Y salió el Sol para recargarnos las pilas y recordarnos que en este país nada nos ha sido negado jamás. Ulrich (pese a su nombre) es chichewa, de Malawi, a cargo de la Jardín D’Ebene Guest House, nos da un número de móvil, al otro lado responde un tipo llamado Allen Paradise, subimos a pie hasta su casa de Constantia Rd., al final de Kloofneck.
El barrio de Escaleritas de Cape Town; Allen nos recibe en el porche, una vieja gloria de la contracultura gringa, exiliado en Jamaica 30 años, barba gris, greñas, dientes postizos, ojos verdes de Gandalf hasta el culo de swazi, experto en jazz y reggae, coleccionista de voces, misógino a juzgar por cómo ignora a Luca, «llevo cuatro meses traduciendo los diarios de un tipo que se llamaba como tú» le digo, no me escucha, un tipo singular que nos revende un pase de dos días para el festival y de pronto nos vemos dando saltos de lo logramos calle abajo, trotando a buscar mi acreditación en el Sun Hotel. Long, Long Street, con sus hippies, sus cocamellos y ese salitre brumoso que se cuela desde el océano en las mañanas de abril, el hotel está lleno de gente guapa, periodistas, músicos, tocados, ras-tas, tupés, moquetas, túnicas, trajes rosa chicle, se respira ya todo ese jazz que nos espera al caer la tar-de. Descubrimos que no podremos volar a Jo’burg, Kulula fully booked, y tendremos que ajustarnos al plan original de conducir de vuelta el domingo. Ensalada griega y pasta en un jardín de Kloof St. Azota el calor a mediodía con la silueta de Luca a contraluz de espaldas a la Table Mountain, satori y zas, se me escapa. Media hora de siesta y café en la terraza donde un tipo con aire de Peter Sellers toma el sol en camisilla, How are you today, sir? pregunta Ulrich, Better, responde lacónico Peter.
Pero lo mejor anda por llegar. Bajamos hasta el Centro de Con-venciones. El Festival acaba de co-menzar, consultamos el programa. Siete de la tarde, cinco escenarios: Kippies, Basil «Manenberg» Coet-zee, Rosies, Moses Molelekwa y Bassline, este último destinado a Hip hop y DJ´s. Cruzamos el Kippies, la enorme nave central que inaugura Mafikizolo en una suerte de gospel efecto llamada para la gente que se va congregando en los asientos traseros y en el enorme espacio diáfano frente al escenario. En el Manenberg ya suena la guitarra de Errol Dyers al mando de un cuarteto de músicos jóvenes que va emocionando con su cape jazz a la audiencia que se acerca poco a poco a las tablas bajo el paso elevado de la N2. Resulta emotivo estar ahí con Luca, abrazados, cerveza en mano, presumiendo de mi pase de prensa, jugando a los reporteros, sin pisar una rueda de prensa, mientras suena de pronto para nosotros esa música que con el tiempo ha llegado a comandarme el alma: District Six, standars de Robbie Jansen y Zacks Nkosi, pocas veces he sentido tanta consciencia y gratitud por estar donde estoy… y suena la trompeta y el bajo y el trombón y la guitarra y el sol se pone veloz en Cape Town mientras llega la gente linda de toda Sudáfrica y todos bailan con ese estilo desenfadado e innato que Luca y yo intentamos recobrar y sale bien, porque la gente nos mira y sonríe, sonrisas de aceptación, miradas concordantes de los lim-piadores, vendedores mestizos de biltong, camareros, estudiantes, artistas y agentes invisibles de seguridad, jamás se vio en Europa una organización igual, 30.000 gatos viviendo la música y divirtiéndose sin el menor altercado, sin la menor disputa, sabiendo bailar y beber y sonreír y flipar con cada solo, con cada voz, con cada soplo de libertad multicolor, una ciudad respirando en armonía los ritmos infinitos de este