Restaurante Puerto Rico La Gran Vía, Madrid

Restaurante Puerto Rico La Gran Vía, Madrid

Por Francisco Cabanillas. LQSomos.

Si jodes con mi sopa: tu mai es la gorda.
Calle 13

Y desnudos al anochecer nos encontró la luna.
Joaquín Sabina

De paseo por la Gran Vía, al momento en que, alrededor del mediodía, ataca un hambre condicionada por el metabolismo usamericanizado, la propuesta se torna clara y simple para el turista, un latino de los Estados Unidos que, con una de muchas universidades estatales, visita España con los programas de Estudios en el Extranjero: se trata de encontrar inmediatamente, en de la zona de La Casa del Libro, un restaurante que, con menos de 10 euros, provea un almuerzo decente para una tripa clase media, acostumbrada a almorzar en Ohio (sopa, ensalada, plato caliente y frutas) por menos de 8 dólares al día. Una barriga por otra parte encabronada con la industria de la comida rápida, hipercomercializada de la América corporativa —criminales con corbata, sin duda alguna— pero cuidadosa a la hora de pagar por la comida que no sea tóxica, según el acondicionamiento capitalista que asume la comida como si se tratara de cualquier otro producto que ofrece el mercado. ¡Mierda! ¿No había leído recientemente en algún bolsillo del ciberespacio un artículo que, precisamente, fustigaba la unidimensionalidad neoliberal de asumir la comida como si se tratara de otro producto más, por el cual el consumidor —¿un sujeto apaciguado, cercenado del ciudadano?— es textualizado a desembolsar lo menos posible? Mientras menos pague la clase media globalizada por la comida procesada, ¿mejor? ¿Para quién? Claro, al final, como siempre pasa, que pague el pobre: sí, proclama el neoliberalismo desde el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, que paguen los mexicanos que menos pueden por el reciente alza en el precio del maíz, enardecido por el furor del etanol en Estados Unidos.

Una barriga contenta —la del turista latinousamericano, claro está— con la capacidad de informarse acerca de la toxicidad de la comida hipercomercializada. La misma barriga que, ante la lectura de The Botany of Desire / La botánica del deseo (1999), del Michael Pollan, tocó de alegría el cielo con las manos. Una botánica del deseo que, como debe ser, sopesa lo que el mercado le pide que se coma; una botánica con los ojos abiertos y las manos listas, haciendo experimentos aquí y allá, pendiente siempre a la coevolución entre el hombre y las plantas, y por eso mismo determinada, en medio del neomedievalismo estadounidense, a reivindicar el consumo de la marihuana, en vez de entregarse, como la mayoría, a la prédica del beneficio incondicional del mercado, como todos esos neomedievales que han militarizado el mundo en la primera década del nuevo milenio. Una barriga así, crítica y sin embargo inevitablemente llena del jarabe de fructuosa que nos envenena a todos, día a día, anda suelta por las calles de Madrid, hoy, una tarde a principios de enero, año nuevo de 2007, disfrutando de un invierno peligrosamente cálido, en busca de algo de comer que no le cueste un ojo de la cara. ¡El horror! ¡Que Ortega y Gasset nos coja confesados, dirían los hispanófilos de la primera parte del siglo XX caribeño: que Fray Bartolomé de las Casas nos perdone, asegurarían sus predecesores! La última vergüenza del dólar: un gringo —¿de segunda?— que, desde el nuevo milenio, se caga frente a la fuerza del euro, justo cuando Estados Unidos empieza a trastabillar, ¿de una manera nunca antes vista? Dónde se ha equivocado Dios, se preguntan todos los protestantes que, en el siglo XVI, celebraron la modernidad cristiana desde la osadía luterana. Pero ¿no ganó Estados Unidos la Guerra Fría?, alardeaban los seguidores de William Buckley Jr. ¿No fue Ronald Reagan un promotor de la visión económica de Milton Friedman, teólogo del neoliberalismo que Bush ha empujado hasta el neomedievalismo corporativo?

