Y habitó entre nosotros

Y habitó entre nosotros

Ángel Escarpa Sanz*. LQS. Agosto 2019

Aquellos fueron días en los que no se levantaba una racha de viento, no llovía, no se desprendía una hoja del árbol, sin permiso del “Señor del Pardo”. No volaban las aves en el cielo, no corrían las aguas por los arroyos, sin el visto bueno de Él. No se ponía el sol, no bostezaba el chiquillo en clase, no se fundían las nieves de las cumbres, no se clavaba un clavo ni se encendía un pitillo, sin Su voluntad. Jamás se publicó un libro, no se producían las mareas, no se precipitaba un fruto en el vacío, no despedían sus humos las chimeneas de las fábricas ni de los barcos; no se exhibía aquella cinta de Gary Cooper, los dramaturgos no estrenaban, los cisnes no navegaban en las quietas aguas de los estanques; las campanas de las iglesias no lanzaban al aire de la aldea más recóndita su lamento; las estaciones del año no se sucedían, los grillos y las chicharras no emitían su rutinaria canción, las sábanas no se tendían al sol, ningún ser nacía, sin Él aprobarlo.

No se amaban los adolescentes, no ondeaban las banderas, no se oía el rumor de las ramas en los bosques, no cambiaban de color las fachadas de los edificios ni los buzones de Correos; no se depositaban flores en aquellas tumbas ni se vestía luto por los muertos en prisión; no habitaban gratuitamente los animales el monte, no mudaban su piel las serpientes, no anidaban los vencejos en los aleros del tejado, no se cantaba en las grises tabernas, ante el vino de la derrota, ni rodaba un canto por un risco, sin Su voluntad. Las plazas de las ciudades podían ser circulares o irregulares, pero no se movía un papel de un montón a otro montón, en aquellas oficinas donde tiritaban de frío los grises funcionarios; no se escogían los nombres de los recién nacidos, no emitía su característico quejido el acero de las ruedas de los tranvías en aquella curva de mi barrio, no se guardaban las cosechas, las redondas sandías, las simientes del año siguiente, en el sobrado, sin Su beneplácito.

No se rapaba una bestia, no se sembraba trigo o cebada, tomates o hierbabuena; no se recogía el agua de las lluvias, no bajaba el cubo a buscar el agua fresca del fondo del pozo, no circulaba un mensaje por los hilos del telégrafo, no morían los hombres y las mujeres cuando se había cumplido su tiempo vital; no se vendimiaba ni se sulfataba la patata; no laboraban las abejas en la colmena, no se sacrificaba el marrano; no se emitía un billete, no sonaba la campanilla, no se reemplazaba un durmiente, ningún tren partía hacia su destino, no se decidía el ancho de las vías, en aquellas desoladoras estaciones de ferrocarril de nuestra infancia, sin que Él diera Su visto bueno. No mudaban su color los frutos de la tierra: del verde al amarillo, al cárdeno, al cadmio, al rojo, al naranja; no se movían las multitudes a voluntad, no se quebraba un vaso ni una rama, no circulaba una hormiga ni se alimentaba un oso de los montes, sin Él aprobarlo.

Las rocas podían vestir su tierno musgo, en los más humildes hogares podían hervir en el puchero los benditos garbanzos, en tanto ardía la leña del pinar bajo las trébedes; el águila podía describir círculos en el aire, cancelarse los calendarios; podían extinguirse en el horizonte las canciones de otros días, los abrazos de los compañeros, la memoria de los que perecieron en la mina; bajaban los troncos por el río, podía cocer el barro en los hornos donde se doraban los ladrillos, podían calcinarse los huesos de los arrojados a la fosa común, en los días de las batallas del Ebro, en Madrid, en Belchite; podían prolongarse eternamente los días, pero no amanecía, no expiraban los moribundos, no crecían las uñas de los pies ni el pelo sin que Él lo autorizase. Podían llover piedras del cielo, podían borrarse las iniciales de los enamorados de los árboles, podían rodar por el suelo las aspas de los devastados molinos, quebrarse los mástiles de los poderosos barcos, pero nada sin Su “bendición”.

Podían retornar a tierra los ahogados en tantos naufragios, torcer su rumbo los planetas, llover flores del cielo, parir las vacas y las ovejas de la sierra, colmarse las albercas y los platos de las gentes más humildes, vaciarse las prisiones y volver a llenarse, enmudecer los muros y los poetas; podía borrarse la tinta de todos los libros, moverse en libertad todas las figuras del ajedrez, languidecer las vírgenes, quebrarse aquellas porras con que nos golpeaban los “grises” en las calles de nuestra lejana juventud; pudieron iluminarse las noches más tristes con las hogueras donde los más miserables tiritaban de frío, en la lejana posguerra de los perdedores, podía llorar de impotencia el verdugo que manejaba el garrote vil con que se ajusticiaba a Salvador Puig Antich, detenerse en el camino las balas con que se fusilaba a todos aquellos antifascistas, desde “Las 13 Rosas” hasta los últimos ejecutados por Él… pero nada sin torcer Su expresa voluntad.

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