continente VIP, de esta nación ejemplar al final del túnel, al final de África, y en ese momento Cuba atraca en el escenario del Kippies con su Buena Vista Social Club, un milenio si se suman las edades, Omara Portuondo invita a bailar a Papi Oviedo y aquello se viene abajo, y a Luca y a mí se nos afloja la cadera y bailamos agarraos el Chan Chan entre un corro improvisado de pedis, xhosas, betswanas, in-dios, coloureds e ingleses; todo está bien porque en ese mismo momento Chano Domínguez está bosquejando flamenco al piano en el Rosies aunque no necesitemos escucharlo, otras veces lo hemos gozado en el Central o en el viejo San Juan (Evangelista), pero lo mismo nos encanta saberlo en Cape Town, restándole mediocridad a la marca España. ¿Otra birra, Luca? Las que haga falta, mi negrito. Afuera, al Manenberg se ha subido ya Jean-Luc Ponty con su banda, vamos a ver qué tal los gabachos taicuá, casi a desgana, una desidia que se evapora a la segunda nota de un violín wah wah azul cobalto escoltado por tres músicos excepcionales que hacen suya la paleta sonora del país que los acoge. El bajo del camerunés Guy Akwa Nsangué catapulta a la banda a lo alto de la Table en perfecta sintonía con las 176 teclas de William Lecomte y las baquetas estoparias de Damien Schmitt, fogonazo de talento. Alternamos con la diva Zonke, divinidad de voz comercial bien entendida, peleo dos Winhoek Lager en la barra, nos mecemos en un policromo mar de gente pasándolo en grande, y sucede que el tipo a mi lado alza su cuba libre y me dice, Man, I can see that you are having a great time; brindamos previa risotada escalante la la chilena.
Subimos a la sala Moses Molelekwa para los bises de Don Vino & Jonathan Rubain, saxo y bajo locales que nos dejan con ganas de más, todo que (por) ver. Pero en el Rosies aterriza ya la nave espacial de Louis Moholo y su gente, llegada como ondas de ultrasonido desde un township de otra galaxia. Y es aquí donde las fronteras de lo sonoramente correcto y previsible se hacen pedazos, cuando este genio se sienta a la batería y enciende los motores de una música imposible que rueda por la pista, despega y supera sin despeinarse el Match 1: Kyle Shepard al gran piano, Herbie Tsoaeli al contrabajo, Syney Msisi a los vientos y Fany Galada a las voces. No me haga nadie perder neuronas tratando de explicar lo inexplicable y háganse el favor de buscar a esta gente en youtube. Una sensación equiparable, su-pongo, a un concierto dirigido por Malher o las primeras apariciones de Thelonious Monk, Paganini, Charlie Parker o John Bonham, pero claro, totalmente distinto y por suerte, del todo inclasificable. El público del Rosies es entendido y llena 3/4 del gigantesco auditorio pese a que hay que pagar peaje, muchos son músicos, críticos, o almas ilustres del artisteo de Cape Town, Jo’burg y Durban; aplauden, suspiran, contienen el aliento a cada disonancia, la libertad exuda en cada silencio, delante de mí hay un señor con boina y barba blanca, aspecto de pastor basotho con su hijo, lo imagino rodeando con el brazo un acordeón en el asiento vacante a su izquierda, visiones de Forere silbando a rabiar ante el genio de Moholo y su gang de ritmos alienígenas, antes de abandonar a bandazos el auditorio y ganar la calle para un wrap de calamares y subir a un taxi con un hutu de Burundi al volante que nos explica que su madre era tutsi de Ruanda y que esas clasificaciones étnicas no fueron más que un recurso perverso de los franceses para dividir a los legítimos dueños de la tierra cuando la culonización. Amén, dice Luca y entramos a casa, con las piernas aún en trance.