Figuraciones del mes de marzo (1972), de uno de sus compatriotas, Emilio Díaz Valcárcel, era la única novela contemporánea que recordaba el turista hambriento de la Gran Vía, en la que el trasunto político de Puerto Rico de los años sesenta y setenta se derramaba en Madrid, antiguo centro de la colonia decimonónica al que los puertorriqueños, desde 1898, habían progresivamente dejado de ir. Para la década de 1960, según dijo Roberto González Echevarría desde la Universidad de Yale al hablar de Cuba, Europa se había convertido en una especie de anacronismo cultural para muchos en el Caribe. En el caso Puerto Rico, el desface era todavía mayor, pues la modernidad se veía desde hacía más de un siglo como patrimonio exclusivo de Estados Unidos. Desde el hambre que lo acosaba en una benévola tarde madrileña del nuevo año, el turista hambriento dobló a la izquierda en la esquina de La Casa del Libro de la Gran Vía, y caminó hasta el final de la callecita, que terminaba en una inclinación a cuyos pies encontró el restaurante que buscaba, casi con desesperación. Con el nombre de su isla, PUERTO RICO, el restaurante era lo que buscaba para almorzar por menos de 9 euros. Y por supuesto, el restaurante era también la sorpresa del nombre, como si se tratara de un realismo mágico anacrónico que no debía por cuestiones de prurito intelectual, ignorar. Frente al anuncio amarillo de neón a la entrada del Restaurante PUERTO RICO, el comensal se encomendó a Calle 13, lo más poético del reggaeton puertorriqueño de este nuevo milenio, en cuyo CD homónimo, Calle 13 (2005), se criollizaba hasta la iluminación, hasta la clarividencia poética, la dimensión culinaria de la isla —una puertorriqueñización a pie, de calle y esquina— gritando a todas luces desde ese flow inconfundible que la comida, como todo lo que se solía considerar una diversión inocua, tiene por supuesto una dimensión cortante, negociadora de la identidad cultural desde la crítica de clase, de género, de raza y claro está desde la crítica al poder establecido. ¡ Azuquita con albaricoque !

Bajo estas circunstancias, con hambre por un lado y con la poética de Calle 13 por el otro, entró el comensal al Restaurante PUERTO RICO con un libro bajo el brazo, una novela que siempre quiso leer. Frente a lo que vio al cruzar la puerta del restaurante, quedó deslumbrado; frente a lo que oyó, quedó fascinado, y, frente a lo que iba a comer, quedará muy satisfecho. He aquí lo interesante: al cruzar la puerta, no vio nada que hiciera referencia directa o indirecta a Puerto Rico ni al Caribe; nada de palmeras ni de costas playeras, ni mucho menos de mulatas ardientes. No; nada. Más bien, dominaba una sobriedad profesional y pragmática; no había nada que llamara la atención, sí, pero tampoco, por esa misma neutralidad a quemarropa, nada que ofendiera la mirada con un minimalismo a secas. Buena onda, sin más; un ambiente escueto pero digno. La música de fondo que, sin pretender protagonismo, llenaba el espacio rectangular para alrededor de 15 mesas, era un jazz norteamericano con un fuerte olor a época y género: tributo a las vocalistas, se oía la voz de Billie Holiday. Escuetos, más pequeños que grandes, los pocos cuadros colgados de la pared contenían retratos en blanco y negro de un Madrid decimonónico. Un restaurante modesto pero con identidad o incluso tradición, de eso se trataba en el Restaurante PUERTO RICO. El comensal se sintió sobrecogido por la idea de estar ocupando el espacio vacío, hueco, de un nombre importante, PUERTO RICO, una sensación que le pareció interesante, parecida a la experiencia de haber caminado por La Sagrada Familia, la única iglesia —su favorita— que, vacía al centro, era todo fachada. Un diseño geométrico sencillo, como si se tratara de dos alas dibujadas por Picasso, emblematizaba en azul, desde las servilletas, la identidad del Restaurante PUERTO RICO. ¿Alas de la libertad? Entre la sobriedad del restaurante y la funcionalidad clase media de los lugareños que lo frecuentaban, el comensal pensó en este verso de Joaquín Sabina que nada tenía que ver con la comida: “Antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti.” ¡Qué dulce resultaba —casi lo podía saborear— el paganismo poético de Joaquín! Todavía tenía en la boca el sabor del concierto de Sabina que acababa de ver en diciembre, 2006, en el Centro de Bellas Artes de Puerto Rico, en el que el bardo sureño — Esta boca es mía — se había quejado de que el concierto fuera programado para empezar a las cuatro de la tarde, una hora a todas luces infantil.

