El almuerzo en pelotas
(Pocas cosas son tan deliciosas como una buena sopa de tortilla, pero ese es otro tema).
Alma Guillermoprieto
El hombre escribe sobre lo que come. La historia de la literatura es la historia de la comida… Un banquete es una epopeya… la literatura es un pretexto para hablar de comida.
Héctor Zagal Arreguín.
Otra semejanza que Ferran Adriá apunta entre música y cocina es que ambas están “condenadas a ser efímeras y fugaces”. Una tercera e importante es el ritmo.
Juan Manuel Játiva
La poesía le muestra al hombre su alma; dice Goddard “como un espejo le muestra su rostro”. Y es justamente nuestra alma lo que la cultura del imperialismo, de los negocios y de la tecnología quieren destruir.
Chris Hedges
Por ahora no pido más / que la justicia del almuerzo.
Pablo Neruda
Biblioteca. Al abrir la primera página del restaurante (un poema de Luis Palés Matos), entraron fragmentos de la novela que había estado leyendo antes de entrar, El asco. Thomas Benhard en San Salvador (1997): “y se las ingeniaron para llevarme a comer pupusas al Parque Balboa”.
El calor centroamericano de la novela, “ese infierno achicharrante y embrutecedor de la costa tropical, de la fulminante bocanada de calor que me transformó instantáneamente en un animal sudoroso”, se queda con el restaurante poético de Palés: “Mi restorán abierto en el camino / para ti”. El fuego activa las neuronas caribeñas del lector (tan acostumbradas a la diáspora fría del norte usamericano). Un sujeto colonial y diaspórico que, además de a leer literatura, va al restaurante antillano los veranos a comerse libros como Balada transgénica (2005), Culturas imperiales (2005), Cosechas robadas (2003), Nietzsche: o la dama de las ratas (1986), A la mesa con Neruda (2011).
Mientras hojea el menú, como eco o cita al garete, siente el calor de un cuento de la literatura puertorriqueña, “Sol negro” (1972), plato literario que, desde su crítica social, quema el menú que el lector-comensal tiene en frente. Un cuento que Emilio Díaz Valcárcel cocinó en las colonialidades de género, raza y clase de la isla. Como si el toqueteo loco del bongó que narra el cuento —una colonialidad del ser— provocara un achispamiento organoléptico (sinestésico), el lector colonial y diaspórico se muere de hambre con este libro —de Michel Onfray— en la cabeza: El vientre de los filósofos (1996).
De la escena culinaria que se va formando (un almuerzo poético) entre los libros que el comensal tiene sobre la mesa —mi restorán abierto en el camino para ti, trashumante peregrino. Comida limpia y varia sin truco de especiosa culinaria—, empieza a salir un aroma a ensayo literario (y no, como en la obra de Yván Silén, un olor a anti-ensayo).
Pintura. Ubicado en el restaurante azul del Viejo San Juan que pintó Rafael Tufiño, La botella (1959), el almuerzo se puebla rápidamente de personajes literarios; como los escritores criollos que almuerzan en Elogio de la fonda (2001), al igual que los extranjeros que lo hacen en el Café Manolín de la Calle San Justo, un restaurante que mantiene precios de fonda. Y esto porque, según Jorge Rigau, tanto la literatura puertorriqueña, René Marqués, como la antropología, Ricardo Alegría, han sido amantes del espacio arquitectónico del Viejo San Juan.
Pero no sólo de escritores se llena el restaurante colonial de Tufiño. Pronto llegaron los demás (incluido Nicolás), como el rapero letrado (Residente), el fotógrafo documental (Delano), el cinéfilo gringo (Allen), el artista plástico (Quijano), y otros buitres de la gula transnacional.