Sueño que vuelo, salto de lo alto de los Union Buildings y planeo por encima de las jacarandas de Pretoria. Aterrizo al alba junto a Luca en una cama enorme de Ciudad del Cabo. No iremos a Observatory ni a Hout Bay ni a Cape Point esta vez. Desayunamos huevos con beicon en el jardín junto a Peter Sellers que, sorpresa, es de Brescia, y sorpresa-sorpresa: es tenor y está en la ciudad para estrenar esa misma noche Otelo 2.0 en la que interpreta, ci mancherebbe, al susodicho, que hace su aparición en escena en helicóptero. Cuenta que las aspas en off apenas le dejan oír el momento de entrar a cantar. Sostiene haber actuado en media España, incluso en Las Palmas, incluso hasta para la reina Sofía y el principín en el Teatro Real de Madrid, y hasta en Las Ventas, contratado por el infaltable José Luis Moreno. No es la primera vez que viene a Sudáfrica, ha cantado en Jo’burg y en Durban otras veces y sin embargo no conoce nada del país. Mario Malagnini, se llama, nos invita a ir a verlo esa misma noche a la Opera House de Ciudad del Cabo, oferta que por desgracia hemos de rechazar en favor del jazz que nos ha arrastrado hasta aquí. Su mujer ha llegado durante la noche y todo apunta a que no se atreven a poner un pie fuera de la casa de huéspe-des por miedo a que una tribu de caníbales les meriende los intesti-nos. No saben lo que se pierden. Con todo me caen bien, no son culpables del miedo y los prejuicios padanos que les han inoculado. Lluvia ligera, nubes efímeras que descargan y siguen viaje hacia el interior, últimos compases de la coda del verano. Bajamos a las disquerías de Long St. y nos volvemos locos comprando música, 14 cedés, Miriam Makeba con Big Brother Belafonte, Dorothy Masuka, Hugh Masekela, Jimmy Dludlu, Tau ea Matsekha, Zach Nkosi, Nyanga jazz, Pennywhisle y township jive, Rodríguez, Lucky Dube, Letta Ntombo, Robbie Jansen y Abdullan Ibrahim (Dollar Brand), más de un día de música para un día de viaje de regreso hasta Tswane (Pretoria). Compramos pulseras para las mujeres de nuestras vidas y buscamos sin éxito la novela Episode, de Harry Bloom, el guionista del primer musical africano titulado King Kong, basado en la trágica historia del boxeador sudafricano Ezequiel Dlimini, precursor a años luz de Oscar Pistorius, salvo que King Kong no se salió ni mucho menos de rositas.
Dormimos media hora de siesta y ya estamos listos para el segundo y definitivo asalto musical a Kaapstad. Luca está eufórica tras la sesión de la víspera, casi diría que se ha infectado sin remedio con el virus de esta música. Ayer refunfuñaba por el precio de la entrada en la reventa, hoy no para de repetir la suerte que hemos tenido y es cierto, porque yo no hubiera sido capaz de dejarla colgada dos días para irme solo al Convention Centre, a lo sumo me hubiera dejado caer un par de horas sin pena ni gloria para volver junto a ella y mentirle con un no te has perdido nada, cuando en realidad ambos nos lo hubiéramos perdido todo. Pero ahí estamos de nuevo, traspasando la puerta del recinto para duplicar la emoción, analcohólica hoy ante la inminencia de la long and winding N1 hasta Gauteng.
Luca: ¿Lo conoces? No, pero ha muerto hace poco, y si le rinden homenaje así tan pronto… Nos sentamos en tercera fila, palco mediado, disparamos unas fotos y el asunto se va poniendo muy, muy espiritual, las voces femeninas se elevan hacia Ntoni con la fuerza de un huracán de gracia. Estoy muy ocupado en mantener el lagrimal a raya, pero entonces veo a la líder de la sección vocal (3 mujeres y 1 barítono ciego y un fuera de serie con aspecto de aparcacoches), Charlotte Hlasatse, que le guiña un ojo cómplice a Luca que solloza a mi lado, como la mitad de los presentes; y diríase que ese artista muerto se paseara en ese instante por las tablas infundiendo piel y alma a todo ese góspel africano engendrado en el exilio como tantos otros himnos continentales. Qué decir entonces, mejor callar y escuchar hasta el último Do y bajar a toda prisa de vuelta al Manenberg para tropezar con la personalidad arrolladora de Claire Phillips y sus ciento veinte kilos de soul mestizo y contemporáneo down Cape Flats ways. Bailamos con ella y su banda, y tomamos café para seguir viaje rumbo al Moses Molelekwa stage, donde damos con Allen, el afrobeatnik que nos revendió el pase. Nos invita a ir al día siguiente a su casa para grabar lo que queramos de su colección de música africana al tiempo que vaticina un bombazo de fiesta con la prensa esta noche tras la clausura del festival. Lástima no poder quedarnos ni a una ni a otra cosa, pero me quedo con su e-mail para pedirle consejos sobre música de Zimbabwe, High Life y protoreggae jamaicano. A su lado me siento un auténtico ignorante, y me satisface saber que hay tanta música aún por aprender y tanta gente dispuesta a enseñarla. El público del Molelekwa es predominantemente blanco para la ocasión: una joven formación de Ámsterdam incluida a última hora; despliegan una onda Jammie Cullum & Jamiroquai, correcta, ani-mada, pero a años luz del gheist radical de los mejores artistas lo-cales. Lo bueno es que están aquí para aprender y seguro que su participación en el festival marcará vidas y carreras dentro o fuera del grupo pues parecen listos e intuitivos y sumamente agradecidos por estar. El nombre de la banda: Chef´s Special.
