Lecciones de la historia de España
Arturo del Villar*. LQS. Marzo 2019
La monarquía del 18 de julio fue instaurada por el dictadorísimo fascista por su sola voluntad, el 22 de julio de 1969, cuando anunció ante los “procuradores” de sus esperpénticas Cortes que había designado a Juan Carlos de Borbón y Borbón sucesor suyo a título de rey, para que perpetuase su régimen. Como era obligado en aquella institución de aquella España fascista, los “procuradores” aplaudieron su decisión, y le felicitaron por haberla tomado. Al día siguiente en aquel mismo tétrico lugar el designado le juró lealtad a su persona y fidelidad a sus leyes fascistas, con lo que quedó proclamado príncipe de España y sucesor a título de rey del dictadorísimo cuando su puesto quedara vacante. Están a punto de cumplirse 50 años, y según la frase predilecta del dictadorísimo, se han cumplido las previsiones sucesorias tal como él lo dispuso: continúa mandando después de muerto.
En ningún momento se tuvo en cuenta la voluntad del pueblo español. En realidad el pueblo español era una masa de gente derrotada, desde que el 1 de abril de 1939, hace 80 años, el dictadorísimo firmó el último parte de guerra, confirmando la victoria de las tropas golpistas secundadas por sus patrocinadores nazis alemanes, fascistas italianos y viriatos portugueses, con la eficaz colaboración económica del llamado Estado Vaticano, decidido a mantener la beneficiosa (para él) alianza entre el altar y el trono.
Se completó entonces la derrota de la República Española, aniquilada por los militares monárquicos sublevados el 17 de julio de 1936, mientras las supuestas democracias de todo el mundo aceptaban el hecho consumado cómodamente situadas en su Acuerdo de No Intervención en el conflicto español. Solamente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos de México se atrevieron a incumplir ese nefasto Acuerdo, y prestar ayuda al régimen legalmente establecido en España, confirmado en las últimas elecciones libres celebradas hasta ahora, el 16 de febrero de 1936, en las que venció el Frente Popular.
Agresividad y cobardía
El Derecho Internacional impide reconocer los golpes de Estado producidos en naciones democráticamente instaladas. En el caso de la República Española se tomó un acuerdo infame, consistente en dejar actuar impunemente a los militares monárquicos golpistas, y permitir la agresión de los regímenes nazifascistas que los auxiliaban, sin intervenir a favor del pueblo agredido. La diferencia del potencial bélico entre los dos bandos auguraba el triunfo inevitable de los invasores.
La explicación que ofrecen los historiadores a este hecho insólito es que los dirigentes calificados de demócratas sentían miedo ante el poder armamentístico de Alemania sobre todo, y de su colaboradora Italia. Fue una demostración de cobardía haber tolerado el rearme de Alemania, a pesar de la prohibición estipulada en el Tratado de Versalles firmado el 28 de julio de 1919, que limitaba su ejército a cien mi soldados, sin artillería pesada, aviación y submarinos, además de prohibir el servicio militar obligatorio y fabricar material de guerra. Cuando Adolf Hitler alcanzó democráticamente el poder, anunció que suspendía esas cláusulas, y los estados firmantes del Tratado callaron en demostración de su ruindad.
Sucesivamente toleraron las anexiones territoriales llevadas a cabo por el dictador nazi, para que no se enfadase, y aceptaron que incumpliera el Acuerdo de No Intervención en España. Eran tan ingenuos como para suponer que Hitler se contentaría con esas migajas añadidas a su poder. Solamente cuando el 1 de setiembre de 1939 ordenó la invasión de Polonia reaccionaron, y Europa comenzó una nueva guerra en su territorio.
Era lógico suponer que ante esa situación las naciones demócratas enfrentadas al nazifascismo impedirían que se consolidara el régimen dictatorial fascista, instaurado en España precisamente por la complicidad de los regímenes totalitarios. Sin embargo, de manera incomprensible no se tuvo en cuenta la situación de la España vencida, pese a que las instituciones de la República Española continuadas legalmente en el exilio, recordaban a los beligerantes la complicidad de la España vencedora con las naciones agresoras nazifascistas.
Las pruebas invisibles
De nada sirvieron sus llamamientos, ni siquiera la aprobación el 27 de junio de 1941 de la llamada División Azul, integrada por voluntarios falangistas al servicio del ejército nazi en el frente soviético: la España dictatorial intervino en la guerra a favor de las potencias del Eje. Quedaba probado su rechazo de la democracia y su adhesión al nazismo, pero a los beligerantes no pareció importarles el hecho. En cambio, en Francia los republicanos españoles se unieron a la Resistencia contra el invasor alemán, y combatieron audazmente en la retaguardia y en los frentes, hasta llegar a formar parte de las primeras divisiones libertadoras de París. No sirvió de nada tanto sacrificio. La República Francesa se había negado a auxiliar a la Española durante la guerra, y después aceptó que en su frontera sur se mantuviera y consolidase un régimen fascista.