Poesía. Y así, tras el bastonazo carpenteriano —también Edgardo Rodríguez Juliá bastonea en alguno de sus elogios; como a su manera bastoneó la sindicalista boricua Luisa Capetillo en la Cuba de 1915, a la que llegó vestida de hombre— que dan los músicos de Concierto barroco (1974), todos imaginarios —del Gran Combo se escucha “Arroz con habichuelas”; de Cal Tjader, “Cuchifrito Man”—, el almuerzo se plantea como una comilona que rebasa geografías y epistemologías, para formar “enredos,” en el sentido heterárquico de Ramón Grosfoguel: “diversas jerarquías de poder… entrelazadas y enredadas unas con otras… [en las que] la idea de última instancia no se puede determinar a priori para todas las situaciones”.
Escena de comensalidad entre la literatura, la música y la imagen visual; un almuerzo en el que se enreda Reimundo y las demás, según la política de puertas abiertas de Palés, cuyo poema, “Menú” (1942), interpela al comensal foráneo para que entre al restaurante de Tufiño:
“Mi restorán abierto en el camino
para ti, trashumante peregrino.
Comida limpia y varia
Sin truco de especiosa culinaria.
…
Mi restorán te brinda sus servicios.
Arrímate a la mesa, pasajero,
come hasta hartar y séante propicios
los dioses de la Uva y el Puchero”.
Poema escrito en plan antibelicista (1942), mediante el cual el poeta-chef invita a una ingesta fenomenológica, de modo que al entrar al restaurante y comerse la antillanía que el chef receta, “aquí está este racimo de bohíos… sobre cuyas techumbres cae, espesa, yema de sol batida en mayonesa”, el pasajero extranjero se meta de lleno en la sazón de la caribeñidad; y se transforme ontológicamente. Una invitación latinoamericanista que, en 1942, le disputa a Europa, desde la ola creada por Oswald Spengler en 1918, la vitalidad del ser:
“Tengo setas de nubes remojadas
en su entrañable exudación de orvallo,
grandes setas cargadas
con vitamina eléctrica de rayo,
que dan a quien su tónico acumula
la elemental potencia de la mula”.
Libro. Desde la novela, se acerca a la mesa barroca del restorán palesiano José Lezama Lima. En saco y corbata, se posiciona junto a la ventana para no ahogarse de calor. Con el habano en la mano izquierda, pone Paradiso (1966) sobre el mantel individual que tiene motivos de Amalia Peláez.
Se sienta. Espera que le traigan café; luego, prende el habano y pide unos versos de Góngora en salsa ajilimojili. Le traen un bol de sopa de plátano, rejuvenecida con tapioca, igual que en Paradiso. Escupe por la ventana el pedacito de tabaco que se le ha pegado en la lengua, le pega varias chupadas al habano, exhala y contempla el humo con los ojos cerrados. No se propone dejar que se le enfríe la sopa.
Entre la cubanía que se congrega alrededor del plátano lezamiano, llegan varios dominicanos con diferentes ediciones de Enriquillo (1879). Algunos, los que en el siglo XIX habrían resistido la usamericanización de la Península de Samaná, reparten imágenes de Las Mariposas, dibujadas en el contexto de La fiesta del chivo (2006), novela en la que las hermanas Mirabal (las mariposas) no son protagonistas. Otros se remiten a la plaga de hormigas que, según La isla que se repite (1989) de Antonio Benítez Rojo, asedió a Bartolomé de las Casas en la Hispaniola del siglo XVI: “una plaga en regla de hormigas negras, libres por los caminos y los campos, arrasando todo lo que encuentran al paso”.
Los dominicanos que, como Juan Luis Guerra, citan al entrar al restaurante el ensayo del periodista-literato José Ramón López, “La alimentación y las razas” (1896), piden mofongo y mangú para alejarse de aquellos prejuicios decimonónicos pancaribeños, todavía vivos en la primera mitad del siglo XX; prejuicios que, resignificados en el contexto del siglo XXI, la literatura infantil boricua combate con libros como Mangú y mofongo (2006), cuento en el que se les cuece a las nuevas generaciones de la isla una intersubjetividad fresca entre lo boricua y lo quisqueyano.
