San Juan, PR: verano de 2012

San Juan, PR: verano de 2012

El estilo es saber quién eres, lo que quieres decir y que no te importe.

Gore Vidal

La transparente soledad del mar / no tiene la certeza de tu carne.

Manuel Ramos Otero

¡Qué otoño eres esta tarde, Atlántico!

Yván Silén

Y también la lluvia. De la película con el mismo título, Y también la lluvia (2010), a la realidad lluviosa de la isla. ¿En verano? Del Caribe que el film español inscribe burlonamente en los Andes, ¡qué risa!, al verdadero de San Juan, PR. Un Caribe, sin embargo, que mira hacia el Atlántico, y que por esa posicionalidad capitalina, le da la espalda al Caribe.

“Atlántico, maldito, maldito,

Terrible mío, amor,

Contrabandista” (Iván Silén)

Del verano pasado (2011) y del anterior (2010), a éste (todavía en proceso), la lluvia se ha vuelto parte de las vacaciones en Puerto Rico. De ese modo, lo que estaba por confirmarse en este verano (2012), se ha hecho antinietzscheanamente realidad (no hay interpretación que valga, sólo hechos): a saber, que desde hace tres años, a pesar del calor y la humedad, los veranos en San Juan son más frescos. Sí, los aguaceros que cortan, tajeándola, la canícula diaria con diluvios pasajeros e inundaciones de ocasión, esas lluvias rabiosas que duran poco, los están haciendo más gélidos.

La realidad “ficcionaliza” en el “orgasmo” (Silén) tanático del cambio climático (Zizek se burla de la Pachamama; Evo Morales la defiende).

Nueva poesía del calor enfermo, envenenado, exacerbado por los ecocidas irredentos que desde hace años se refugian, al desnudo, en el partido republicano usamericano. El GOP gringo, sobre el que arremete a diario, con razón antifortuñista, el comentarista de Radio Isla, Benny Frankie Cerezo. Partido (el GOP) que, entre otros neoconservadurismos, ha privatizado la ciencia para el lucro corporativo neoliberal, con directo apoyo de Dios (como reitera recientemente Chomsky). Protagonista feroz (el GOP), en-tu-cara, del mundo al revés en el que vivimos, sobre todo a partir de 1989 (cuando, según Eric Hobsbawn, termina el siglo XX). Mundo que cartografía críticamente, como Dios manda, Eduardo Galeano, el ateo, demasiado ateo de las venas abiertas (tributo a Silén, creyente angustiado ateamente por la atroz inmanencia del Ser, que hace de Dios un mosquito gigantesco al que el Poeta ofrece alpiste).

De espalda al Atlántico. Frente a la laguna de Condado, desde el Condominio La Rada (un hotel venido a menos, convertido desde hace décadas en apartamentos de vivienda, de alquiler  y en locales comerciales), lo que se ve desde el cuarto piso, mirando hacia la laguna desde el balcón, en la parte (que no el cuarto) de atrás, es una realidad completamente otra. Extraña. Un paisaje no apreciado jamás en cincuenta y tantos años de puertorriqueñidad metropolitana y diaspórica.

Novedad inesperada (¿sorpresa silenista?): nunca antes ese pedazo del Expreso Román Baldorioty de Castro, visto desde el balcón en dirección a la torre del Darlington, nunca antes esa geografía se había visto así, tan sorpresivamente transmoderna (Enrique Dussel).

Imagen desterritorializada, pero también reterritorializada. Como si no se tratara solamente de Puerto Rico, ese paisaje visto en ángulo que se otea desde el balcón, atraviesa sin borrarla la insularidad boricua, enredándola con otras visualidades parecidas, cercanas al agua, desde lo que parecía una intersubjetividad sin violencia. Ergo: esa estampa de costa con palmas, sobre un horizonte arquitectónicamente heterogéneo que reverencia la laguna, siendo San Juan de Puerto Rico, fue a la misma vez muchos otros lugares.

Buena intersubjetividad, sin aparente resistencia: ese pedacito de la isla se dejaba poseer por otros malecones del mundo hispanoparlante.

Frente a la laguna del Condado, desde la parte de atrás de La Rada, lo cotidiano se hacía hermosamente transmoderno. Pero esto es importante no olvidarlo: frente a la laguna, se estaba de espalda al Atlántico, mar que Silén, como tributo al poeta peruano Martín Adán, “ficcionalizó” en el poemario El miedo del Pantócrata (1980):

“Mar, Atlántico mar,

Sólo nos queda el amor y la poesía:

movimiento de lo quieto.”

