Cumpleaños feliz
Relato corto
Por Manuel Blanco Chivite
Vivo en el campo, en un pequeño pueblo, cercano a la ciudad de Sede, próximo a las montañas y junto a una hermosa colina desde la que se ve, a poco más de un kilómetro, la ciudad de los terroristas, en el territorio de la Franja. Hace mucho tiempo, nuestro pueblo y Sede pertenecieron también a los terroristas, pero nuestro ejército recuperó las tierras y en esa lucha participó mi abuelo. Expulsaron a los terroristas y a sus familias y la tierra volvió a sus auténticos herederos.
Mi familia la componemos mi padre, mi madre, mi hermana Esther y yo, aparte, claro, de varios tíos y tías y de uno de mis abuelos. No sé cuántos años tiene mi padre, creo que muchos, más de treinta, seguro. Aunque todavía no tiene el pelo blanco, como mi abuelo; mi madre también es mayor, no sé, como mi padre poco más menos. Mi hermana tiene doce años y es más alta que yo, yo la veo muuuuy alta… yo soy el más pequeño de la familia, el más pequeño por estatura y el más pequeño por edad, y eso que hoy es mi cumpleaños y cumplo siete años. Pero no me importa, no me importa ser el más pequeño porque cumpliré más años y porque creceré y creceré. Mi padre, cuando me toma en brazos me dice: tú serás el más alto y el más fuerte, ya lo verás. Y mi padre nunca miente.
Mi padre es piloto, no un piloto cualquiera, es piloto de guerra de la Fuerza Aérea, llega como el viento, eso dice mi abuelo, y su voz, como la de Yavé, es un trueno que destruye a nuestros enemigos. El trabajo de mi padre es matar terroristas. Los terroristas son muy malos y quieren acabar con nosotros, quieren matarnos a todos. Por eso, hemos de matarlos nosotros a ellos, a todos y cuanto antes. El avión que conduce mi padre sirve para eso, para matar terroristas. Arroja las bombas sobre sus casas y los destruye. Mata a los terroristas y a sus familias, a sus mujeres, a sus padres, a sus hijos.
Los terroristas son tan malos que cuando mi padre les bombardea colocan a sus hijos más pequeños en los terrados de sus casas, para protegerse. Por eso mueren tantos niños, hijos de terroristas, no por otra cosa. Y aunque es una pena, los hijos de los terroristas deben también morir, pues de lo contrario cuando se hacen mayores se convierten a su vez en terroristas. Así me lo explica mi padre, así nos lo explicó la semana pasada en la escuela la señorita Sara y el rabino Aaron nos lo repite cada sábado. Los terroristas, sus familias y sus hijos quieren matarnos para quitarnos la tierra que Dios nos concedió. La Biblia lo dice bien claro y todo el mundo lo sabe, somos el pueblo elegido. Dios nos creó a su imagen y nos dio la tierra en la que vivimos para trabajarla y vivir bien. Los terroristas están contra Dios y quieren robarnos nuestras tierras, las tierras que Dios nos prometió primero y nos entregó después.Como dije, hoy cumplo siete años. Mi madre me ha traído por primera vez a la colina. Desde aquí arriba se ven las casas de los terroristas. Han subido también varios vecinos, con sus hijos, niños y niñas de mi colegio, los conozco a todos, y hasta la señorita Sara está aquí, muy sonriente, hablando con unos y otros, no está tan seria como en clase; mi tío Saúl charla con algunos amigos, están sentados en sillas plegables, alrededor de una mesa que han subido de casa, todos beben cerveza kosher, fuman y parlotean contándose historias de cuando estuvieron en el ejército, ellos también lucharon contra los terroristas. Hace calor; mamá ha hecho zumo de naranja con hielo y lo ha subido en una jarra, para mi hermana y para mí. Mamá me coloca una gorra de visera y me dice que no me aleje, que pronto veré el avión de papá lanzando bombas contra los terroristas. Mi padre, esta mañana, muy temprano, antes de salir para el aeropuerto militar me colgó del cuello su regalo por mi cumpleaños, unos prismáticos con el escudo de la Fuerza Aérea: “Felicidades, me dijo, con esto podrás ver cómo trabaja papá” y se echó a reír mientras me estrechaba entre sus brazos y me levantaba en el aire, como si todavía fuese un niño pequeño. Luego, mamá me abrazó también y me entregó un pequeño ordenador de bolsillo y una camiseta con la bandera de Israel y la frase “Conquistad la tierra prometida.”
