Los madrileños que no hablan en el Parlamento
Por Arturo del Villar*. LQSomos.
El Centro de Estudios Históricos Fernando Mora ha reeditado una novela corta de su patrón, Muerte y sepelio de Fernando el “Santo”, publicada inicialmente en 1914, ahora enriquecida con un detallado prólogo de José Luis López Sangüesa, presidente de la entidad editora. Hubo una edad de oro para las ediciones populares, baratas y de modesta presentación, que solían tener una periodicidad semanal y se vendían en los quioscos.
Su trabajo consistía en elaborar una literatura popular dirigida a personas de escasa formación cultural, pero firmada en general por buenos escritores del momento. Se han realizado algunos estudios académicos sobre este tipo de literatura en general y sobre algunas colecciones en particular, que durante mucho tiempo constituyeron la principal y en casos única vinculación de los lectores con la literatura.
Servían también a menudo para expresar ideas políticas de una forma suave, que influían en los lectores con delicadeza, sin hacer ostentación de proselitismo. Cuando la enseñanza pública durante la restauración borbónica estuvo entregada mayoritariamente a la Iglesia catolicorromana, “única verdadera”, según la Constitución, solamente se alfabetizaba a los hijos de la burguesía, debido a dos motivaciones: en primer lugar, porque el proletariado desconfiaba con razón de la enseñanza predicada por frailes, curas y monjas, y no enviaba a sus hijos a la escuela llamada pública, pero en realidad confesional, y además porque los mismos enseñantes no sentían interés por alfabetizar a las clases populares, con el fin de mantenerlas en la ignorancia y así someterlas fácilmente a su doctrina. Es preciso tener en cuenta además que muchas familias cuya economía dependía de la industria, la agricultura o ganadería y la pesca, evitaban enviar a sus hijos a la escuela para beneficiarse de su mano de obra, por pequeña que fuese.
Como resultado de esta política las estadísticas oficiales señalan que en 1900 la tasa de analfabetismo en España alcanzaba al 64 por ciento. Escribir literatura de calidad para un pueblo analfabeto tiene que ser una tarea muy ingrata. La primera misión del escritor debía concentrarse en enseñar a leer y escribir a sus potenciales lectores, asumiendo una función estatal despreciada por la alianza entre el altar y el trono, con el fin de mantener a sus vasallos sometidos a la ignorancia.
Es muy significativo lo que comenta López Sangüesa acera de los personajes manejados por Mora, opinión trasladable a la mayoría de sus compañeros de promoción:
Por más que los personajes populares sean contemplados por este vallecano entrañable con ternura y simpatía, las miserias en que vegetan quedan igualmente al descubierto: ignorancia, alcoholismo, delincuencia, prostitución, picaresca, corrupción de costumbres, ese médico representante de una sanidad pagada por aseguradoras, y cuasi inexistente, por precaria y corrompida… Incluso el momento en que dos de los personajes confunden al general Espartero con el torero “El Espartero”, mantienen una clara intención crítica: aquí en concreto, se señala que la tauromaquia –que entonces obsesionaba a las clases populares– es una alienación colectiva que contribuye a la ignorancia generalizada.
Con una finalidad didáctica oculta, deseaba Mora divertir a sus lectores mediante una escritura amena, que les sirviera de entretenimiento en primer lugar, y además cuando fuese oportuno les incitara a pensar acerca de la realidad social en la que vivían. El hecho de ser pobre no puede ser considerado una maldición impuesta por una ley inexorable. Es forzoso luchar para acabar con ella. El republicano Mora sabía cómo hacerlo.
El protagonista muerto
El vulgar ciudadano Fernando Pérez que da título a la novela es un hombre bueno, por lo que el autor se atreve a concederle la santidad otorgada por la Iglesia catolicorromana, y obliga a pensar en el rey de ese nombre y de ese apodo. Parecería el protagonista del relato, a juzgar por el título, pero los verdaderos protagonistas son sus deudos, empezando por su actual amante, Luisa la Roja, que lamenta haberle sido infiel, y los compinches de aventuras delictivas para malvivir, como Lucio el de Móstoles, que no solamente quiere suceder al difunto en el favor de su coima, sino que también se propone quitarle el traje nuevo que le sirve de mortaja para lucirlo él, proyecto al que se opone tenazmente la presunta viuda. Y comenta Lucio:
¡Mia tú que un terno de seis duros de mortaja! ¡Quiá! Ni que hubiera receción en ca Pedro Botero!… Ese, por las buenas, es pa mangue. ¡Digo!
Así, dicho con toda firmeza en la jerga popular madrileño. La novela puede calificarse de dialogada, y en este sentido es apta para la representación teatral, sin introducir ningún cambio. Toda la acción gira en torno a la muerte de Fernando Pérez y a las conversaciones de los que suele denominarse sus apenados en los periódicos, calificativo inoportuno en este caso. Los hombres juegan a las cartas, comen y beben en espera de la carroza fúnebre. Las mujeres cotillean sobre las vecinas.
Aquí reside el mayor valor de la obra, en el diálogo, propio de los barrios populares madrileños, del Madrid capital de la provincia solamente, no extensible a las localidades restantes. Es una jerga característica, única, intransferible. Una jerga que se adapta a los cambios temporales para permanecer de actualidad continua, y que permite la publicación de efímeros diccionarios castellano—madrileños, como el cheli en los años setenta del siglo XX.
Por este motivo el texto va acompañado de numerosas notas explicativas del significado en castellano vulgar de los madrileñismos, a los que nadie se atreverá a negar su condición de castellanos, puesto que han nacido en la capital de reino. Y los dicen hombres con fastuoso gorro turco que pregonan específicos capaces de curar todas la enfermedades, mujeres que ofrecen desvelar el sino de una persona, otra que vende cangrejos casi vivos, verduleras, cantantes de coplas exclusivas de Madrid con la descripción de horribles crímenes, un Madrid único en el que existen tascas que anuncian “Ay cayos i caracoles”, palabras no incluidas en los diccionarios, pero los callos a la madrileña como saben mejor es con faltas de ortografía.
Este Madrid queda recopilado por Fernando Mora con sus costumbres, sus trajes y especialmente su vocabulario, con absoluta sencillez. Cuando se expresa el autor por sí mismo lo hace a la altura de los personajes:
Los seis caballos [de la carroza fúnebre] airosamente empenachados, movían las cabezas con la vanidad de cualquier joven académico o militar pinturero en día de recepción o gala.
Una broma en un libro muy serio que nos retrata aquel Madrid popular, capaz de expresarse en un castellano propio sin parangón posible, digno de ser recopilado por un gran escritor como Fernando Mora.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio
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