George Orwell: ensayos
“Si algo significa la libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. George Orwell nunca se desvió de esta consigna, lo cual le costó agravios, calumnias e incomprensiones. Su pluma nunca fue complaciente, sumisa o aduladora. Se le acusó de colaborar con la CIA y el Servicio de Inteligencia británico, delatando a escritores y actores comunistas, pero la realidad es que se limitó a entregar una carta a su amiga Celia Kirwan, que trabajaba para el Foreign Office, descartando una serie de nombres para un ciclo de conferencias sobre el estalinismo. Al tratarse de una carta dirigida a una amiga, Orwell se permitió ciertas licencias, realizando comentarios irónicos o despectivos. Tal vez no es una historia ejemplar, pero no se puede hablar de delación. De hecho, su lista no acarreó represalias de ninguna clase. No se ha difundido con tanto énfasis que en 2005 el Servicio de Inteligencia británico desclasificó unos documentos, admitiendo que vigiló al escritor durante doce años por sus convicciones izquierdistas. No está de más recordar que Orwell renunció su trabajo en el Servicio Oriental de la BBC para convertirse en columnista del Tribune, una revista de tendencia progresista, que le pagaba un sueldo mucho más modesto y no le hacía sentir como “una naranja pisoteada por una bota muy sucia”.
La edición en castellano de los Ensayos de Orwell nos permite al fin una perspectiva amplia, que despeja cualquier duda sobre su posición política y su sentido ético. Orwell nunca dejó de ser socialista, pero su experiencia en la guerra de España le reveló que la URSS no encarnaba ningún ideal utópico. Su producción ensayística y periodística comienza en 1928 y finaliza en 1949. Sus primeros textos (“El albergue”, “En el trullo”, “Casas de Posada”) revelan una aguda sensibilidad social y un sincero compromiso antifascista. No es un sarampión juvenil, sino una actitud que se prolonga hasta el final. Cuando en 1949 escribe “Un premio para Ezra Pound” se pregunta si es posible “afirmar que la integridad estética y la simple decencia son cosas distintas”. Aunque es una nota breve, se aprecia el mismo enfado que en su “Respuesta inédita a Los escritores toman partido sobre la guerra española”, un cuestionario de 1937 elaborado por la Left Review: “Tengo un agujero de bala en el cuerpo y no me voy a poner a escribir tonterías. […] Se está imponiendo el fascismo a los obreros españoles so pretexto de la resistencia al fascismo”. Si alguien cae en la tentación de emplear estas palabras, que surgen de su experiencia como miliciano del POUM encarcelado y expuesto a represalias letales (“Descubriendo el pastel español”, 1937), conviene remitirle a “Recuerdos de la guerra de España” [¿1942?]: “La pura verdad sobre la guerra [es que] la burguesía española vio la ocasión de aplastar el movimiento obrero y la aprovechó, con la ayuda de los nazis y de las fuerzas reaccionarias del mundo entero”.
El orden cronológico de los Ensayos nos permite reconstruir su peripecia vital. Hijo de un funcionario británico en la India, Eirc Arthur Blair nació en Motihari el 25 de junio de 1903. Estudió en Eton con becas, pero su familia no pudo costearle una educación universitaria. Se alistó en la Policía Imperial de Birmania, atraído por un trabajo alejado del tedio burocrático. No era un reaccionario, pero sí un inadaptado y pensó que la milicia le proporcionaría ciertas dosis de aventura. Sus expectativas se disiparon enseguida. Dos artículos magistrales (“Un ahorcamiento” y “Matar a un elefante”) relatan el despertar de su conciencia política y su repugnancia hacia cualquier forma de colonialismo. Obligado a participar en una ejecución, un simple gesto le reveló que la pena capital era una aberración. El reo saltó un charco. No quería mojarse, pese a que sólo le quedaban dos minutos de existencia. En ese momento, Eric Blair advirtió el “terrible error de interrumpir una vida en plenitud”. Matar a un ser humano significa “una mente menos, un mundo menos”. No le resultó menos penoso abatir a un elefante que había enloquecido. Mientras seguía el rastro del animal, acompañado por una multitud, se preguntaba por qué los nativos no se rebelaban y aceptaban la supuesta superioridad del hombre blanco. “Un intolerable sentimiento de culpa” le torturaba al contemplar las cárceles hacinadas y los cuerpos destrozados por los castigos físicos. Con una dolorosa clarividencia, escribe: “Cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye”.
