El banco de mis juegos
Ángel Hernández Pardo. LQSomos. Octubre 2015
—A ese que llevan ahí es a mí.
Recuerdo que era otoño avanzado porque es en esta estación del año cuando termina mi hibernación estival y mi vida germina como las plantas en primavera. Mis neuronas, en estas circunstancias, transportan la información a su destino sin retraso alguno. Ese día amanecí feliz y lleno de vida acompañado de una temperatura que me animaba a dar un buen paseo. Mi actividad pedestre volvía para tonificar mis piernas y recuperar mis recuerdos al recorrer las calles que soportaron mi niñez.
El punto de salida de mi recorrido siempre lo comienzo en el número 20 —ese será siempre mi número, aunque ahora sea el 24— de la Calle del Empecinado.
Esa mañana elegí pasar por Siete Esquinas, Santa Clara, Travesía de Avellaneda, Escritorios, para finalizar en la Plaza de los Santos Niños.
Cada vez que procedo a estirar las piernas suelo cambiar de itinerario. Puedo encaminarme por Damas, o por Portilla, o Siete Esquinas, o, tal vez, por el Paseo de los Curas…, y así me doy una vuelta por el casco antiguo de Alcalá de Henares. Pero siempre termino en la misma plaza.
¿Por qué esta obsesión mía por acabar todas mis caminatas en esta plaza? Porque es allí donde se encuentra mi portería, mi caballo y mi castillo: El banco de mis juegos. Es querencia mía poner mis posaderas en el banco de piedra que usaba para mis juegos y que se encuentra frente a la Iglesia Magistral.
Y es en ese banco donde me encontraba realizando ejercicios de evocación de mis recuerdos cuando alguien dijo eso de:
—A ese que llevan ahí es a mí.
Lo primero que se me ocurrió en ese instante fue girar la cabeza hacia el lugar desde donde provenía el comentario. La imagen de la persona me era borrosa debido a que el sol en esos momentos me deslumbraba. El comentario podía tener cierta justificación porque el personaje que me sorprendió diciendo esto se sentó en el otro extremo del mismo banco en el que yo me encontraba, y como nuestra posición era la misma podíamos observar a un cortejo fúnebre que surgía de la iglesia.
Tengo que reconocer que en un primer momento me sobresalté con sus palabras al no haber sido consciente de la llegada de esta persona al banco.
Cuando emitió esa frase tan enigmática me vino a la memoria una historia de una obra teatral que leí unos años antes, y que se titulaba: “Historia del zoo”, de Edward Albee. La obra, que es una tragedia social, se desarrolla en el parque famoso de Nueva York. Un hombre, padre de familia, se encuentra sentado tranquilamente en un banco de ese parque leyendo el periódico; y en esto aparece un joven llamado Jerry. Este joven viene de visitar el zoológico. Sin venir a cuento, el tal Jerry, comienza a contarle historias, a cuál más rara, sobre todo una relacionada con un perro, y que es de ¡aúpa! Cuando menos se lo espera Peter, que es así como se llama el señor del banco, Jerry saca un arma blanca. No sigo con la historia para no estropearles su lectura. Pues bien, tuve la sensación, en este caso, que podía estar ante un Jerry cualquiera. Claro, también podía ocurrir que este aparecido hubiera emitido esas palabras como metáfora, al ver el funeral, por la pérdida de un ser querido. Con el propósito de que me aclarara tal comentario y sosegar mis miedos traté de entablar conversación con el sujeto.
—¿El fallecido es un familiar suyo?
El tipo ni se inmutó con mi pregunta. Yo sabía que me había oído, pues el volumen de mi voz fue el adecuado para llegar al lugar donde él se encontraba, y las dimensiones del banco no eran como para enviar a un mensajero. Al no recibir respuesta alguna entendí que no estaba interesado en mantener conversación alguna conmigo. Decidí calmar mi deseo en prorrogar mi interés para averiguar la intención de sus palabras. Aunque no le miraba, era consciente de que seguía en el otro extremo del banco. Unos minutos después volvió con sus palabras en clave cuando le volví a oír:
—¿Es que no lo ves?
Me habló con tanta familiaridad que me dejó perplejo. Era evidente que se dirigía a mí, e inmediatamente pensé que me conocía de algo. Dudé en preguntarle si era de Alcalá, a qué familia pertenecía, en qué barrio se había criado y otras zarandajas de este tipo. Pero un sexto sentido me aconsejó que no lo hiciera; lo más prudente que se me ocurrió fue fijarme en él con la intención de reconocerle.