Perspectiva I. Frente a la laguna está, de plano, la docilidad del agua, una quietud en movimiento; y después, a lo largo de la línea curva que traza, a lo lejos, el Expreso Román Baldorioty, está la aglomeración arquitectónica que se levanta de trasfondo. Un mundo portocarrero (ideal para el zoom de la cámara fotográfica que individualiza del montón). Casi de frente al balcón, se impone en silencio, y hasta solitaria, la parte de atrás del Conservatorio de Música: arquitectura que, como culo del edificio, muestra sus nalgas transmodernamente desiguales.

Perspectiva II. Desde el balcón, la mirada que se abalanza hacia la laguna se sorprende de lo que ve. De aquí para allá no es para nada lo que se ha visto tantas veces, visualidad emblemática, de allá para acá: paisaje éste del que mira cotidianamente a la laguna desde la fuente de agua, al final de la Román Baldorioty, en dirección hacia Isla Verde, y le ve la espalda a la Avenida Ashford.

Desde el balcón, perspectiva opuesta y nueva, esa pequeña visualidad de Puerto Rico que se ve a lo lejos, se parece a otros paisajes vistos en México, Argentina, España, República Dominicana o incluso Cuba. Rara intersubjetividad: desfamiliarización que religa ese pedazo de San Juan con Iberoamérica. ¿Cabría en esa mismidad transmoderna, pluriversal, algún fragmento de Piriápolis, Uruguay?

¡Ateo, demasiado creyente! (Silén aletea en el abismo de las rosas negras y las ratas). Del revuelo que causa la reciprocidad intersubjetiva; chisporroteo de citas que se mezclan caleidoscópicamente; se desprende este fragmento de Fernando Pessoa, que resulta, en un sentido borgeano, silenista, demasiado silenista:

“Cada uno es mucha gente.”

Sorpresas. Frente a la laguna, la alegría abunda y prolifera (como si no existiera la violencia de lo sublime que embellece Silén, ni la excrecencia putrefacta del poder oligárquico y plutocrático que, insisten Chris Hedges y Cornel West, le está sacando la caca al mundo). Desde la atmósfera fácil del balcón, sinestésicas e hiperestésicas, tres sorpresas plácidas dominaron el paisaje que tuvo como escenario la laguna durante el mes de julio: la alegría de los sábados soleados, la plenitud imaginaria del azul cerúleo y la aparición metonímica del manatí.

La felicidad, ja, ja (ecos). La alegría marinera de los sábados fue difícil de superar. Esa ternura honesta del día soleado y sin humedad, a media mañana; un día hermosamente seco, en el que la piel se siente como una sustancia suave y resbalosa (como si el día supiera que en un sábado de ocio placentero, la humedad era persona non grata); esa suavidad amable carecía, como el terciopelo, de contrincantes serios.

Sábado soleado, de brisa fina y fresca, “fina estampa” (Caetano Veloso) con olor a “azul pintado de azul” (Ismael Rivera, Maelo), que irrumpe poco a poco, sin la violencia de la canícula, al ritmo de la mañana suave.

Ofrenda pagana; tributo que se desplaza sin prisa. Desembolso lento del día perezoso. Atmósfera que se sabe añil y lozana. Visualidad casi melódica del agua que se ve a lo lejos y desde lo alto (cuarto piso), como si fuera el eco espirituoso de un tambor que se mueve por el agua en silencio, y a destiempo.

A ese ritmo pausado pero dinámico, potente pero liviano, la laguna del sábado soleado y seco se iba manchando de kayaks y tablas de SUP (surf de remo). Colores flotantes; máculas navegando como interrupciones de una claridad demasiado contenta con sus tonos. Alegría, muchas veces caleidoscópica. Soplos cálidos de una brisa milenariamente tierna, con vientos azulados y ráfagas locas. Aires suaves que se paseaban por el agua cálida para que el tiempo, como una piedra (Bienvenido Julián Gutiérrez), rodara sobre su propia frialdad negra,  y cósmica.

Sinestesia, (la) embriedad (de Michel Onfray): apoteosis. La laguna de los sábados olía al silencio alegre del sol (no al estruendo de la canícula); típica música del trópico que inundaba el paisaje de manchas de muchos colores.