Tomamos aire y luego tierra en el vestíbulo, donde la expo fotográfica de Alf Kumalo, ay va la hostia Alf, un don de la ubicuidad juancrucero. Mandela, Makeba, Ellington, Le Roi Jones, Rivonia, Sophiatown, Harlem y la que más me emociona: un niño en el aire con una sonrisa de par en par y una trompeta en mano en un polvoriento suburbio de Witbank. La trompeta es un regalo de Louis Armstrong, el chaval se llama Hugh Masekela. ¿Magia?, ¡bah!, años después, ya casado con Zenzi, el joven Masekela viviría justo enfrente de la familia Gillespie en Nueva Jersey, inútil decir algo de Hugh Masekela que no haya dicho él con su instrumento.
Pero aún queda la traca final en un Kippies a reventar: Jimmy Dludlu. Mozambicano, autodidac-ta, discípulo de la gran tradición sudafricana con ingredientes bes-tswanas, shonga, brasileiros, cari-beiros, deltoides, se planta ante el acalorado respetable con un traje azul fuel, Gibson semi-hollow al cuello y empieza el espectáculo; una banda de diez músicos, un portento tras otro, percusión in-combustible, una trombonista hermosísima en la ejecución, un bajo creciente a 9,8 metros por segundo al cuadrado; aceleración que enfervorece a la multitud, que tararea cada riff cual último aliento; solos vertiginosos, scat, pi-rupapapadirabidaridaribapiradari para desembocar en un lance guitarrero de Pata pata y por si eso no bastara, cerrar la actuación y casi el festival con el Nkosi Sikelele Iafrica & Die Stem, 30.000 voces coreando el himno nacional más bonito que conozco, el único himno nacional cuya letra me sé, en todas sus lenguas, y canto con todas esas voces hermanas y dejo correr el llanto mientras canto y recorro con los ojos alagados cientos de rostros a mi alrededor, emocionado como nunca antes, tratando de recordar en vano toda esa oscuridad que inspira mi existencia día a día, al otro extremo de África, en la Petite Dakar de la calle Embajadores de Madrid, el purgatorio donde resido la mayor parte del año sin que por mucho que quiera tenga yo cojones de acercarme a esos negros ma-ravillosos si no es para pedirles hierba. Luca lleva razón, podemos dar por concluida nuestra aventura en la décimocuarta edición del Festival Internacional de Jazz de Ciudad del Cabo, conscientes de habernos perdido momentos ex-traordinarios, como el conciertazo a continuación de Cheikh Lô o el de Ceu, mas felices de haber asistido a paisajes sonoros que forman ya parte de nuestra legítima leyenda interior, un recetario vital que se-guiremos alimentando mientras ha-ya gente dispuesta a seguir obrando el milagro de la música popular africana. Yiza!!!! 11 de la noche en Sudáfrica, tic, tac, tic, el despertador sonará a las 5 en punto.