En el lugar en el que me encontraba, como dije, me daba el sol de cara, lo que me ocasionaba una cierta torpeza en la visión. Si a esto le añadimos un cierto disimulo por mi parte, para no parecer un descarado al mirarle, la dificultad en saber quién era dicha persona aumentaba. De todos modos lo intenté. Llevaba en esa tarea unos segundos cuando se me desató una risa floja, manifestándose de manera hiposa. La imagen allí representada, no sé si por culpa de la ceguera momentánea, era la de alguien vestido con una especie de camisón bastante raído. Intentaba sosegar la risa, producto de la aparición de este personaje, cuando de nuevo volví a tener acceso al almacén de mis recuerdos, recogiendo una imagen que se fundía con la de mi vecino de banco. Empecé a revivir un episodio del que fui protagonista. Me encontraba vestido de esclavo romano con otros paisanos míos de Alcalá esperando la entrada por la Puerta de Madrid de Kirk Douglas encarnando la figura de Espartaco.
Cuando yo era un niño, en Alcalá de Henares, se hacían películas de romanos, del Oeste, bélicas, de la vida de Cristo… Pensándolo bien, era el sitio ideal para rodar todo tipo de historias cinematográficas. La ciudad y sus alrededores podían reflejar cualquier contienda, y gracias a muchos edificios en ruinas, a consecuencia de los bombardeos de la aviación nazi-fascista contra la población civil, sus decorados naturales ofrecían los recursos suficientes para crear batallas, escenas de pánico y destrucción de una ciudad.
Supongo que todo esto era conocido por la industria del cine, y ese conocimiento de nuestra historia facilitó que muchos alcalaínos pudieran llegar a fin de mes al trabajar como extras en alguna de las películas que se rodaban por este lugar.
Y allí estaba yo para participar en ese evento. Un chaval con once años consigue su primer papel en una película, ¡y no veas en qué película!, ¡nada más y nada menos que en la de Espartaco!
Sentía curiosidad por conocer la vida que pudo llevar este esclavo, y que tuvo que ser bastante peculiar para que decidieran llevarla al cine. Eché mano de mi padre, al que le gustaba leer siempre que caía en sus manos libros de historia prohibidos por la dictadura franquista, para que me facilitara información sobre este personaje. Antes de responder sobre algo que tuviera que ver, de alguna manera, con su propia experiencia, se mantenía en silencio el tiempo necesario para ordenar en su cerebro sus conocimientos. Pero ese día ocurrió algo diferente a lo que nos tenía acostumbrados. Sus ojos no paraban de moverse de un lado a otro, como si tuvieran prisa en localizar la respuesta lógica para ofrecérsela a su entendimiento. De repente, le vi detener su mirada en un reloj de pulsera que colgaba de un clavo en la pared, al que siempre le mantenía en hora con la esperanza de que se materializase el espíritu del dueño de ese objeto. Perteneció al tío Julián, su hermano. Le ocultó en casa para preservarle de la venganza de los golpistas, por ser un joven que se destacó en la defensa de la República Española. Pero en una de sus salidas clandestinas -en octubre de 1939- tuvo la mala suerte de ser reconocido por un guardia civil de su pueblo.
Detenido y torturado sin descanso en el cuartelillo de la Guardia Civil de Alcalá de Henares fue fusilado unos años después por los que se levantaron contra la legalidad republicana. Tenía 27 años… ¡Qué número más fatídico! Yo mismo, que pertenecí a la Resistencia contra el fascismo en España, después de estar secuestrado unos cuantos años en las cárceles franquista fui excarcelado cumplidos los 27 años; y ese otro 27 de septiembre de 1975, ¡qué impotencia ante esa barbarie del régimen matón!, imposible de olvidar.
Mi padre jamás superó ese trago. Él se responsabilizó, como hermano mayor, de cuidar que no le pasara nada al tío Julián; pero mi padre no se encontraba en casa cuando Julián decidió con otro de sus hermanos irse a tomar una cerveza al bar Becerril de la Calle Mayor que ese día habría por primera vez sus puertas. Después de pasar una guerra sin rasguño alguno una cerveza que no pudo apurar fue el cebo para acabar con su vida.
Una vez aflojada la mirada en el reloj de sus remordimientos decidió caminar con sus pensamientos por los lugares que marcaron su vida, ayudándose con los pocos objetos que se encontraban en la habitación y que todavía le quedaban de su juventud… Realizaba este ejercicio cuando se dirigió a mí con estas palabras:
—Hijo, a Espartaco le pasó lo mismo que a nosotros. Él era una mercancía para sus amos, y para acabar con esa situación se levantó en armas contra los tiranos de su época, con el propósito de conseguir su libertad y la de los demás esclavos, por eso le crucificaron. Espartaco entrará por la Puerta de Madrid, y todos los esclavos, entre los que tú te encontrarás, os alegraréis al ver la llegada de vuestro libertador. Creo que con esto ya puedes componer tu personaje.
