Peripleando bajito
Sala de espera
Con un libro de poesía nuyorican en frente, “Snaps” (1967) y tres tomos de relatos, “Memorias del fuego” (1986), el deseo de viajar se impuso sin más. Una fuga, como en la sociología tropical de Ángel Quintero Rivera, en busca de un tiempo de libertad. Un culebreo que se siente de la cabeza a los pies; y que salpica del plato, se sale de la página y la mancha de tinta roja, como un calamar emputecido de amor. Como contrapunto a esa pulsión líquida, el recuerdo del viajero estático, Lezama Lima, se sentía como un vértigo hacia dentro. Un fumón del alma. La mímesis del viajero estático en Jamaica o en Méjico —a donde único viajó en su vida— resultaba placentera. Slow motion. Como también lo era la memoria en claroscuro de su antítesis (el viajero): Rubén Darío, un “trashumante peregrino” —frase ajena de Luis Palés Matos— que vivió varios años en el Buenos Aires finisecular del siglo XIX. Olor a modernismo (incienso).
En “Snaps”, el poeta nuyorican viaja como Pedro por su casa por las calles de la ciudad de Nueva York. Desde el sur de la isla —Manhattan— al norte, el bardo de hormigas en el culo —¿un saltimbanqui bilingüe?— se desplaza por la ciudad en el transporte público, ya sea en autobús o en metro. También camina. Un tipo cool, del Barrio. Pero además, el poeta viaja de una manera más privada. Antes de salir de su apartamento en Loisaida, pone una descarga jazzística de Ray Barreto en el tocadiscos y se fuma, en breve, un porro, un gallo, un clavo (con otros poetas nuyorcians: Miguel Pîñero y Pedro Pietri). Al rato, el poeta se tira a la calle en plural, con sus cuates heterónimos, a tropicalizar Manhattan. A darle por el culo al inglés de quemarropa.
Cuando llegan a la parada de autobuses (la guagua), la literatura latinoamericana —Neruda, Borges, Palés Matos (hasta García Lorca)— los asalta. ¡Arriba las manos! Por eso, se mueven; van y vienen por las calles y los callejones anotando lo que ven o lo que huelen —tres en uno; orégano— en un cuaderno de apuntes. Una movida literaria que les pone leña a los tomos de Memorias del fuego; humo del poeta que se fuma una metáfora y le saca gotas de sal a los relatos. Una historia de América Latina, “Memorias del fuego“, escrita en una prosa ágil, minimalista, que en menos de una página narra, con ayuda de la poesía, lo que pasó en un pedazo grande de siglo. Estilo Galeano (menos es mucho más). Viaje al centro de la historia, donde el fuego es vida y el humo ensoñación (como le gustaba decir a Fernando Ortiz del tabaco). ¿Olía a té o a mate? ¿Quién se fumaba —como Hector Lavoe— las cáscaras de guineo?
Cancún
De Detroit a Miami y de ésta a Cancún; un vuelo literario. Nueva incursión en el mundo de los mayas (pero esta vez sin espadas ni cruces). Desde el avión, resultaba tentador mirar por la ventanilla para ver a Hernán Cortés, en 1519, navegar de Cuba a Cozumel, huyendo de Diego Velázquez como del demonio. Otra historia de humo: Cortés quemaba las naves justo cuando el avión aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Cancún, arropado en la nube de humo que llegaba desde la playa, donde ardía Cortés (todavía sin la Malinche). La sensación a Caribe —quizás por la luz o por el olor a barbacoa— se olió al momento de aterrizar en Cancún. ¿Tuntún de pasa y grifería (1937)?
Del aeropuerto a Puerto Morelos, transitando por la ruta central que baja en línea recta por la Carretera Federal 307 hasta Chetumal, en la frontera con Belice —¿otra autopista del sur?—, apareció al poco rato de salir del aeropuerto la pancarta de Democracy Now atada a dos palmas (tipo Puerto Rico) al costado de la avenida. Una aparición para nada surrealista. Ya que una semana antes, el 10 de diciembre de 2010, había terminado la Cumbre Mundial sobre Cambio Climático; una cima que resultó, según reportó Amy Goodman, chata, en la que, sin embargo, se destacó la propuesta montañosa de Evo Morales. La única propuesta ecocéntrica (independientemente de las críticas que le hace Zizek a la Pachamama de Evo). De ese modo, en la Cumbre se impuso el ejercicio de la fuerza que, como dice Enrique Dussel, se usa para someter a los otros. Por eso, los países poderosos se cagaron en la Pachamama.
Una semana después de todo ese teatro, sólo quedaba de ese cagadero neoliberal una de las conciencias que veló por la justicia: el cruzacalles de Democracy Now. Testigo ecuánime de lo que fue una farsa del poder.