Descenso entre nubes y un sol desolado. La incomodidad del vuelo mitiga la tristeza de dejar Sudáfrica allá abajo una vez más, cerrar pa-réntesis y seguir la vida en esa atormentada España de nuestros días. Estamos sentados en una sala de espera del Aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi. Calor ecuatorial, humedad, pieles en tránsito de unos mundos a otros, Mombasa, Kigali, Addis, Hong Kong, Mumbai, Kampala, Harare, Free-town, El Cairo, Londres, Ámsterdam, allí amaneceremos mañana, tri-pulaciones con velo, una hilera interminable de licorerías dutifrí, una manta massai que compro como por querer llevarme algo de esta tierra, con cierta lástima al saber que un aeropuerto, una manta y lo que hemos visto desde el aire será nuestro único bocado a Kenia, al menos esta vez. Atrás queda Cape Town al alba hace apenas dos días, 1.500 Kilómetros non stop hasta Pretoria para un encuentro fallido con la Princesa Dlamini, miles de vacas, ovejas, gasolineras, cafés de filtro, montañas, aves, brumas y el sol quemándonos el antebrazo por turnos al volante, Luca y yo conduciendo como maníacos contra el sol y la luna, apurando cada metro de asfalto para llegar a lo que un día fuera mi calle, Eastwood Street, registrarnos en la Meinkjiskop Guest House, llamar a Zeni en vano, comernos un sirloin con ensalada en la taberna boery calle abajo y colapsar hechos gofio en la cama hasta el día siguiente.
Extraño conducir y pasear por las calles de Pretoria, de repente todo vuelve y conozco las esquinas, los cruces, las avenidas, las jaca-randas, Hatfield, Brooklyn, Arcadia, Sunnyside, Lynwood, Menlyn, Ma-melodi, Waterkloof, Centurion, Pretoria Noord, barrios que van cambiando, vestigios del apartheid que poco a poco mutan para dar forma a la nueva Tswane. Nos tomamos el día con calma a la espera de que la hija de Nelson Mandela nos llame y con suerte, podamos conocerla.
Aunque en el fondo ya nos da igual, nos damos por contentos con el viaje, siempre el viaje, y para qué ponerle olor a los mitos, lo mismo que con Forere, el padre de Neal o Cesaria Tinajero; lo importante son sus obras, sus gestos, el alma de lo que nos dejan, nunca quise ser de esos arrimados que se fotografían con Mandela para sacar tajada y colgar el momentazo en el despa-cho para fardar con los amigotes o trepar por las hiedras del poder, una vez tuve la oportunidad de estrechar su mano, un embajador me pidió que lo acompañara a una visita de cortesía, yo no tuve valor, tenía 26 años y no me sentí digno de ponerme delante de un hombre como Madiba, me lo reproché du-rante mucho tiempo, no haber to-cado esas manos cuyo contacto he imaginado tantas veces en las mías, su sonrisa eterna, y de pronto un día su hija me llama y me dice que me quiere conocer, karma, ubuntu, no sé. Esperamos en letargo hasta las seis y nos damos por vencidos, aprietan las ganas de cenar y lo hacemos con saña en el Tribeca de Brooklyn, un local que me recuerda a la canción Como nossos pais, de Elis Regina. Vamos ya por la segunda cerveza cuando suena el móvil, 19:15, es la Princesa Dlamini desde su teléfono particular, se disculpa, su voz se muestra mucho más sonriente y distendida que en la mañana, las reuniones se han alargado más de lo previsto, la crisis en Centroáfrica, la muerte de la Thatcher, asuntos exteriores a nosotros, y tiene que volver volando a Johannesburgo para ver a su padre que recién ha salido del hospital. ¿A qué hora se van mañana, Daniel?, me ha llamado por mi verdadero nombre, no tendremos tiempo de vernos esta vez, nos vamos contentos de haber hablado con usted, de saber que su padre ha vuelto a casa una vez más y sobre todo, nos vamos felices porque su país y su gente han vuelto a aceptarnos con un amor difícil de encontrar en nuestra ensombrecida tierra. Dice que tiene pensado ir a Madrid antes de final de año, si no, nos veremos en Baires. Hermosa puerta abierta a un encuentro futurible en el lado de allá.