No dijo más, y el silencio rellenó el resto. Me dejó en ascuas la corta información que me dio de Espartaco. Para mí, comprender el significado de las palabras de mi padre era todo un jeroglífico. Pero así era él. No le gustaba, nada de nada, dejar resuelto cualquier asunto que tuviera que ver con la actividad de pensar. Se empeñaba en que, una vez lanzada la idea, teníamos que poner a trabajar nuestro cerebro y deducir el resto. Él decía que era la forma de evitar que fuéramos manipulados.
A la mañana siguiente, vestido con los harapos de esclavo romano, me dirigí a la Plaza de los Santos Niños a esperar a un amigo de mi misma edad. Él llegó con toda su familia: padres, hermanos, tíos, abuelos… Jugábamos y reíamos con nuestra vestimenta de esclavo cuando reparamos en la concentración de otros actores en la misma plaza. Tal vez no éramos los únicos a los que se nos ocurrió citarnos allí. Este suceso habría pasado desapercibido y sería anodino en esta época sabiendo que la Calle de los Coches, que era la calle que teníamos que tomar para acercarnos a la Puerta de Madrid, salía de los Santos Niños. Pero ver en ese momento tal multitud de gente reunida, ocupando toda la plaza, para ir a dar la bienvenida a nuestro libertador era todo un atrevimiento.
Miré a cuantos pude por ver si reconocía a los otros esclavos. Un número alto de los concentrados allí me era bastante familiar, pues tenían, al igual que yo, parientes con un pasado republicano a los que se les trató de un modo brutal.
Yo creo que para la mayoría de mis compañeros de reparto lo más importante, lo que más les motivaba a participar en esta película no era el dinero que pagaban por actuar. Pienso que eran otros intereses lo que les llevó a trabajar en la película; tenía que ver más con aprovecharse de su participación en ese evento con la intención homenajear a un revolucionario. Digo esto, porque de la misma manera que todos los figurantes nos íbamos concentrando en la plaza corría el rumor de que los de la brigadilla se encontraban merodeando por el mismo lugar. Aseguraban los que se toparon con ellos que andaban algo nerviosos.
La brigadilla eran unos tipos que hacían labor represiva, los secretas de la Guardia Civil. Estos personajes eran grandes acumuladores de todo lo que se decía en contra de los fascistas. Filtraban, a través de su fino oído, cualquier conversación que tuviera un carácter peyorativo contra la dictadura. Estaban todo el día de acá para allá. Su obsesión por cazar Rojos les hacía estar en una gran forma física, pues no había día que no recorrieran toda la ciudad varias veces. Sus lugares predilectos eran las tabernas, que era el sitio donde los trabajadores acudían a jugar su partidita.
Tengo un recuerdo de estos tipos muy curioso. Mi padre solía ir a jugar al mus, las tardes que podía, a un bar llamado el Sanatorio, cerca de la Puerta del Vado, a dos pasos de nuestra vivienda. La taberna se llenaba de hombres después de haber terminado su faena de trabajo. Eran trabajadores curtidos, y la mayoría bastante delgados, con unas manos machacadas por sus penosos trabajos. Pero viéndoles allí, jugando su partida de mus, parecían de lo más contentos. Es posible que por ironías de la vida aquella taberna, en realidad, estuviera sirviendo de auténtico sanatorio para recomponer la esperanza rota de estos hombres.
A veces acompañaba a mi padre al Sanatorio porque sabía que siempre me compraba cacahuetes, (cacagüeses decíamos nosotros) dejándome mojar los labios con el coqui (vino tinto con gaseosa en una botella de pepsi) que él bebía.
Me juntaba con otro niño que seguía siempre a su padre a este bar. Los dos teníamos como juego, a parte de la rana que nos encantaba, adivinar lo que pensaban algunos de estos hombres. Para realizarlo necesitábamos que los parroquianos de este lugar tuvieran un motivo para no poder expresarse libremente. Las ocasiones en las que se realizaba este milagro eran bastantes frecuentes. Ver entrar a los de la brigadilla por la puerta del Sanatorio y venir que ni pintado para nuestro juego.