Entre dos mesas bien pegadas, el comensal pidió una sopa de pescado como primero y como segundo un filete de pollo empanado, pisándolo todo con unas cuantas cervezas Mahou, cerveza que, en general, no lo impresionaba tanto como La Estrella, de las que se había tomado dos botellas en ruta hacia Bilbao justo el día en que ejecutaron a Saddam Hussein, un 30 de diciembre, muñequito de la dinastía petromedieval Bush de la que, finalmente, empezaba a desaprobar la mayoría estadounidense: 7 de cada 10. ¿Cómo olvidar el artículo que acababa de leer sobre la futura biblioteca del presidente George W. Bush , vislumbrada como un montículo desde el cual irradiar el radicalismo neoliberal que lo ontologiza, una biblioteca financiada hasta la fecha por los petrodólares de los socios musulmanes? El comensal habría dado cualquier cosa por saber lo que sintió, desde su prisión en el estado de la Florida, el general Manuel Antonio Noriega, invadido en 1989 por Bush padre, justo en el momento en que la gravedad reclamaba el cuerpo de Saddam, antiguo aliado del capitalismo antisoviético usamericano. Entre una cerveza y otra, le llegaron al comensal del Restaurante PUERTO RICO las ganas de orinar. Se puso de pie y sin pensarlo dos veces entró al baño, donde encontró tirado en el suelo —algo imprevisto— un libro que acababa de leer el semestre pasado, Caribe Two Ways. Cultura de la migración en el Caribe hispánico (2003), de Yolanda Martínez-San Miguel, profesora de la Universidad de Pennsylvania . ¿A quién coño se le pudo haber caído un libro como ése, empeñado en documentar el tipo de cultura caribeña que, durante la segunda mitad del siglo XX, se ha ido formando a raíz de los desplazamientos políticos y económicos de Puerto Rico, Cuba y la República Dominicana? ¿Qué hace un libro como ése, que pone en jaque muchos de los niveles más establecidos de las nacionalismos antillanos, en el baño de un restaurante llamado PUERTO RICO, a la vuelta de La Gran Vía, un enero de 2007?

Quizás porque se encontraba en las cien primeras páginas del mamotreto de Manuel Fernández Álvarez, Carlos V, el César y el Hombre (1999), un libro en el que a lo largo de más de ochocientas páginas se ponía en contexto la biografía del rey que gobernó durante la primera mitad de uno de los siglos más interesantes —el XVI, siglo en el que, entre otras desavenencias de interés, como la colonización indiana, el cristianismo se dividió en dos; siglo en el que, además, los españoles empezaron a fumar y a tomar chocolate como parte del canje de la transculturación—; quizás por todo eso, de por sí pesado, el comensal hojeó rápidamente Caribe Two Ways y como el que no quiere la cosa, sudando como si se tratara de alguna fechoría, se encomendó a Chac Mool, dios mesoamericano de la lluvia que, por el cuento de Carlos Fuentes con el mismo nombre, imploraba cuando, en situaciones como ésa, le apretaba la garganta. A punto de salir de un baño confusamente literario, pulsando contra la fuerza de una aparición metafórica que, como en la poesía de Sabina, cruzaba el sentido — las malas compañías son las mejores — se miró al espejo como si se tratara de un Jorge Luis Borges con algo de cannabis en la cabeza o un Cortázar con mucho café en las neuronas, e inmediatamente después salió del baño con Caribe Two Ways debajo del brazo, como si el libro siempre le hubiera pertenecido. Al llegar a la mesa, lo puso encima de la novela de Saramago que había comprado algunas horas antes en La Casa del Libro, El evangelio según Jesucristo (1999), y empezó a picotear del pan que había quedado sobre la mesa. Pensó que la idea de poner una barrita de pan sobre la mesa —nada de servilleta, de platillo ni de canasta, solo el pan desnudo sobre el mantel—, definía parte del estilo del Restaurante PUERTO RICO, un estilo que le gustaba mucho pues en el fondo no era sino una garantía de pulcritud y de atención a los detalles más elementales de la cocina, como la estética a pelo.