Brindamos a la salud de todos ellos y de los héroes que nos dejaron y volvemos contentos a la cama, conduciendo por última vez bajo las luces acuosas de Church Street hasta la Arcadia. Luca y yo, Luca y yo, going home, going home.
De Rodríguez
Aún sobre suelo africano, alto, madrugada, a punto de ver con los ojos cerrados la curvatura del horizonte desde un viejo jumbo de la KLM, haciendo todavía algo así como balance de lo viajado, de esa mañana de sábado en Cape Town peinando disquerías. Luca compró aquel CD casi al azar porque había leído por encima un artículo en Jot Down. Sixto Rodríguez. Coming from Reality. Curioso que lo comprara en la tienda de música africana y no en Mabu, la tienda de vinilos que había googleado antes de llegar a El Cabo con el propósito de hacerme con el viejo catálogo de Gallo Records. Rodríguez se cruzó en nuestro camino por sorpresa y se deslizó entre el resto de música de Sudáfrica que compramos en Long Street. Domingo de madrugada, subimos al coche y nos despedimos de los semáforos en verde antes de salir a la autopista y dejar atrás la ciudad en silencio con Jimmy Dludlu a los bises en el reproductor de Chuck, nuestra starship con elevalunas manual; pasamos Paarl, viñedos, Victor Verster; amanece despacio en la N1 y Luca empotra el CD de Rodríguez y por media hora el mundo enrarece bajo la bruma antes del sol, horizonte doliente y camiones que desbandan el viento al cruzarse rumbo al fin de la tierra. Y de pronto abrimos las orejas para cambiar el registro, no sabemos nada de ese chicano de Detroit al que, a juzgar por la carátula del disco, damos a ciegas por muerto. La poética de las letras se apodera del habitáculo, influyendo decisiva en la percepción de la carretera, de los cerros, de la bruma, de los vendedores de uvas a pie de asfal-to, esculpidos en la niebla y un sol venusiano que despunta ya pasado Vorscester al dar las seis, unas le-tras inspiradísimas para iniciar el fin de un viaje inspiradísimo que nos pasa volando, y cuando queremos querer ya estamos en Beaufort West y el CD ha recomenzado lo que tardamos en cancelar 400 kilómetros, y justo entonces opta-mos no quemarlo y lo cambiamos por el escalofriante live at Market Theatre de Hugh Masekela, para variar. Sin embargo hay algo de Rodríguez que nos persigue y tenemos hambre, hambre de saber cuál es la vaina. Cold Facts, y la banda sonora del documental se ofrecen en el aeropuerto de Johannesburgo, Street Boy lost, en la primera plana de Le Monde al subir al avión en Nairobi, Searching for Sugar Man en el entretenimiento de a bordo, no puedo esperar y capisco con asombro que está vivo, que gran parte del documental está rodado en Sudáfrica porque mientras Detroit y los USA lo ignoraron 30 años, Sixto Rodríguez devenía un mesías del sur que vendía sin saberlo más de medio millón de discos, y se convertía en un símbolo antiapartheid para los propios blancos hartos del sistema, ávidos de normalidad. El dueño de la tienda de vinilos en la que habíamos estado buscando Kwela kwela y otro detective salvaje dieron con él, seguía viviendo en Detroit, demoliendo casas, alejado de la industria que lo ninguneó, y el rumor se corrió y fueron a buscarlo y en 1998 Rodríguez aterrizó con sus tres hijas en Cape Town y reapare-ció ante un público de 20.000 per-sonas durante cinco noches, y fue tratado y reconocido como un héroe más en esa tierra prolija en enormes personas. Luca lo intuyó, supo que su presencia descuadraba en aquella disquería africanista y dio en toda la diana, aportando un álbum imprescindible para siempre a la banda sonora de nuestros momentos más gloriosos al volante. Rodríguez es de los que llega para quedarse entre los clásicos, mejor le vamos haciendo un sitio de honor en nuestra Discoteca Macumba apenas volvamos a Casa.
Sudáfrica: visiones de una tierra con Festival de Jazz al fondo (I)
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