Como todos los conocíamos, su aparición lograba que las únicas palabras que se oyeran fuesen las relacionadas con el juego. De la amputación que ocasionaban estos siniestros personajes con su presencia nacía otra forma de expresión mucho más sutil entre los clientes de la taberna. Los hombres que procuraban matar sus penas en este lugar desarrollaron a lo largo de los años de represión una nueva forma de relacionarse sin necesidad de hablar. Sus pensamientos seguían produciéndose: expresaban mucho sin emitir palabra alguna, evitando así ser detenidos por opinar. Para sobrevivir del horror franquista los pacientes del Sanatorio se comunicaban por señas faciales camuflándolas con las señas del propio juego. A diferencia de los de la brigadilla nosotros jugábamos con ventaja al haber sido educados desde temprana edad a ejercitarnos en el mismo lenguaje de signos que nuestros familiares. Demasiados años sin poder expresarte libremente te hace un experto en este tipo de lenguajes.
Nos situábamos lo más cerca posible de los jugadores para no perdernos nada de lo que mostraban sus rostros. A los cuatro elegidos les nombrábamos según el punto cardinal en el que se encontraban situados. Nos jugábamos quién empezaba primero. Para ello teníamos que acertar en qué mano se escondía el cacahuete. Una vez realizado el sorteo el ganador comenzaba a imitar los mismos gestos que producían estos hombres y que nosotros podíamos traducir sin ningún problema.
—Norte le dice a Sur: Estos cabrones vienen bien trajeados.
Ahora le tocaba seguir con el juego al otro.
—Sur contesta a Norte: Vendrán de misa, tienen que portarse como buenos católicos… ¿Qué mierda están haciendo ahora?
Sur estaba de espaldas a los de la brigadilla y no podía ver lo que hacían. Una vez comenzado el juego no era necesario guardar turno para hacer de espejo. El que antes conseguía imitar la expresión de aquellos hombres era el que tenía preferencia.
—Norte le aclara a Sur: Ahora se están bebiendo una cerveza, que los muy gorrones no pagarán… Acaban de mirar hacia aquí.
—Este les advierte: creo que están hablando de nosotros. Me apuesto lo que queráis a que se acercan a molestarnos.
—Norte dice: Pues que se jodan. Nos cerrarán la boca pero jamás matarán nuestros pensamientos.
—Oeste, con lo que ha dicho Norte se asusta un poco y dice: ¡Calla!, ¡calla!, ¡hostias!, que son especialistas en dar café.
El ¡Calla!, ¡calla!, que había transmitido Oeste les había provocado a los cuatro unas risas, al comprobar que estos tipos eran incompetentes para descubrir lo que pudieran pensar si no se lo arrancaban a palos.
Estábamos enfrascados en este asunto cuando vimos entrar por la puerta del Sanatorio al siniestro Hierbas. Era el jefe de la brigadilla. Sin mediar palabra alguna con sus compinches se dirigió al grupo de jugadores que antes he mencionado. Iba derecho hacia Sur, al que se le había metido entre ceja y ceja. Se acercó a él por la espalda dándole unas palmaditas en el hombro, y con la seguridad prepotente del vencedor sobre el vencido regurgitó unas palabras con cierto retintín.
—Vaya, vaya, ¿jugando con los camaradas, eh?
La cara de Sur era una máquina de muecas. Sus pensamientos salían disparados como cartuchos de perdigones desparramándose violentamente contra el energúmeno. Mi amigo y yo no conseguíamos coger nada más que palabras sueltas: cabrón… cobarde… llegará… jamás… Era imposible para nosotros, en esos momentos, crear una frase que tuviera sentido.
El tal Hierbas seguía provocándole, quería que Sur saltara, y de esta manera tener motivos suficientes para detenerle delante de todos nosotros.
Observábamos el desarrollo de aquella cacería esperando la puñalada de este elemento. El muy cabrón se tomaba su tiempo para crear una cierta tensión. El silencio que mantenía Hierbas para emponzoñar mucho más el ambiente los compañeros de Sur lo utilizaban para calmarle.
—Cuidado con este cabrón. Está deseando que saltes.
—No se te ocurra perder los nervios.
—Hazte a la idea de que no existe.
—No solo te ofende a ti, así que, tranquilo compañero.
Mi amigo y yo íbamos recitando toda esa retahíla de consejos que le hacían a Sur, y al mismo tiempo observábamos el desarrollo de los acontecimientos. Todos los que se encontraban en la taberna tenían puesta su atención, disimuladamente, en el conflicto ocasionado por el jefe de la brigadilla con Sur; al mismo tiempo se les veía cierta tranquilidad en sus caras al no haber sido elegidos esta vez por el truculento personaje.
Hierbas utilizó la táctica de hacernos creer que se alejaba de Sur y le dejaba de molestar; pero volvió sobre sus pasos, no tenía intención de abandonar su presa, lo demostró encarándose con él.
—¿Tu mujer decidió casarse de nuevo, verdad? Seguido de una gran carcajada, sirviéndole de coro sus clones.
