces se le iba la cabeza y parecía añorar a Puertas Entreabiertas Dulzura.
– No crié a una dulce gacela que me alegrara con sus tiernos ojos negros para que, cuando llegara a conocerme y a quererme, sin dudarlo prefiriera los favores (5) de un gordo peletero al por mayor de Spadina Avenue –murmuraba.
Pero hablaba más a menudo de estudios de doctorado y de la gran convocatoria de autoridades en la que el canciller del universo confiere doctorados magna angélica laude a todo el que se arrodille ante su trono.
Cuando no pude seguir engañándome sobre la inminencia del final, adorné su yacija con bayas invernales y hojas verdes que recogía en un rincón recoleto del aparcamiento. Él adivinó el motivo.
– Cuando muera, enterradme cerca de algo que haya amado la luz y que siempre haya tenido el cielo sobre su cabeza –murmuró.
Supe que se refería al jardín de la facultad, porque, a pesar de que pronto la nueva Biblioteca de Doctorado arrojará eternamente el velo de su sombra sobre el jardincito, él li había conocido como un lugar soleado, lleno de risas de los indolentes jóvenes que juegan allí al cróquet.
Después, una triste noche de noviembre, exactamente al filo de la medianoche, llegó el final. Murió. Nuestro querido, paciente y noble Tubfast Weatherwax III expiró. Su pajarito (un ser minúsculo y leve que podía ser aplastado con un dedo) se movía ágilmente en la jaula; y el corazón fuerte de su dueño niño se había quedado mudo e inmóvil para siempre.
¿Qué había sido del rastro de sus primeras preocupaciones, de las tareas universitarias demasiado pesadas para la debilidad de su mente? Habían desaparecido. Los pesares habían muerto con él, ciertamente, pero al mismo tiempo nacieron la paz y la felicidad perfecta, reflejadas en su belleza en calma en su reposo profundo. Así es como conoceremos la majestad de los ángeles, en la hora de la muerte.
Lloré a solas una hora, pero había muchas cosas que hacer. Salí presuroso al jardín, levanté una losa del pavimento, en el lado nororiental, donde el sol calienta más y dura más, al menos hasta que terminen la Biblioteca de Doctorado. Para un hombre como yo, cargado de años y de penas, cavar una fosa de dos metros fue una tarea pesada que me llevó diez largos minutos. Con el cincelito de mi práctica navaja de bolsillo, no tardé ni un instante en grabar en la piedra:
y a continuación, como mis conocimientos de latín son limitados, puse:
Se le llenó antes el papo que el ojo
Tenía la intención de tapar la tumba con la inscripción de la losa hacia dentro, para que no pudiera leerla las miradas profanas. Ahora solo faltaba envolver el pobre y frágil cadáver en el batín de terciopelo y acostarlo para siempre o, mejor dicho, ponerlo de pie para siempre, porque había tenido que cavar la tumba a lo hondo.
Solo entonces alcé la mirada hacia las ventanas de la habitación de Weatherwax, que se encontraba en la pared de enfrente. ¿Qué luz era aquella, que oscilaba en el marco con un fulgor espectral? ¿Se me había olvidado apagar la electricidad a causa de la pena? No, no, esa luz no era el resplandor mortecino de un flexo. Era azulada y parecía crecer y disminuir. ¿Era fuego? Corrí escaleras arriba y abrí la puerta de par en par.
¿Y qué vieron mis ojos, para su inmenso asombro? Se me pusieron de punta los pelos del colodrillo, como si me abanicara un soplo helado. El busto de Charles Dickens, que antes era tan blanco, tan de escayola, estaba iluminado ahora burdamente con los colores de la vida. Los Dickens de Nonesuch, que hasta el momento conservaban su encuadernación original de bocací de colores, estaban, ¡horror de los horrores!, recién encuadernados en piel, y esa piel, huelga decirlo… ¡era humana! Y el olor, ¿por qué me recordaba tan horriblemente a un comedor en el que se acaba de celebrar una bacanal? Lo sabía. Lo supe inmediatamente. Porque el cadáver… ¡el cadáver había desaparecido!
Mientras me desvanecía, los rojos labios del busto de Dickens sonrieron de una forma espantosa y la barba se le movió como si hipara de hartazgo.
Unos días después, concretamente el viernes pasado, un colega joven del Departamento de Literatura, un joyceano muy prometedor, me dijo:
– Es increíble cómo proliferan los estudiosos sobre Dickens; se han inscrito unas cuantas tesis en estos últimos tres mese. –Sabía que despreciaba a Dickens y a todos los victorianos, así es que no me sorprendió que añadiera-: ¡Es increíble la vida que tiene todavía ese viejo hechicero! ¿Con qué carne se alimentará este Charlie nuestro para crecer tanto?
Sonrió, satisfecho de su bromita literaria. Pero yo no, porque yo sabía la verdad.
Sí, la sabía.
(Título original: Dickens Digested. Cuento extraído del libro Espíritu festivo. Cuentos de fantasmas, de Robertson Davies. Traducción de Concha Cardeñosa Sáenz de Miera. (Libros del Asteroide, 2013)
Notas:
1) Así comienza A Tale of Two Cities (Historia de dos ciudades), de Charles Dickens.
2) Tubfast Weatherwax: la palabra Tubfast no existe como nombre propio. Podría traducirse por “lavable a máquina”. En cuanto a Weatherwax, se utiliza en jerga con el significado de “bocazas”.
3) Palabras del señor Swiveller en La tienda de antigüedades, de Charles Dickens.
4) Expresión de Ebenezer Scrooge para referirse a la Navidad en Cuento de Navidad, de Charles Dickens.
5) Palabras de Dick Swiveller en La tienda de antigüedades, de Charles Dickens.
Retrato portada: El joven Dickens por Francis Alexander