Las veces que estuvo vacía, sin el movimiento de los colores boyantes, sin la alegría callada de los cuerpos tambaleantes, sin el vaivén de la movilidad lenta del sol amigo y la plenitud azul de la laguna (más bien verdosa); una contrafilosofía (Onfray); en esos días desnudos, la laguna se sentía más cerúlea e hiperestésica que nunca. Hasta que el agua, otra vez la lluvia, hizo añicos el hechizo añil del sábado manso y alegre, potenciando, en vez de anulándola, la sabiduría del sábado borracho e intempestivo, gris y húmedo.

Así, mientras lloviznaba en uno de esos sábados mohínos, la velocidad del sonido lució lenta, demasiado lenta; y un paraguas que flotaba desde un kayak, desafió la lluvia.

Lenta, demasiado lenta. Surge, pues, en este buen sábado gris, el equipo de remo que atraviesa la laguna en línea recta, en dirección al Viejo San Juan. Tijeretazo que corta la mañana en dos mitades imperfetas. Entropía a remos, cuya herida sin sangre se borra en la piel sin memoria del agua. En la proa de la embarcación que se desliza sin aparente resistencia, frente a los remeros, se sienta el tambor; un tipo que bate el cuero al ritmo de los brazos que paletean al unísono, cuya sincronía propulsa la nave al son del ¡tan… tan… tan… tan!

Sonido que llega desfasado a la orilla de la laguna; a destiempo, cuando el brazo del tamborero está subiendo: ¡tan… tan! Salida de tiempo, la realidad “ficcionaliza” (Silén). El desfase entre la mano que pega y el sonido que se oye después, se parece al de una película que se ha vuelto tartamuda.

(Silén verba sus verbos: “yo realido”).

Sombrilla. Persiste la llovizna, nunca el aguacero, del sábado plomizo. La mañana se torna poco a poco más triste. El olor a sol lozano se ha llenado de escamas. Los peces se mueren de frío. Sin llegar a lo pútrido, se impone el sabor a cobre (que es a lo que huele, según Edgardo Rodríguez Juliá, el culo).

De repente, cruza lentamente un kayak doble cortando el agua en zigzags. Tajeando el día en silencio, se detiene en medio de la laguna. Se abre un paraguas verde y blanco. Aprieta un tanto la lluvia. Un segundo kayak se acerca. Inmóviles, se acoplan en el vaivén lento de la laguna opaca; alrededor del paraguas, los dos kayaks se imantan. “Orgasman” (Silén). Llueve sobre mojado. La laguna se condensa en esta imagen literal (sin literatura): rostro de una sombrilla flotante que se protege de la lluvia, en medio del agua.

Sin surrealismos, la mirada que mira se ve mirándose. En los reflejos de una laguna que se protege del orvallo (Luis Palés Matos), se sabe un vistazo mojado.

Manatí. Vuelta al sol de los sábados alegres. Retorno de la felicidad ja, ja, cerúlea, llena de luz, premiada con el calor seco que tanto les gusta a las palmeras (rubendarianas y martianas) de esta parte de Condado; y sobre todo a los almendros playeros, en cuyas hojas se posan las iguanas verdes para broncearse, mientras las almendras que caen a diario se pudren sobre el verde de la grama.

Regreso del día seco y soleado. Plenitud de la piel que no se siente pegajosa. Derrota estrepitosa de la humedad en los k-lores (enfogonados) del trópico.

Frente a la laguna, entre brisas que comparten la ternura del viento amable, acontece la última sorpresa del mes (una metáfora zoomórfica): la aparición metonímica del manatí, presencia inferida a partir del vórtice (creado al respirar) que aparecía en la superficie. Remolino, túnel del tiempo en miniatura, domeñado por la belleza cultural de la laguna. Vorágine pacífica, minimalista. Imagen inofensiva del inconsciente, sin la violencia del deseo. Promesa de una voluminosidad que no se ve, cuya turbulencia es submarina.

El manatí merodeaba por las mañanas o por las tardes, siempre que hacía falta celebrar la “existencialidad” (Silén) de la materia (esta vez sumergida). Desde la alegría de su remolino inocuo, eco sordo de su embudo tímido, la abundancia de lo que no se dejaba ver respiraba vida. Otra alegría más.

Fin. A partir de Silén, el verano frente a la laguna termina en Pessoa: “Aquí, al borde de la playa, mudo y contento del mar, / sin que nada atrayente haya ni nada que desear, soñaré, tendré mi día, la vida remataré /  y nunca tendré agonía, pues pronto me dormiré.”

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