Cuando Hierbas le escupió todo su veneno en la cara, todos los hombres que se encontraban en el lugar se sintieron heridos de la misma manera que Sur, y el silencio atronador de los pacientes del Sanatorio sirvió para mostrar la solidaridad al ultrajado. Ante la presión silenciosa que ejercían todos los asiduos al Sanatorio, el famoso Hierbas y el resto de la brigadilla tuvieron que salir presurosos de la taberna al adivinar que en esos momentos corrían verdadero peligro.
Sur una vez contó que en una conversación con unos compañeros de trabajo, el 24 de octubre de 1939, en la fábrica Forjas Alcalá (con un militante de la CNT y un afiliado como él al Partido Socialista y al sindicato de la UGT) salió a relucir los registros que realizaban los guardias civiles en las casas de los vencidos, con las requisas correspondientes a los que defendieron la República Española. Comentaban entre ellos que la Guardia Civil en esos registros se llevaron varios objetos personales: un reloj, una navaja de afeitar, una cazadora de cuero, un colchón, sábanas, mantas… Una vez detenidos por esas murmuraciones, al ser delatados por otro obrero adicto al Régimen, y que escuchó esos comentarios, les fueron a registrar sus casas la Guardia Civil. Después de poner todo patas arriba, así operaban, en los registros se llevaron: un colchón de oficiales, dos mantas, cinco camisas blancas, cinco pares de calzoncillos, un tabardo y tres caretas antigás. Se trataba de acabar con cualquier vestigio republicano, ya fuesen personas o cosas. Estaba en marcha la ejecución de imponer el pensamiento único: el Nacionalcatolicismo. Pero lo más grave fue lo que le dijeron a la mujer de Sur en ese registro, se le aconsejó que se casara con otro ya que a su marido no le volvería a ver. Se les instruyó juicio sumarísimo de urgencia con el número 54.339 por murmurar contra la actuación de la guardia civil y ocultación de prendas y efectos propiedad del Estado. Los juzgó un tribunal militar y una vez condenados él pasó más de tres años preso y alguno más desterrado en Sagunto, Valencia.
Estos tenebrosos personajes pululaban por todos los rincones de Alcalá; se dedicaban a perseguir al que manifestara descontento contra la dictadura. Por eso era normal que estuvieran a la expectativa de cualquier conato de rebelión que se pudiera dar aprovechando ese evento histórico de la época romana y narrado a través de la película de Espartaco.
Sin decir palabra alguna nos pusimos en marcha en gran manifestación todos los esclavos. Caminamos por la Calle de los Coches, para dirigirnos a la Puerta de Madrid. La Puerta de Madrid es un monumento del siglo XVIII, estilo neoclásico, pudiendo dar el pego simulando una construcción romana.
A mí me tocó ocupar, con otros esclavos, las aceras de la Avenida de Madrid, que era parte del recorrido de los milicianos que acompañaban a Espartaco.
No sólo deseaba estar a la llegada de Espartaco, también quería verle. Con habilidad y tesón me puse delante de todos mis compañeros. Saltaba de contento por estar en ese sitio privilegiado, pero pasaba el tiempo y Espartaco no aparecía. A los técnicos era a los únicos que se les oía.
—No, ahí no, quiero la cámara aquí, la comitiva entra por la Puerta de Madrid.
Una hora antes nos estuvieron indicando que teníamos que expresar júbilo y jalear a los milicianos en su recorrido.
Por fin, estaba todo preparado para empezar a grabar este acontecimiento histórico: la cámara, los milicianos, los esclavos y el director. Sin embargo, de Espartaco nada de nada. Yo miraba con gran interés todo lo que sucedía, pero lo único que veía delante de nosotros era un sin fin de personas que manejaban todo ese circo. Mirando a mis compañeros de reparto no lograba descifrar qué era lo que estaba sucediendo en esos momentos. Sólo conseguía entrever una cierta felicidad en sus rostros, un bosquejo de esperanza.
De pronto oí a alguien que hablaba a través de un megáfono.
—Silencio, por favor, vamos a rodar.
Se hizo un silencio sepulcral de tal magnitud que me dio la sensación de que por fin iba a conocer a nuestro libertador cuando el director pronunció la palabra mágica:
—Action.
Entonces, la mayoría de los allí reunidos empezaron a descargar la tensión acumulada durante tantos años de represión. En sintonía, todas las gargantas lanzaron un descomunal grito: ¡Abajo la dictadura! ¡Viva la República! O eso me pareció oír a mí. Y aunque Espartaco no apareció, todos los que participábamos como esclavos en la película fuimos capaces, sin apenas preparación, de interpretar con gran verosimilitud nuestro papel. De ninguna de las maneras nuestra condición reflejaba que pudiéramos estar vencidos del todo a pesar de encarnar el papel de esclavos.
