Las huellas
Silvia Delgado*. LQSomos. Diciembre 2015
Con frecuencia me pregunto cómo sería el ser humano si no hubiera violencia.
Si no tuviésemos presente el temor al golpe o a la patada. Si no conociéramos el horror del hambre o de la cárcel.
Si no creyéramos como algo posible vivir la incertidumbre de un exilio o de una frontera cerrada a cal y canto.
Si el palimpsesto con que el que venimos a la vida, con el que recorremos escuelas, trabajos, calles, rebeldías, hubiera desaparecido para siempre.
No puedo creer que la Humanidad no sepa vivir en paz, no me puedo creer que los hombres y las mujeres acepten el sable como inevitable, que sea inevitable la bofetada, el insulto, el grito, la masacre.
No puedo creer que aceptemos como irremediable la injusticia impuesta sobre millones de seres.
Por esto me pregunto, ¿cómo será de hermoso y apacible el hombre en paz enteramente?, ¿cómo será esa mujer que no conoce ni a dioses de barro ni a esclavos?
¿Cómo serán sus miradas, sus horizontes, su piel estremecida a ratos por la lluvia, a ratos por la risa de un niño que es mecido hasta dormirse?
¿Como será ese asombro de vivir sencillo, sin el peso del miedo que lacera?
¿Cómo será vivir con la historia mirándose en el espejo sin ojos que la deformen, sin lápices que la escriban y la atrofien?
Me pregunto estas cosas de poeta, ahora que las preguntas escasean porque no encuentro un bálsamo que consuele esta visión monstruosa de lo humano. No es fácil creer cuando alrededor el desasosiego se clava en cada casa con cada violencia repetida.
Es cierto que aisladamente, como archipiélagos colosales, conocemos seres humanos en toda su grandeza, los vemos diariamente inmensos, generosos y desafiantes batirse en duelo en las calles, los vemos a la intemperie señalando el dolor de vivir triste y desahuciado, los vemos en remotos países y aquí al lado, apuntalando la existencia de quien lo ha perdido todo.
Soy capaz de reconocerlos desde lejos, auténticos y libres. Ojalá se multiplicaran millones de veces, y lo extraño, entonces fuera ver desenvainar el rifle, golpear con saña, explotar niños, fabricar guerras.
Deseo vivir en un lugar donde hablar de paz no sea extraordinario, donde la violencia sea acorralada aunque lleve máscaras.
Cuando pienso en mi propia vida, lo hago con la curiosidad del restaurador de muebles. Reconozco la carcoma, los barnices que mano sobre mano se han ido agarrando a la piel, veo las cerraduras oxidadas, el olor intenso del paso del tiempo.
Como si esta vida mía fuera representativa de una época o de una sociedad repaso las personas que estuvieron a bordo de mi misma, los lugares por los que caminé, cada una de las contingencias con las que he debido enfrentarme y en todas encuentro un nexo común, aprendido como inevitable, interiorizado como inexcusable: la violencia.
Primero la violencia en la casa, después en la escuela, después en la adolescencia con las detenciones, la represión en las calles, los asesinados con cal o con picana, después los trabajos, explotada, humillada, después o al mismo tiempo las relaciones personales a veces tortuosas o toxicas, después lo viajes por otras patrias. La violencia está tan presente en nuestras vidas que casi no la percibimos, nos hemos aclimatado en ese territorio hostil y subsistimos a duras penas, a veces alegres.
Soy ingenua, lo sé y no quiero morirme sin conocer la paz entera.
Quisiera andar los caminos con todas mis preguntas y también con algunas respuestas.
Quiero mirar al hombre, al niño, a la mujer y comprobar que en su piel no hay marcas, que en su mirada no hay marcas, que en sus ideas no hay marcas, que en sus corazones no hay marcas, de violencia, de impotencia, de rabia.
En fin, moriré, qué duda cabe, quizá de muerte natural, pero esto es poco probable.
Moriré y eso será todo.
Quizá antes de morirme, quien recoja mi cuerpo o cierre estos ojos o me agarre la mano, sea libre y pacífico y sepa hablarme al oído como si estuviéramos solos y nunca, nunca, el odio hubiera sido parido.