Las huellas

Las huellas

Nònimo Lustre*. LQS. Agosto 2020

Gracias a un viejo amigo, tuvimos conocimiento de una obra muy especial: la de Clarence C. Glacken (1967) Traces on the Rhodian Shore. Nature and Culture in Western Thought from Ancient Times to the End of the Eighteenth Century, California [Ed. española (1996) Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental, desde la Antigüedad al siglo XVIII, 1996, ISBN 84-7628-156-0] Glacken, académicamente un geógrafo, analiza en este libro tres ideas que, a su juicio, son primordiales: la Tierra como diseño divino –hoy, diseño inteligente-; la influencia del medio ambiente; y la Humanidad como agente geográfico. La primera debe mucho a la mitología, la teología y la filosofía; la segunda, al saber farmacológico, la medicina y la meteorología; y la tercera depende de habilidades cotidianas como la agricultura, la carpintería y la textilería.

Pero hoy no vamos a perdernos por esos vericuetos. De Glacken sólo vamos a aprovecharnos de unas pocas primeras líneas que inauguran su libro y que resumen una anécdota harto jugosa: según escribió siglos después el romano Vitruvio, hacia 400 ane, el filósofo griego Aristipo naufragó en las costas de Rodas y, cuando mayor era su angustia, encontró en la playa unas figuras geométricas ante las que exclamó: “¡Compañeros, regocijaos porque estas huellas son humanas!”.

Muy distinta fue la reacción de Robinson Crusoe cuando, ca. 1719, encontró una huella humana en la playa de su isla. Según se narra en el cap. XI de su famoso libro, “It happen’d one Day about Noon going towards my Boat, I was exceedingly surpriz’d with the Print of a Man’s naked Foot on the Shore, which was very plain to be seen in the Sand: I stood like one Thunder-struck, or as if I had seen an Apparition” [Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía a mi piragua, me sorprendió enormemente descubrir la huella de un pie desnudo [¿el intruso era mocho?], perfectamente marcadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, como abatido por un rayo o como si hubiese visto un fantasma… jamás hubo liebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en su madriguera con mayor terror que el mío en ese momento”.

Evidentemente, entre Aristipo y Robinson hay un abismo no sólo temporal -ni, menos aún, de existencia física. En los manuales de filosofía, Aristipo de Cirene (Cirenaica, Libia) es casi desconocido por lo que está catalogado unívocamente como “hedonista racionalista, positivista y ético” mientras que, para los manuales de historia de las ideas, el contemporáneo Robinson goza de dos interpretaciones: para unos, es un emprendedor progresista y, para otros, es un villano proto-imperialista –i.e., un mesías y/o un delincuente.

Una vez etiquetados por la vía rápida del yerro garantizado, recurrimos a la Historia: Aristipo el Hedonista, es también constitutivamente optimista, quizá porque sólo conoce un Mare Nostrum donde la Naturaleza no está domeñada del todo sino que continúa dependiendo del capricho de unos dioses veleidosos. Pero también es un mundo donde la Humanidad es inclusiva, deportista y hasta sabia –inclusiva salvo esos infectos barbaroi de los ignotos confines; deportista por olímpica y comerciante; y lo suficientemente sabia como para que unos viajeros se ganen el condumio con el sudor de su lengua. En suma, su única preocupación ‘internacional’ es mantener alejados a los bárbaros, sean persas o sean helenófonos como esos macedonios que, poco después de Aristipo, convertirían el filosofeo en una cortesanía ambulante.
Sin embargo, para el Robinson ‘histórico’ –no menos optimista que Aristipo-, la Naturaleza está dominada salvo accidentes como son los naufragios. Los dioses sólo habitan lejos, en Occidente, pero Oriente está librada al arbitrio humano. Y siguen existiendo los barbaroi pero ahora son bichos conocidos y menos peligrosos porque están en proceso de sometimiento. Por su parte, la Humanidad se ha vuelto exclusiva para los ‘occidentales’ –los ‘orientales’ no son humanos o sólo comienzan a serlo cuando se cristianizan-; de deportiva ha evolucionado hacia el prosaísmo y el comercio es sólo extractivo de lo ajeno; y, finalmente, los filósofos han logrado acceder al Poder, así éste sea sólo el poder propagandístico.