Abandona el ejército e inicia una nueva singladura como escritor y vagabundo. Deambula por Londres y París, trabaja como friegaplatos, mendiga, duerme en albergues. Descubre que el tedio es peor que el hambre y las incomodidades. Advierte que los excluidos sólo son “un estómago vacío”, incapaz de pensar en algo diferente de su propia supervivencia. En 1933 se transforma en George Orwell. Ha conseguido un trabajo de maestro y no desea ser identificado como el autor de Sin blanca en París y Londres. Sus primeros libros pasan desapercibidos. Trabaja como librero y crítico literario. Ninguno de los dos oficios le produce satisfacción. En “Recuerdos de un librero”, relata que los clientes sólo piden bazofia y menosprecian el relato corto. Además, “vistos en masa, cinco mil, diez mil de golpe, los libros se me antojaban aburridos o incluso nauseabundos”. En “Confesiones de un crítico literario”, apunta que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. Su desdén por la reseña periodística no afecta a su estima por el ensayo. “Charles Dickens” es un estudio meticuloso y profundo sobre “un hombre generoso y airado, […] un liberal decimonónico, una inteligencia libre, un tipo odiado por igual por todas las malolientes y alicortas ortodoxias que pugnan hoy por dominar nuestras almas”. Algunas plumas podrían utilizar esta descripción para caracterizar al mismísimo Orwell, pero falsearían la verdad. Después de escribir El camino a Wigan Pier y conocer la profunda miseria de los mineros de Lancashire y Yorkshire, su odio hacia las desigualdades se acentúa y le lleva al frente de Aragón, donde recibe un tiro en el cuello. Sobrevive a la persecución desatada contra los “trosko-fascistas”, pero pierde su fe en las utopías: “Todo aquel que intenta imaginar la perfección no hace más que delatar su propio vacío”. En 1946, publica el breve ensayo titulado “Por qué escribo”, señalando que las convulsiones de su época le han forzado a ser “una especie de panfletista”. Admite que nunca ha renunciado a la dimensión estética, pero reconoce que su punto de partida siempre es “una sensación de injusticia”. No es un pacifista y cree que Gandhi es un personaje inhumano. No cuestiona su decencia, pero sí su vida ascética y no cree en la no violencia como forma de resistencia a la tiranía.
Las casi 1.000 páginas de los Ensayos de Orwell se leen sin asomo de fatiga, pues “la buena prosa es como el cristal de una ventana”. Son una verdadera obra maestra del periodismo literario y el análisis político. “Los escritores y el Leviatán” es una referencia ineludible para debatir el papel del creador frente a la política. “El león y el unicornio: el socialismo y el genio de Inglaterra” aborda el conflicto entre revolución y civilización. “Yo creo en Inglaterra –escribe Orwell en la época de los bombardeos nazis-, […] pero la tarea de ganar la guerra, por necesaria que sea, es secundaria”. La prioridad es hacer “la revolución”, pues de ese modo “seremos más nosotros mismos, no menos”. La revolución de la que habla no es la de la Unión Soviética, sino la de un “socialismo democrático” opuesto al totalitarismo. Orwell también es grande en sus apuntes costumbristas. “Apología de la chimenea”, “Una buena taza de té” o “Libros frente a cigarrillos” reflejan el carácter británico y cierto aprecio por la vida burguesa. “En defensa de la novela” apuesta por un género que sufre la desgracia de estar sometido a las leyes de mercado. En “Tolstoi y Shakespeare” sostiene que la literatura siempre es un acto político, pues implica una posición moral. Orwell casi siempre hizo lo que le venía en gana. No se encerró en una torre de marfil. No se sometió a la disciplina de un partido. No idealizó la guerra, pero no rehuyó el campo de batalla. Su salud le impidió enrolarse en 1939, pero combatió a Hitler, Mussolini y Tojo desde la radio y las columnas de prensa. Su lenta y penosa muerte por tuberculosis no estuvo a la altura de su vida, pero es un mal generalizado e inevitable. Orwell no transigió con mitos ni escribió para agradar. Algunos le odian y otros desfiguran su legado. Es lo que le sucede a los clásicos. Su obra, lejos de envejecer, nos ayuda a interpretar el presente y a luchar contra nuestros fracasos.
Ensayos, deGeorge Orwell. Editorial Debate.ISBN: 9788499923888