Para llegar a nuestro destino, Puerto Morelos, una vez se salía de la Carretera Federal 307 y se giraba hacia la costa, había que pasar un manglar enorme; santuario de los tejones. Unos animales emparentados genéticamente con los cronopios, también de rabos largos. Sin embargo, no fue Cortázar quien comandó las imágenes de Puerto Morelos. En esta modesta villa turística y pesquera dominó la literatura abocada al mar. Algo un tanto impreciso entre la crónica de Edgardo Rodríguez Juliá y la novela de Hemingway. ¿Un desprendimiento peninsular al estilo de Saramago? ¿Alguna isla del propio Cortázar? ¿Otro archipiélago que se repetía? No. Más bien, la presencia de los pescadores (y su prosa criollista), en cuya Cooperativa de Pescadores el turista compra pescado y mariscos frescos (si quiere, todas las tardes) frente a la plaza. Cadáveres que por la noche, para la cena lezamiana, bajo el humo del copal, se convertían en oro: ceviche de huachinango y langosta.
Puerto Morelos, una metáfora transatlántica en la que España (el restaurante), Estados Unidos (la librería), Uruguay y Argentina (la pizzería) se cruzaron con Puerto Rico (el turista) y Cuba (la historia de Cortés) durante una navidades calientes (Cumbre Mundial), en las que la Pachamama (Evo Morales) había dado la cara frente al humo (carbón) con el que el mercado libre se empeñaba en seguir cocinando el planeta. Un calor que exacerbaba la mordida de la policía en las calles (a cincuenta dólares el bocado); un ardor que llevaba a la gente a tirarse de pie a los cenotes que refrescan la Península de Yucatán con agua limpia y fresca (vida). Agua que todavía huele a Mesoamérica, en la que se bañan los turistas de Europa, de Estados Unidos y de Latinoamérica. ¿Un cuento de Cortázar en el que una civilización se desaguaba por un agujero? Cenote (grandes pechos de la Pachamama); ¿los versos que Bolaño nunca le escribió a esta geografía de Méjico?
Más al sur de Puerto Morelos, en Akumel, la estatua de Gonzalo Guerrero se salió del bronce. El primer español que se hizo maya (temprano en el siglo XVI) se sentó en la arena, frente al islote de Cozumel, a fumar su pipa de la paz y a meditar sobre su gesta (su esposa y sus hijos le siguieron): haber peleado contra los conquistadores españoles de la Península de Yucatán. Mientras echaba humo por las narices, se daba golpes de pecho, orgulloso de haber creado a los primeros mestizos de Mesoamérica. Imantada por el olor a humo, también productora de mestizos, la Malinche (dicen que con una bolsa de McDonald’s) llegó con otra pipa de la paz, cuyo humo despedía un dulzor diferente al tabaco de Guerrero (un español a estas alturas completamente civilizado). También la Malinche meditó sobre su gesta: haber peleado con los conquistadores contra el poder tiránico de los Aztecas. Bola de fuego; del pasto que ambos quemaron en sus pipas se había configurando un mundo de metáforas literarias, entre las cuales la de los motecas de Cortázar parecería la mejor.
Quema de una hierbas que a José Martí le encantaba aspirar, sobre todo si se trataba de hachís. Humo de los tabacos que se fumaron un español indianizado y una india españolizada bajo la geometría triangular de un arco maya, frente a un mar marcado por viajes históricos, guerreros, literarios, turísticos, que han cambiado el mundo en ambas direcciones. Quema de un canutillo que humeó, varios siglos después, desde un poemario nuyorican y desde una trilogía literaria que recordaba la quema. Viaje de un turista anodino que se fuma esos libros y que por eso se desplaza —“la guagua aérea”— sin moverse de la literatura.
Salto, en lo que sigue, al otro lado de la geografía fundacional latinoamericana (España); donde, en vez del mar de Sevilla o de Cádiz, nos esperan las montañas del norte (y la arquitectura que las interpela a quemarropa). Un mundo escabroso y a la vez sutil.
Valle del Baztán
Viaje a los orígenes decimonónicos de una familia argentina de la provincia de Buenos Aires. Geografía pirenaica donde empieza la historia suramericana de un campesino vasco, el Sr. Maya, que emigró a las Américas desde el pueblito de Arraioz (al que nunca volverá), sin saber leer ni escribir. En Argentina, dedicado a la fabricación de ladrillos, hará la América; peleará contra los indios en la Conquista del Desierto (1869-88) y será recompensado con tierras.