Como para que la gente no se diera cuenta de que había regresado del baño con algo de más en vez de con algo de menos, se puso a pensar, mientras devoraba nerviosamente el pan, en otra cosa: a saber, que Sabina había perdido la oportunidad en su biografía reciente, en En carne viva (2006), de hacer referencia a Calle 13, cuando elogió, al hablar del rap contemporáneo, el que hacen los puertorriqueños y los chicanos, por su crítica al sistema y por su militancia. Dijo Sabina, “Porque creo que el penúltimo movimiento antisistema fue el punk, y el último, que me interesa extraordinariamente, aunque no soy nada erudito en el asunto, es el de los puertorriqueños y los chicanos y los que hacen un rap absolutamente militante contra la policía.” Sabina parece estar hablando del rap que hacen los puertorriqueños que viven en Nueva York, sólo así se justifica la contigüidad con lo chicano, pero Calle 13, lo mejor del reaggeton boricua, se hace desde la isla, no desde la diáspora. ¡Qué pena!: no poder saber a ciencia cierta si el poeta de Úbeda, autor de sonetos, Ciento volando de catorce (2001), había escuchado la poesía de Calle 13, un reggaeton que, por ejemplo, se le tiró encima a los federales, la FBI, cuando, en 2005, sus agentes asesinaron a sangre fría al líder independentista puertorriqueño de 72 años, Filiberto Ojeda Ríos, antiguo trompetista de la Sonora Ponceña y líder de Los Macheteros. ¿Cómo decirle a Joaquinito que no podía dejar de ver el video de esa pelea, Querido F.B.I ., accesible en esta dirección del ciberespacio, http://www.youtube.com/watch?v=12_CZ7jP01Q ? ¿Qué diría Sabina de la poesía de Calle 13, hecha en el molde del reggaeton —¿lo incluye Joaquín en lo que denomina como rap?— pero que, como en el caso de Rubén Blades y Juan Luis Guerra, trasciende por mucho el formato en el que trabaja? ¡Reggaeton poético, como el de Tego Calderón! Nada de Daddy Yankee, por favor: aquí se respeta o se te espeta . ¿Le resultarían a Sabina las metáforas de Calle 13, más allá de ingeniosas, un tanto grotescas, crudas, antipoéticas, hechas del detritus consumista en el que se circunscribe el imaginario del reggaeton? En la línea de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Serrat, Rubén Blades y Juan Luis Guerra que Sabina traza en En carne viva , la verba de Calle 13 no entra con la misma saliva. Por ejemplo, donde Sabina habla de verde marihuana , Calle 13 habla de verde moco . Donde Sabina plantea que la paz que has elegido es peor que mi guerra , Calle 13 poetiza los gargajos. Definitivamente, Calle 13 no habla en la lengua de la Nueva Canción. Es poesía de Carolina, Puerto Rico, escrita desde el imaginario de la clase trabajadora, materialista y viril, consciente de su apoeticidad poética, de su lenguaje y de su política, dispuesta siempre a poner las cosas “como son” en lo político y en lo sexual: atea, diabólica, cocacólica, no importa, todas gritan igual, como sinfónica, quieres soplar un poco la armónica, para que tragues vitaminas supersónicas, te meto turbo, con los dedos curvos, ambidiestro, a lo derecho y a lo zurdo .