El desprecio a España se expresó especialmente cuando en Italia se organizó un referéndum el 2 de junio de 1946, para que el pueblo eligiese la forma de Estado preferida. El comportamiento de la dinastía de Saboya, primero al designar dictador al dirigente fascista Mussolini, y después al autorizar la entrada en la guerra junto a Alemana, motivó su desprestigio total después de la victoria aliada. El pueblo votó por la proclamación de la República, y el rey Humberto II se marchó a vivir un dorado exilio.
El caso de España era más claro todavía que el de Italia, puesto que la dictadura había sido impuesta después de una guerra en la que el pueblo quedó vencido por el abandono de las naciones democráticas. Los italianos, en cambio, sostuvieron muy mayoritariamente el fascismo de Mussolini, y solamente cambiaron de orientación política, con su rey a la cabeza, cuando los aliados desembarcaron en su territorio y comprendieron que la guerra estaba perdida. La mayor parte del pueblo italiano fue cómplice del fascismo, en tanto la mayor parte del pueblo español lo combatió durante la guerra, en la que murió alrededor de un millón de patriotas, y otro medio millón más prefirió exiliarse para no soportar el régimen dictatorial genocida. Como de costumbre, las pruebas eran invisibles para los aliados.
La soledad española
No se encuentra una explicación lógica para entender esa situación histórica anormal. El pueblo español fue abandonado por las naciones democráticas después del golpe de Estado de los militares monárquicos en 1936, y el panorama no ha cambiado. Aquí no se ha permitido organizar un referéndum para expresar nuestra preferencia por una forma de Estado, sino que se ha aceptado la fórmula impuesta en 1969 por el dictadorísimo. Los vencedores nos privaron de todos los derechos, y así continuamos todavía padeciendo las consecuencias.
A la muerte por ancianidad del dictadorísimo viejísimo le sucedió el designado por él sucesor a título de rey, después que volvió a jurar fidelidad a sus leyes. Aquí no es posible organizar un referéndum como el celebrado en Italia. Aquí solamente se ha producido una evolución del régimen autoritario fascista del jefe único omnipotente e irresponsable de sus actos, a la monarquía autoritaria del rey único todopoderoso e irresponsable de sus actos. Han cambiado los nombres, no las estructuras de las realidades. Aquí anunció el dictadorísimo que lo dejaba todo atado y bien atado, y no hay quien se atreva a desatarlo.
Los militares, policías, magistrados, fiscales, carceleros y asimilados que habían ocupado cargos con mando durante la dictadura, pasaron tranquilamente a reciclarse en monárquicos. Era lógico, puesto que la monarquía del 18 de julio fue instaurada por el mismo dictadorísimo para perpetuar su régimen genocida. Todos cuantos disfrutaron de cargos con responsabilidad fueron confirmados en sus puestos. El mismo rey había jurado por dos veces, en 1969 y en 1975, lealtad a las leyes represivas de la dictadura, y es el primer Borbón que ha cumplido un juramento.
La historia trágica de España permite que las demás naciones sientan recelos ante ella. Esa historia está formada por guerras continuadas, unas veces en el propio territorio patrio por disparidad de criterios entre los monarcas, y otras en misiones colonizadoras por todo el mundo, en la misma Europa, en África, América y Oceanía, en donde los ejército españoles demostraron una implacable fiereza sanguinaria, hasta el extremo de que todavía hoy se asusta a los niños europeos amenazándoles con que vienen los españoles: el Imperio español de triste memoria nos avergüenza, por ser sus herederos. Las inútiles guerras coloniales terminaron con el Imperio, pero su recuerdo perdura en las naciones ahora independientes que las sufrieron, desde la vecina Portugal hasta las lejanas islas Filipinas.
Por ese motivo las naciones democráticas desconfían de España, y deben de pensar que tenemos lo que nos merecemos por nuestro pasado impresentable. Nosotros pagamos las consecuencias de una historia atroz heredada. Mi generación nació después de terminada la guerra, se educó procurando ignorar las consignas dictatoriales, asistió al cambio del régimen político sin poder opinar, y si ahora se atreve a expresar en voz alta o cantando sus opiniones, tiene que exiliarse o es condenada a cárcel y multa. Exactamente lo mismo que sucedía durante la dictadura fascista.
Aquí no hubo una revolución, sino una evolución. Y todo sigue igual, mientras esperamos la organización del referéndum para elegir la forma del Estado.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
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