Desde ese recuerdo del pasado fui transportado, en un abrir y cerrar de ojos, al presente. Me ayudó en ello mi compañero de banco que se dirigió a mí de esta manera:
—¿Verdad que es tranquilizador tener resueltos todos tus fantasmas? No hay nada peor que todo aquello que te perturba día a día te termine llevando a un callejón sin salida. Me es imposible admitir que no se repare la agresión de la que fui objeto, y no se aclare lo que me sucedió en aquellas dependencias policiales. De qué me sirve a mí que se congratulen algunos con haber convertido la Transición en un modelo de reconciliación si ésta se sustenta sobre unos cimientos de mentira y olvido. ¿Por qué narran nuestra historia mutilando los hechos que dan credibilidad a la misma? De nada sirve el sacrificio de miles de antifascistas en la confección del traje de la libertad cuando al final sólo muestran lo que hicieron diez; sabiendo que varios de estos diez fueron partícipes de la represión e impidieron, durante décadas, que ningún ciudadano pudiera vestirse con ese traje. Si obligamos a nuestra memoria a que olvide uno de los episodios de represión más sangrientos de la historia de España, y permitimos que el crimen no sea juzgado, lo único que deseo en esta espera infinita es que a todos los ciudadanos de este país se les ponga en cuarentena por tolerar ese genocidio contra los que lucharon por la defensa de la República y la libertad.
Me era imposible seguir el hilo de su monólogo y entender todo aquello que decía la persona que estaba a mi lado. Como en ese momento la Iglesia Magistral se había puesto en medio entre el sol y yo, proyectando su sombra contra mí, decidí de nuevo fijarme en él con detenimiento tratando de conseguir definitivamente quién era el personaje que se dirigía a mí de esa manera tan coloquial.
Traté de relacionar al misterioso del banco, una vez observado, con alguien que yo conociera o hubiera conocido, y lo único que conseguía era describir su imagen: Joven, con cara de niño, alto, delgado, rubio… Su vestimenta era lo más parecida a la de una mortaja. La expresión de su cara no era normal, y advertí que la piel presentaba señales cianóticas. Todo era muy extraño. Es posible que eso fuera lo que me confundió la primera vez que intenté saber quién era, provocando en mí el error de creer ver en él a un esclavo romano. Recorrí visualmente una y otra vez su físico, decidiendo finalmente que podía ser un actor ensayando la obra de Don Juan Tenorio, al estar cerca la fecha de su representación en los escenarios naturales de Alcalá.
Llevaba unos cuantos minutos en esa faena cuando de repente el joven me lanzó esta acusación:
—¿Tú también has perdido la memoria, o eres de los que dicen que es mejor olvidar lo que hizo la dictadura? Tú estuviste en mi entierro, ¿es que no te acuerdas? ¿No te creerás lo del comunicado oficial en el que se afirmaba que mi fallecimiento se produjo por un infarto a causa de una dolencia que ya tenía antes de mi detención? No es la primera vez que utilizan este argumento para justificar que ellos no han sido la causa de desenlaces de este tipo.
Esas palabras iban grabándose en mi cerebro según las decía, sirviendo de catarsis a todo mi ser. Fue en esa experiencia cuando conseguí reconocer al joven que tenía a mi lado. Efectivamente, yo asistí a su funeral.
Meses después de morir Franco acudí a un local —creo que pertenecía a la Asociación de Vecinos del Barrio Venecia de Alcalá, a cuya asociación pertenecía este muchacho— a la exhibición de la película el Acorazado Potemkin. Era una tarde de primavera, y en aquel sitio, entre otros, se encontraba este joven. Una vez finalizada la proyección nos quedamos a comentar la película, donde surgió, como no podía ser de otra manera, algunos aspectos de los acontecimientos políticos que se iban produciendo en España a raíz de la muerte de Franco, y fue así como le conocí. Yo calculé que tendría entre veintidós y veinticuatro años. Estaba casado y a punto de ser padre, lo que le llenaba de júbilo. Ese fue el primero y el último día que le vi vivo.