“Hoy subirás a la colina – me dijo mamá- para que veas los aviones, para que veas cómo papá y todos los soldados nos defienden de los terroristas”.
Y aquí estamos todos, como digo, yo por primera vez, como celebración de mi cumpleaños. Mi tío y sus amigos, que también fueron soldados, mamá, mi hermana Esther, la señorita Sara y un montón de amigos, todos alumnos del colegio de la colonia Abraham; ha subido incluso el rabino, que a todos sonríe y ofrece su mano.
De pronto, los veo, ahí están; pasan sobre nuestras cabezas, retumbando como mil truenos, una formación de aviones de bombardeo. Mi madre me señala uno de ellos: “ese debe ser el de papá”. A mi me parecen todos iguales y no logro distinguir los números que llevan en sus alas. Se alejan muy rápido y en un segundo se sitúan sobre las calles y los edificios que vemos enfrente, en la Franja de los terroristas, Gaza dicen que se llama, una parte de la tierra que nos dio Jehová. Mamá me ayuda a graduar los prismáticos y llego a distinguir las pequeñas figuras de los terroristas, allí a lo lejos, a uno o dos kilómetros, no más, según oigo decir a la señorita Sara. Veo hombres, mujeres y niños corriendo. Las bombas empiezan a caer. Los edificios se derrumban, los terroristas caen aplastados y sus mujeres también y sus hijos. Mi tío Saúl y sus amigos, ríen y cantan a coro canciones militares, brindan entrechocando sus botellines de cerveza. Cada vez que una casa se derrumba, dan vivas de entusiasmo, aplauden y hasta se levantan de sus sillas plegables para abrazarse y dar unos saltos.
Sin apartar los prismáticos de mis ojos intento observar los terrados de algunos edificios. Allí deben estar los hijos de los terroristas, haciendo de escudo para sus padres. Pero no deben ser muy valientes. Han debido escapar o esconderse, pues no veo a ninguno. En las calles sí y en un parque cercano a un edificio muy alto, allí veo gente corriendo, niños también y niñas de la edad de mi hermana más o menos, de pronto caen las bombas y les veo saltar a todos como impulsados por las explosiones, como si hubiesen pisado un enorme muelle, veo varias niñas que saltan y son arrojadas contra el suelo, una de ellas se rompe en el aire, en medio del salto. Un buen escarmiento para los terroristas.
Los aviones siguen pasando durante horas, una formación regresa y otra, a los pocos minutos, vuelve al ataque. Estamos ganando. Pasan horas y horas. Empieza a anochecer y me siento cansado, me entra sueño y empiezo a aburrirme. Llamo a mamá que está habla que habla con una vecina.
– Mamá, me aburro.
– Ahora, cariño. Volvemos en un minuto.
– ¿Y papá? – pregunto – ¿ya ha terminado con los terroristas?
Mi madre y la vecina me miran y se sonríen.
– Con algunos, hijo, no es fácil acabar con todos, pero mañana volverá con su avión y seguirá trabajando. Ahora vamos a prepararle una buena cena, que se la ha ganado.
– Sí mamá.
– ¿Te han gustado los prismáticos?
– Mucho, pero ya estoy cansado.
– Pues despídete de tu tío y de la señorita Sara y vamos a casa. Voy a buscar a tu hermana.
– Sí mamá.
* Este relato forma parte de un conjunto de narraciones en preparación titulado HAZAÑAS BÉLICAS
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Interesante. La “Tierra prometida” siempre estará con nosotros, alfombrada de rojo carmesí y decorada con hortalizas y patatas del huerto de Abraham.
Impresionante!! el poder del terror en la ironía, o de la ironía en el terror. Un relato excelente que plasma la realidad a la perfección.