Por eso, cuando Juan Luis Guerra abre el caldero humeante que le envía la comunidad dominicana de Santurce, Puerto Rico en la olla (2006) de Cruz Miguel Ortiz Cuadra, se da cuenta de que en la “isla del encanto” se ha venido cocinando la misma colonialidad del ser y del sabor que en la República Dominicana: “El plátano también fue concebido por los más ilustrados como alimento rural y bárbaro antes que urbano y civilizado. En cierta manera, la prodigalidad de la planta, la escasa disciplina que requería para cuidarla y obtener de ella alimento, y sus pocas posibilidades de mercadeo en Europa, sirvieron para elaborar juicios adversos sobre la capacidad de trabajo y las formas de vida de los que poblaron los campos del país”.
Una colonialidad del sabor ésta que se repite en la historia del maíz, la papa, la quinoa (no así del chocolate ni de la piña).
Sacándose de las mangas libros de Pedro Mir y de Juan Bosch, los dominirriqueños que habían invitado a Juan Luis Guerra al almuerzo empezaron a llenar la mesa de poemas que le habían hecho al Río Ozama. Un homenaje juguetón, dijeron, a la obra de Lezama, cuya hermana, Eloísa, había sido su profesora de literatura en Puerto Rico.
Para subrayar el blanqueamiento del plátano contemporáneo —lo que explica su presencia en el banquete lezamiano de Paradiso—, uno de los dominicanos, ¿Marcio Veloz Maggiolo?, se refiere al cuadro del arista puertorriqueño Ramón Frade, El pan nuestro de cada día (1905).
Un plato en el que el retrato de un campesino empobrecido, tan pobre que tiene que sustituir el plátano (la copia) por el trigo (el original), se convierte en emblema de la pobreza caribeña de la primera mitad del siglo XX. Una imagen del plátano que, entrada la segunda mitad del siglo, ha sido desmontada. Por eso, en 1992, la clase media dominicana defendió la criollez (del plátano) frente a la extranjería purulenta de los “pollos gringos con gusanos”, estudiados por Lauren Derby.
Música. Quizás como un eco del dominicanismo de Tego Calderón, el Aballarde del reguetón político que sacudió a Puerto Rico en 2002, la llegada de Residente (Calle 13) se siente de golpe en la cocina, espacio palesiano marcado, además, por la filosofía culinaria de Tego: “la vida es bella / desayunar pan café mortadella”.
La llegada de Residente resuena desde un enredo más lejano: la antillanía decimonónica de Eugenio María de Hostos, inextricablemente vinculada a la República Dominicana. Calle 13 es claro: los dominicanos que residen en Puerto Rico aportan más de lo que ha aportado el colonialismo, tanto español como norteamericano. Una vez trazada esta línea divisoria, “dominicano santurcino, buen residente,” Residente se quita la camisa para que se le vea uno de los tatuajes del brazo derecho: la pintura de Jean Michel Basquiat (haitiano-puertorriqueño de Nueva York). A calzón quitado, aprovecha el eco de la arquitectura colonial de La botella (1959) para gritar en tono juguetón: “soy la mezcla de todas las razas, batata, yuca, plátano, yautía y calabaza”.
Residente se crece en su histrionismo lúcido y sonoro; le pega varios toques al timbal de Rafael Ferrer, Untitled (1979), y pasa de inmediato a darle la mano a Carlos Baute, un cantautor pop venezolano que le envía poemas de Juan Luis Guerra (440) a sus enamoradas, a quienes, cual Rubirosa, conquista en España, donde vive alejado de Hugo Chávez. Picoteando del cuentito de Virgilio Piñera, “La carne” (1941), cuando se le acerca el mesero —un caribeño salido de uno de los cuentos de Ana Lydia Vega en Encancaranublado (1982)—, Residente le pide que traiga el plato canónico del chef-poeta, “Sopa de Martinica”:
“… caldo fiero
que el volcán Mont Pelée cuece y engorda;
los huracanes soplan el brasero,
y el caldo hierve, y sube, y se desborda,
en rebullente espuma de luceros”.