Me pareció que era un joven con las ideas claras en cuanto a cómo debería ser el cambio en España una vez muerto el jefe de los sublevados. No confiaba en las organizaciones que en ese momento negociaban el final de la dictadura; pactaban borrón y cuenta nueva con los que habían pertenecido y mantenido al Régimen de Franco. Con su actitud de bomberos, trataban, según él, de que se olvidara el pasado criminal de la dictadura, que ningún asesino o colaborador pasara por los tribunales para ser juzgado por sus crímenes, ni pidieran perdón por ello. Puso cara de asombro cuando se trató este asunto. Decía: Ese pacto es en realidad una forma de encubrir el genocidio provocado por la dictadura. No podía ser, siguió diciendo, que no rindieran cuentas los que se habían levantado contra la voluntad de un pueblo. No estaba de acuerdo, de ninguna de las maneras, en que todos los que habían participado en asesinatos, torturas, robo de derechos elementales, encarcelamientos, exilios, atontamiento de la población, y encima nos iban a escamotear una vez más la República, salieran airosos. En esto de la República era tajante. Él consideraba que si se cedía en esta cuestión todos los que habían defendido la legalidad republicana y luchado tantos años para restablecerla serían ninguneados, porque iría implícito, al instaurar la Monarquía, que los culpables de lo ocurrido en aquella contienda fueron los que hicieron posible el advenimiento de la Segunda República, y, por tanto, no se iba a permitir volver a las andadas.
Pensé que este joven no se equivocaba en el diagnóstico. Pero también discurrí que aunque tenía las ideas claras de ninguna de las maneras iba a realizar sus sueños, teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos en nuestro país. Me imaginaba a este muchacho engrosando la lista de los desencantados, en la que yo me encontraba. No tenía ninguna duda de que nadie, absolutamente nadie, de los que podían llevar a cabo esta tarea estaba por la labor de defender sus ideas, y la indefensión de las víctimas del franquismo sería definitivamente eterna. Así le conocí. Y ya digo, no le volví a ver vivo nunca más.
Creo que fue en 1980, gobernando un exjefe del Movimiento Nacional (de los del brazo en alto), cuando me enteré a través de algunos amigos míos que le conocían también de que había muerto cuando se encontraba en las dependencias de la Dirección General de Seguridad al sufrir un infarto mientras estaba siendo interrogado por agentes de la Brigada Central de Información. Al parecer, se le detuvo en casa de unos familiares bajo la acusación de pertenecer a un grupo terrorista, demostrándose después que fue un error, pero ya era demasiado tarde para él. En realidad, su actividad política se enmarcaba en lo que se denomina como movimiento ciudadano. A los familiares les comunicaron que lo que determinó su muerte fue debido a que tenía un quiste hidatídico. No les dejaron ver el cadáver y jamás se investigó la causa real de su muerte.
Sin conocer apenas a este joven me sentí en la obligación de asistir a su funeral y de dar el pésame a su familia. Era lo menos que podía hacer por esta persona con la que tuve un encuentro fugaz en un acto cultural. Con ese desenlace final de su vida, este joven, me hizo ver definitivamente el significado de la Transición modélica realizada por nuestros ilustres políticos del país de las mil maravillas.
Mi compañero de banco me observaba y esperaba a que yo deglutiera mis recuerdos; cuando creyó que ya me encontraba con la información suficiente acabó con el silencio en el que nos encontrábamos.
—¿Me recuerdas, verdad?
A lo que respondí con cierta inquietud,
—Sí, creo que sí.
—¿Y?
Vaya dilema que me ocasionó esa salida minimalista. La fórmula que empleó para introducir la pregunta me dejó desarmado. La verdad, yo no tenía ganas de entrar en una discusión que nos llevara a pasar un mal rato por culpa de esa traición a las víctimas antifranquistas. Si los cuarenta años de dictadura no habían sido juzgados por nadie, creando un pacto de silencio que clamaba al cielo, era de suponer que lo que yo dijera sobre la represión iba a servir de poco. Por tanto, intenté buscar la forma de no entrar al trapo, escapándome con una pregunta como respuesta.
—¿Cómo ves el futuro de este país?
Manifesté lo primero que se me ocurrió. Reconozco que era un auténtico despropósito teniendo en cuenta nuestra total dependencia del gran capital que es el que decide, y son las grandes fortunas las que roturan el futuro de los demás. Sinceramente, no estaba muy interesado de hablar del futuro, de discutir sobre los procesos cíclicos del capitalismo. Tengo la edad suficiente para haber padecido alguno de ellos. Pero era la única manera de no entrar, como dije, en conversación alguna sobre lo que pudo ser y no fue. Mi cerebro se encontraba agotado en esa materia desde hacía bastante tiempo, e incapaz de construir un camino claro para lograr cambiar las cosas con eficacia en un país donde se perdió la oportunidad de acabar con los restos del franquismo.
Aunque a él no le importó demasiado que yo saliera por los cerros de Úbeda, su actitud demostraba que su aparición no era baladí, me lo confirmó su reflexión con preguntas cuyas respuestas venían implícitas en las mismas preguntas.