Después del flan casero que tanto le gustaba —siempre que la presencia del huevo no compitiera con la del caramelo—, en su tercera cerveza, consciente de que habitaba el centro de un nombre vacío, el comensal movió los dos libros en que se había multiplicado la novela de Saramago ( ateo, demasiado ateo ) con la que llegó al Restaurante PUERTO RICO esa tarde, antes de la aparición fortuita de esa otra cultura de la caribeñidad, la que se forma en el trasiego de la fuga política y económica. Puso ambos libros frente a sí, uno, Caribe Two Ways , arriba del otro, El Evangelio según Jesucristo , de modo que pudiera sin llamar mucho la atención releer el índice del primero, una propuesta sobre la cultura de la migración hispanocaribeña que, al mirar hacia el San Juan de la segunda mitad del siglo XX, ve un enclave caribeño que separa culturalmente la coexistencia de puertorriqueños, cubanos y dominicanos. Al pasar las páginas, como el que busca una cita que sabe exactamente en qué párrafo se encuentra, se detuvo frente a una fotografía de Jack Delano con este pensamiento alborotado: en vez de estética, ¡coño!, la diferencia más interesante entre Sabina y Calle 13 era gastronómica. Por supuesto, Sabina no articulaba el imaginario culinario de la manera en que lo exploraba y lo reinventaba Calle 13, que inscribe la cultura culinaria en el forcejeo que casi siempre se encuentra la voz poética, capaz de defenderse con los puños, sí, pero también con la boca, cuando escupe salsa picante , cuando pone a la gente a tragar leche y cuando se come lo que tenga enfrente como si fuera un Whopper .

La comida sazona la música de Calle 13: es imposible no notar el protagonismo de lo culinario poetizado desde el reggeaton boricua insular. Por su parte, Calle 13 no explora ni desarrolla el imaginario bolerístico —de amores, bares, polvos, engaños y desengaños nocturnos— que emblematiza Sabina, cuya voz poética, más cerca a la tradición del modernismo, persigue entre otras metas escribir la canción más hermosa del mundo, alrededor, claro está, del tópico del amor, centro de la tradición lírica occidental. Para Calle 13, comer implica ganar el embate sexual, cultural, político o artístico; la comida se plantea como significante de un gran acierto, qué tú comes que adivinas , así como de un mundo al revés, meterse sal por el conducto nasal . Calle 13 aspira a comerse el mundo. Lo que para Sabina tiene dimensiones religiosas, un cuerpo de mujer , para Calle 13 implica una receta, un menú o un buffet, quiero consumir tu perejil , que lleva a la victoria. Frente a Dios, Sabina celebra la imaginación desde un bar, con un porro en la mano y varias líneas cocaína, seguro de que la ficción no deja de ser real como poesía; frente a Dios, Calle 13 se lo comería sin cubiertos, a lo vikingo . Nunca, y todavía menos bajo los efectos de sustancias estupefacientes, escribiría Calle 13 un tema como el que le escribió Sabina a María Magdalena, una joya de la canción española que cabe a la perfección en la novela de Saramago. De esa ensalada lírica, sin embargo, Calle 13 no come, pues su buffet ofrece precisamente una antítesis a esa belleza, un contramenú para las gentes no finas que nunca comen platos de cincuenta dólares para arriba .