Hoy, la Humanidad está escindida entre aristófilos y robinsófilos. Cierto que ambos segmentos comparten rasgos menores –el optimismo y la credulidad filosófica- pero ahí terminan las similitudes. Metafísicamente hablando, el resto es eco de la antiquísima pelea entre dos concepciones del mundo, sea entendido como organismo (prosopopeya en los platónicos), sea entendido como mecanismo (en Newton) Traduciendo la metafísica a la ‘rabiosa actualidad’, la única novedad es que hoy, el dios Mercado pretende haber logrado la cuadratura del círculo: matrimoniar a Platón con Newton.

Considerando que ambos son antropocéntricos –pero apartando biocentrismos, especismos, sensocentrismos y otras opciones-, lo más sencillo sería identificar a los aristófilos como neoplatónicos organicistas y a los robinsófilos como newtonianos mecanicistas. Pero eso sería simplificar en extremo porque Aristipo es filántropo mientras que Robinson es todo lo contrario, misántropo –su desesperación por volver con los suyos es hipocresía para la galería. A las pruebas de las huellas nos remitimos: el griego se alboroza al encontrarlas humanas pero el náufrago británico, orgulloso de su industrioso solipsismo, huye aterrorizado. Y, si vamos más allá de la anécdota, constatamos que Aristipo sólo quiere mantenerse en el mundo doméstico del Mediterráneo mientras que Robinson aspira a crear un mundo que él cree nuevo pero que, realmente, es la ampliación al resto del planeta de su viejísimo mundo. Asimismo, Aristipo llegó a Rodas y se puso a filosofar entre nuevos amigos; Robinson sólo tuvo viejos amigos británicos y, pólvora mediante, arrasó el ‘odioso’ mundo indígena. El griego articuló silogismos y el británico no inventó absolutamente nada –ni siquiera la esclavitud. El cirenaico nombraba a las personas; Robinson nombró a un tal ‘Viernes’ para demostrar a su esclavo que no merecía ser nombrado porque sólo era una herramienta.

Otras huellas

Hemos comentado dos huellas físicas y humanas, no huellas metafóricas como pueden ser las que va dejando la Virgen en sus ascensiones o Gautama en algunas de sus descensiones. Limitándonos a este tipo de huellas, copiosas por lo demás, encontramos un antiguo primer caso que pone en duda nuestra anterior clasificación entre lo físico y lo simbólico:

En 326 ane, Alejandro de Macedonia, alias El Glande, se encontraba en el río Chitral o Kunar o Euas, hoy cerca de la frontera afgano-pakistaní. Se había desviado de su ruta hacia el Indostán porque, como hijo putativo del panteón griego, debía visitar la ciudad de Nysa, supuesta cuna del dios Dionisio. Y, en efecto, en Nysa vió la vera huella de Dionisyus –aún no sabemos si de infante o de adulto pero, en todo caso, huella física. Tampoco podemos estar seguros sobre si Dionisio era bípedo o monópodo –o esciápodo- porque, cuando Alejandro y su séquito bajaron de Nysa después de cumplido con gran entusiasmo el ritual dionisíaco, su narración no podía ser fidedigna ni siquiera para saber si habían visto un pie o dos.

Enfin, entre tantas huellas colosales y/o fósiles, nos sorprende que la credulidad universal moderna preste más atención a las monópodas que a las bípedas. Los incautos deben colegir que, de creer en una extravagancia, que sea inhumana. “Así –dicen- nos libramos de los bizantinismos en los que nos han metido Aristipo y Robinson”.

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