—¡Ah, claro!, ¿entonces a los que mantuvieron el régimen de terror tantos años no se les debe juzgar por sus crímenes? ¿Así se crea un Estado de derecho o un Estado mafioso? ¿El crimen no se persigue porque así lo deciden los asesinos? ¿Al delincuente hay que dejarle libre mientras sus víctimas se amontonan en las cunetas? ¿Sois ingenuos o tontos, o una mezcla de ambos? El tiempo os convencerá de la mala ralea y el grado de corrupción de estos individuos. ¿Vais a necesitar otros cuarenta años para eso? Jamás se arrepentirán de nada, y seguirán con su camada utilizando sus privilegios e impunidad a su gusto. ¿Los que sufrimos la represión de estos energúmenos, y que muchos ya no lo contamos, les debemos estar agradecidos por blanquear su pasado, pasando de represores a demócratas? ¿Debemos olvidarnos del genocidio que provocaron y dejar a todas sus víctimas sin recibir la debida reparación? ¿Qué persona inteligente puede creer que el poder real que te arrebatan con las armas te lo van a devolver con una papeleta que metes en una urna?
No sé si me leía el pensamiento porque lo que estaba oyendo era lo que iba diciendo yo para mis adentros. Hubo momentos que dudé si el que lo decía era él o era yo el que lo pensaba. De lo que no tenía la menor duda es que mis neuronas jugaban a posicionarse donde el pasado no existe y lo que se piensa viene de lo que te imaginas. Y con esas me puse a hablar.
—Desde hace varios años tengo la sensación de que vivo inmerso en historias de mi pasado. Pero según los profesionales que me tratan consideran que es producto de mi imaginación al confundir realidad con ficción. El diagnóstico, según ellos, es que tengo visiones, y me lo confirman con ejemplos como este: “si lo que yo percibo fuera real las autoridades de cualquier país decente no podrían mirar hacia otro lado por la magnitud de esos delitos, sería incomprensible”. Yo no comparto con toda esta gente lo que dicen de mí; es evidente que lo he vivido porque cuando lo recuerdo se me revuelven las tripas, y eso sólo pasa cuando lo has padecido. Bien es verdad que los seres humanos somos la única especie en la tierra capaz de fantasear, de crear artificios, para evitar que el miedo nos empuje al terror, y, de este modo, a la posibilidad de acabar con nuestra existencia. Pero esto no impide que distingamos, en algunas ocasiones, lo que es real y su contrario. Porque los dos coexisten, y dado que el cerebro en su evolución ha desarrollado esas conexiones, puede ocurrir que creamos que la realidad no está en lo que oímos que nos dicen sino en lo que intuimos que callan. Estoy seguro de que los síntomas de mi enfermedad pueden tener cierta verosimilitud algunas veces y otras no tanto…
Fue ahí cuando me quedé en blanco, sin poder saber que era lo que venía a continuación de lo que había dicho anteriormente. ¿Será verdad que mis recuerdos me los invento como sostén de experiencias no vividas y rebañadas a otras personas? Pero sé que el joven estaba ahí, a mi lado, tratando de darme a conocer lo que realmente le ocurrió en aquellas dependencias policiales, que supiera que un ahogamiento puede camuflarse con un diagnóstico parecido a los de un quiste hidatídico, que el resultado puede ser el mismo, la hipoxia.
Una joven que venía hacia nosotros cortó ese estado en el que uno puede pensar que no existe porque tu historia te la han borrado.
—Julián, te esperan para ensayar.
Así me llamo yo. Le hice un movimiento con la mano a la joven que me llamaba para que viera que me daba por enterado. Ella se acercó al banco donde me encontraba charlando amigablemente con el aparecido.
—¿Julián, cómo te encuentras hoy?… Tienes que acercarte a la Casa de la Entrevista para ensayar con tus compañeros la escena de la Hostería.
La joven que me hablaba en esos términos era una Trabajadora Social que asistía a todas las personas que padecían la misma enfermedad que yo. Consideraba que nos venía muy bien, para paliar nuestra dolencia, participar en las obras de teatro que se organizan en Alcalá. En este caso me había enrolado en la obra de José Zorrilla: Don Juan Tenorio. Yo iba de comparsa, que es de lo que he ido siempre, para reírles las gracias a los fanfarrones, Don Juan Tenorio y Don Luis Mejías, cuando van enumerando las mamarrachadas machistas que han realizado a lo largo de sus vidas.
Como no tenía otro remedio que ir al ensayo quise despedirme del muchacho que compartía banco y charla conmigo. Deseaba, a la vuelta, seguir hablando de todo lo que nos hubiéramos dejado en el tintero. Pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que el joven había desaparecido.