En vez de tomarse una quinta cerveza, el comensal pidió la cuenta. El mesero se la puso encima de Caribe Two Ways . La novela de Saramago parecía temblar de alegría; seguro que se sentía subtexto de la caribeñidad migrante. ¿Se escuchaba un tema de Ella Fitzgerald o de Nina Simone? El comensal miró alrededor del restaurante buscando caras que, como la de él, pudieran parecerse al nombre del local. No podía dejar de pensar en la fotografía de Sabina que veía en todas las librerías que tenían En carne viva en el escaparate; se preguntaba de dónde venía el raro o incluso perverso sabor a monje que, de primera intención, se quedaba con la imagen de Sabina en esa foto. ¿Sería el efecto del claroscuro? ¿Sería en vez un vago recuerdo a George Bataille? Desde su puertorriqueñidad ¿conspicua o inconspicua?, el comensal se imaginaba como la última muestra de una autenticidad irrelevante: en el Restaurante PUERTO RICO de Madrid, él era el único puertorriqueño. La mujer de la mesa contigua, comiéndose un pescado a la plancha, lo miraba como si estuviera al tanto de lo estaba pasando en la cabeza del único comensal con dos libros en la mesa: ¿se preguntaría por que no había ni siquiera hojeado el segundo? ¿Le interesaría saber cuáles son los “two ways” caribeños aludidos en el título del libro que el hombre hojeaba con cierta nerviosidad, como si estuviera leyendo algo prohibido? ¿Cómo se diferenciaba una cultura de la migración de una cultural nacional, establecida en su geografía, en su lenguaje, en su cotidianidad? El comensal miró otra vez alrededor y se preguntó si había algo en aquella breve muestra de realidad culinaria que se pudiera haber dado en Puerto Rico, por ejemplo, en un hipotético Restaurante llamado MADRID. ¿No debía ser ésa —repetirse en diversos contextos— una de las premisas de la cultura de la migración? ¿No había estado el mes pasado Sabina en Puerto Rico? ¿No venía el comensal de escuchar reggaeton, incluido Calle 13, en la Plaza Cervantes de Alcalá de Henares, junto a la pista de patinaje sobre hielo que montaron durante las fiestas navideñas, en la que mataron al rumano que la cuidaba de noche?

Dejó una propina y se marchó del Restaurante PUERTO RICO con ambos libros bajo el brazo, como si se tratara de un poeta de segunda clase. Se preguntaba si en algún momento se animaría a pedirle al mesero información sobre el nombre del restaurante; quizás encontraría la ocasión en los seis meses que iba a vivir en España, durante los cuales pensaba volver al restaurante toda vez que estuviera en Madrid. Sí, quizás encontraría el momento de quitarse la ropa de comensal de ocasión frente al mesero, momento de confesión —mire, yo soy de Puerto Rico— que, aun para los ateos democráticos, pesaba mucho en la formación de los hispanocaribeños de su generación. También se preguntaba si al cocinero del Restaurante PUERTO RICO le interesaría su receta favorita: sopa —no vino, que ésa fue la propuesta de José Martí— de plátano (macho), una delicia para los sentidos, toda una filosofía del placer que mucho agradaría al paladar de Michael Onfray (1959), padre de un nuevo hedonismo zurdo que, desde la Universidad Popular que fundó en Caen, Francia, viene financiando el prolífico filósofo con la venta de sus muchos textos.

Con los libros bajo el brazo, el comensal se alejaba de su restaurante madrileño favorito con la sensación de que Caribe Two Ways le palpitaba, como si, a su manera, quisiera reventar, pidiéndole a gritos que lo separara de El Evangelio según Jesucristo , una novela más afín a la idiosincrasia de Sabina que a los desplazamientos caribeños, tirones que mucho desmadre han causado hasta en los que se quedan en las islas, los que pudieron o los que tuvieron que quedarse en su geografía. ¿Tendría más cabida la estética Calle 13 — cada vez que abro la boca apesta — en las dos direcciones de la cultura de la migración? Caribe Two Ways volvió a temblar, como si ese universo soez de Calle 13 fuera después de todo muy tradicionalmente nacionalista para aceptar el movimiento de una nueva cultura que, de muchas maneras, socavaba la geografía.

Más artículos del autor
* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua castellana, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos

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