El paisaje de esta campiña vasca sobrecoge. Nada más opuesto a la pampa. Todo es verticalmente masivo, monumental. Razón por la cual las casas no se dejan oprimir por la imponencia de las montañas. Ésta es una arquitectura robusta que se alza con la misma altivez de la naturaleza que la rodea, hasta que uno baja al nivel del pueblo por la Carretera Francia y se planta frente al puente de Arraioz, al lado del bar de Juan Carlos, oliendo el olor a tierra que fluye con el agua que cruza por debajo del puente. Aroma a pueblo, a gente acostumbrada a su rutina lenta; paisanos habituados a ver las caras de los que hacen turismo rural. Desde la calle, se escuchan los cencerros de las cabras que pastan en los terrenos aledaños.
Hemos venido en busca de los familiares del Sr. Maya.
En el bar de Juan Carlos, se concreta la entrevista con los que conocen el tema de la emigración decimonónica. Uno de los historiadores del pueblo pone sobre la mesa toda la tradición oral. Entre cervezas y piscolabis, traza líneas genealógicas. En poco tiempo, se establece la realidad del milagro: la casa de donde partió Maya en la segunda mitad del siglo XIX, existe. Aunque abandonada, está ubicada a cinco minutos del bar. A pie, sobre una llovizna más bien melancólica, llegamos de un golpe a la casa. La tenemos de frente. En la planta baja, oscura, hecha para que los animales calentaran el edificio, todo estaba tapado de tiempo; polvo acumulado en la inmovilidad de las telarañas. A la planta alta no parecía prudente subir; la fragilidad del balcón así lo sugería. Origen; genealogía; casa del ser, ahora deshabitada. De vuelta al bar de Juan Carlos, se trazaron vínculos con los Maya que vivían en la montaña y del lado francés de la frontera. La conexión entre el pasado y el presente se comprobaría mañana, cuando uno de los patriarcas Maya de la zona prestaría su testimonio.
Esa noche, en plan celebración del nexo entre Arraioz y Argentina, los vascos invitaron a cenar en el club del pueblo, ubicado en un espacio que le ganaron a la iglesia: sopa de ajo seguida de huevos fritos con carne, pan, cerveza o vino, postre y café. Una cena que pronto se tornó en la mejor escena de sobremesa: una representación de la identidad vasca en plena eflorescencia. El mejor plato de la noche; la comensalidad perfecta. Los vascos cantaron una canción en vasco —que nos hizo llorar— . Una canción que no requería entender lo que decía para darse cuenta de lo que estaban cantando. No sólo del orgullo de ser vascos, sino también del placer de compartir ese orgullo con nosotros, los latinoamericanos, que compartimos con los vascos una historia de colonialidad.
Una (es)cena memorable, en la que cantaron sobre la epopeya de la vasquedad a los latinoamericanos, entre los cuales escuchaba atentamente el nuyorican: el único en ese grupo de latinoamericanos capaz de extender la colonialidad vasca al espacio de los latinos en los Estados Unidos. Sólo para él la gesta de la vasquedad, basada en los cuentos que hicieron sobre el abuso policíaco, se repetía en las calles de Nueva York (en estas montañas, sin embargo, la tradición de migración a los Estados Unidos la cuentan los pastores que han trabajado en el campo de estados del medio oeste y del oeste usamericanos).
Los Andes
Viaje al sur del sur, por tierra, en una mini van Peugeot (hecha para una subjetividad que no demandara violencia inmediata del pedal). Un tramo que, desde Buenos Aires a San Martín de los Andes, requería sus buenos kilómetros: horas y horas de cruzar una geografía inmensa. ¡Tantas veces España! Viaje al centro de la suramericanidad nerudiana (los Andes): un poema montañoso. Olor a papa y a cebolla: ¡oda a la coca que Neruda nunca escribió!
Durante muchas horas, el inicio del viaje (la precisión se hace difícil) se recorre en una línea recta. Un proyectil que cruza de un flechazo La Provincia de Buenos Aires, la de La Pampa hasta que, más de veinte horas después, llega a la de Neuquén, donde San Martín de los Andes ocupa su esquina al noreste. Un disparo en el que domina la extensión del paisaje (Sarmiento) y el verde de los pastos (al final del periplo, en San Martín, nos espera el azul de los lagos). Una autopista infinita, de vías separadas para ir y venir, cuyo flujo incesante desmiente a quemarropa “La autopista del sur” (1964) de Cortázar. Un trayecto largo y en ocasiones ajeno, de un horizonte infinito, en el que a veces no hay sino verde alrededor de todo; hasta que al entrar al desierto azota una lluvia de arena al bajar en la gasolinera. ¿Una irrupción fantástica o tardíamente magicorrealista? ¿Otra broma de Cortázar?
La arena pega con fuerza. Hay que taparse los ojos; se amontona en los rincones donde logra esconderse del viento del sur. El piso parece estar mojado de una sal amarillezca. Gofio. Nadie osa el vestigio surrealista del paraguas. Seguimos la marcha hacia el sur del sur; pasado el desierto, algunas colinas empezaban a quebrar la línea recta del horizonte: anticipos, pretextos de una cordillera-cultura que se avecinaba, a la que pronto empezaríamos a subir.
Ascensión; según cambiaba la arquitectura, subíamos a una cultura en la que las casas no se sentían amenazadas, como en el Valle del Baztán, por las montañas. Acá, en el sur del sur, con más espacio que en el norte del sur, no se competía con la naturaleza-naturaleza (la Pachamama de Evo Morales). La arquitectura se conformaba con agenciarse un lugar propio, sin alardes de materialidad robusta. Al tiempo de haber subido un buen trecho, el pico —ahora no tan lejano — de los Andes se quedó con el paisaje a nuestra izquierda; una cordillera que veíamos de cerca, hecha de tiempo petrificado, cuyo filo o cresta cortaba el universo en dos mitades asimétricas. De un lado del cóndor, el lado libertario de San Martín; y del otro, el lado oscuro de las operaciones (y las colonialidades). Hasta que llegamos finalmente a San Martín de los Andes, una ciudad fundada el mismo año de la llamada Guerra Hispanoamericana (1898), al final de cuya avenida principal, la San Martín, estaba el Lago Lácar (fuente de leyendas centenarias).
San Martín de los Andes; territorio mapuche. Zona de una prehispanidad que, como en los Estados Unidos, había sido circunscrita al espacio de las reservaciones. ¿Se oía el eco del poema de Alonso de Ercilla (1589) o el del ensayo de Faustino Sarmiento (1845)? Una realidad patagónica que negaba la terredad —término acuñado en otro contexto por el poeta venezolano, Eugenio Montejo— de los mapuches: (etimológicamente) la gente de la tierra. Una reducción creada por los católicos del sur a la que entraban los turistas en canje antropológico: una visita al mundo reducido de los mapuche, entendida como una contribución a la sobrevivencia de la etnia (una complicidad tácita con la política hegemónica del estado que mantenía las reservaciones).
De la cafetería por la que pasaba el recorrido turístico se imponía el olor de unas empanadas acabadas de hacer; humito que atrajo de inmediato a los comensales, quienes, más que contentos, le metieron mano a las empanadas patagónicas, hechas de carne de cordero. ¿A quién no le gusta el sabor a romero?
De San Marín de los Andes a San Carlos de Bariloche; la realidad se confundió con la literatura al llegar a la plaza, ocupada como estaba por unos jóvenes mapuches. Casa tomada, en el sentido opuesto al cuento de Cortázar. Los mapuches exigían que la ciudad removiera del centro de la plaza la escultura ecuestre del general Roca, comandante de la expropiación de tierras mapuches durante la Conquista del Desierto del siglo XIX (de cuyo saqueo se había beneficiado el emigrante vasco de Arraioz, el Sr. Maya). Hablar de los derechos humanos y mantener la heroicidad de Roca en el centro de la plaza, decían con claridad los manifestantes, constituía un atropello a la dignidad mapuche, madre de todas estas tierras. Igual que los judíos no tolerarían una escultura de Hitler en el centro de su comunidad, ni que el pueblo argentino aceptaría una escultura de Videla en el centro de Buenos Aires, los mapuches rechazaban la centralidad heroica de su Némesis en Bariloche, territorio madre.
En algún restaurante inconspicuo de Bariloche, volvieron a aparecer las empanadas, esta vez chilenas. El mesero chilota, un cuentista innato, habló de todo lo importante que estaba pasando en la Patagonia. Al final, muy ilustrado, cambió radicalmente de tema; nos convenció de que en la poesía de Neruda se registraba un cambio significativo —que se da a partir de su estadía en España en 1936— en cuanto a la relación con la comida y la comunidad:
Dentro de la poesía vanguardista de Pablo Neruda presenciamos un ensimismamiento y un egoísmo que facilitan la creación de una mesa, parecida a la burguesa, que se distingue por su incapacidad de rejuvenecer al poeta y sacarlo de su introspección. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, atestiguamos una evolución en el papel de la mesa y sus comestibles componentes en una fuerza positiva que simboliza la victoria del poeta sobre el enajenamiento personal y demuestra su determinación literaria e ideológica de participar en la labor popular y ser el brindador del pueblo durante el resultante banquete popular (Victoria L Mc Card).
De Bariloche a San Martín de los Andes; regreso lento a las aguas templadas del Lago Lácar (donde los lugareños habían pescado una descomunal serpiente marina). Encuentro inesperado con una bandera de rayas (azul, verde y roja) y un sol en el centro, clavada en la intersección de la Avenida San Martín y la Costanera: mapuche, una etimología terrera.