Claves para escribir un premio literario
Arturo Seeber Bonorino*.LQSomos. Mayo 2015
Años atrás publiqué en mi sitio web “Idos y venidos” esta breve pero concisa guía para todo aquellos que sueñan con ganar un gran premio literario y no tienen ni tiempo ni ganas, o las dos cosas juntas, para aprender a escribir. Muchos había que tuvieron en sus manos obras de los más famosos autores españoles del momento, como Javier Marías por citar el más representativo, y se han dicho para sí: ¡Anda , que peor que éste no me va a salir! Y sin más, han cogido boli y papel, los más tradicionales, o han abierto en el ordenador el Word, los otros, y dale que te pego han largado allí todo el palabrerío que les pasó por las mientes.
A ellos van dirigidos estos consejos. ¿Dirán que no los necesitan, que se las puede arreglar perfectamente solos? Tal vez sí, pero considere que, sin una guía, se corre el riesgo de que les salga algo bueno, en cuyo caso estará todo perdido.
¿No tiene nada que decir? No se corte y eche pa’lante: escriba sobre eso. Verá que con poco que se esfuerce saldrán a la luz mogollón de cosas, que la mente es muy inquieta, sobre todo la de los ignorantes, que son como niños y gozan del beneplácito de Dios. Llene cuartillas con todo lo que le pase por las mientes, engrose, engrose, que un libro grande fácilmente se puede confundir con un gran libro. ¿Qué se le han acabado las ideas en muy pocas páginas? Problemas suyo, nadie le pide ideas.
No me ha entendido. Deje que las naderías por las que navega su vida se conviertan en una anodina epopeya, líese, por ejemplo, veinte páginas a describir cómo se tomó en cinco minutos un café, que no quiero ver lo que viene después. Redunde, redunde, que eso abulta. Acaso se descubra usted hijo bastardo de la Noveau roman française, pero en democracia y en estado de derecho sus derechos son tan válidos como los del legítimo.
Usted puede. Usted puede. Cometerá infinidad de errores gramaticales, que no serán tales, pues todos ellos conformarán su particular “lenguaje vanguardista”. Para que suene a literatura eso que hace, meta imágenes, comparaciones. Todo es comparable en literatura, ya que la cosa tiene eso de subjetivo, ¿se fijó? Si a usted le da por creer, por ejemplo, que los ojos de su amada son como “el devenir de los siglos posándose sobre el alma quejumbrosa del arrollo”, ¿quién se va a animar a desmentirlo? ¿Con qué argumentos?
Mire siempre para adelante y no vuelva sobre lo escrito, que para ganar el Premio de Novela lo más recomendable es escribir con Prisa, no sea que por muchos tiquismiquis llegue tarde a la fecha de presentación. No se olvide de la cuota de sexo y perversión, que eso también forma parte de la vida, mismamente. Si es usted mujer, además debe matizarlo con un pelín de “progre”. Sea usted toda una liberalota, picarona, pilluela, más que pilluela. Pero si jamás en su vida se comió una rosca en eso del sexo, no pierda la fe, que el instinto le recetará lo que no le puede dictar su experiencia. Hable de culos, felaciones, pollas. Y dele ese no sé qué de raro; diga, por ejemplo, que en los velorios le dan ganas de follar. Pero no eso precisamente, que ya está registrado. Cuidado con el plagio. Usted tiene que ser novedosa, creativa. Diga, por ejemplo, que en los teatros de ópera le dan ganas de follar, y ya ha dicho algo diferente, original y personalísimo. Generalice, que eso es cosa de mucha sabiduría. Usted cuenta que iba distraída por la calle y se dio de bruces contra una farola. Pero qué tal si lo dijera de esta manera: “tropecé con la farola, como todos los españoles que esperan una herencia suculenta de un tío de América”. Verdad que queda que da mucho contento, ¿a que sí?
Si los personajes que trata son así como que muy cultos, hágalos decir cosas propias de la gente culta, como que Beethoven era un gran músico, o que Velásquez era un gran pintor (lo de Beethoven no, que ya está dicho. Pero suplántelo por Mozart, por ejemplo). Adjetive a troche y moche, y recuerde que en literatura cualquier adjetivo queda bien con cualquier sustantivo. Mire qué bonito puede quedar decir “el ronroneo leguminoso de sus pasos”, o “las hieráticas razones del no-ser”. Eso, eso, que se me olvidaba. Meta muchas palabra con “no guión” al comienzo. “En el no-sentirse contento del no-afectuoso trato de su amante no-esposa”. ¿No me diga que no queda chachi piruli? Porque esto tiene un qué se yo de metafísico, y su novela se convertirá en una novela de tesis.
Juegue mucho con las palabras, invénteselas nuevas. Apréndase algunos afijos y métalos en las palabras que se le dé la gana. No vea usted qué bien queda decir: “al hacerse puta, esta post-ama de casa, se regodeaba en el infra-amor de su chulo super-machista…”, ¿a que sí?. Otra cosa que funciona bien es eso de verbalizar los sustantivos verbales, y ocupa mucho espacio. No diga “estoy esperando a alguien” cuando bien puede decir: “estoy esperacionando a alguien”.
Y todo este tinglao que se está armando, claro, hay que ambientarlo, las cosas que pasan tienen que pasar en algún sitio. Eso se cae de maduro. Pues elegir bien ese sitio es cuestión en la que se conoce a un gran escritor. Porque, si su bonita historia transcurre en Carabanchel, por ejemplo, porque usted vive allí, no tendrá el salero que tendría en Singapur, o en Hong-Kong, o en Buenos Aires. Adéntrese en las turbulentas y exóticas callejas de aquellas lejanas villas, donde la pasión y el crimen saldrán a su paso a cada paso que dé (esas cosas pasan, precisamente, en todas las “lejanas villas”). Me dirá usted que en su vida jamás ha estado en dichas ciudades, que ni las ha visto en el mapa, ni en una mísera postal. ¿Y a usted qué le importa? Esas sutilezas son para los geógrafos, no para los literatos. Usted invénteselas como se le dé la gana, que si lo que describa no es verdad, mucho menos será verosímil. No faltará algún colgao que sea de por esos lares y proteste. Usted tranqui, que por cada uno que se rebele tendrá usted diez lectores que estarán convencidos de que dice la pura verdad, de que sus palabras van a misa.
Ay, ay, ay, córcholis, que se me estaba olvidando. El condimento izquierdizante. Hable de obreros, de reivindicaciones, de explotación. Enójese con los “fachos”, denuncie la corrupción (de lo que se le dé la gana, que en cualquier parte queda bien), llore por los inmigrantes sin papeles y por las mujeres maltratadas. Diga mucho que sólo en España pasan estas cosas (¿cuáles? No importa, nadie le va a preguntar).
Así, llegará el momento en que habrá concluido su chef d’oeuvre. Arrejunte todo lo hecho, si en posible en orden, pero si sigue usted con Prisa, al menos preocúpese en que ninguna página quede del revés. Sólo le falta un detalle, que aunque de apariencia insignificante, puede ser tan importante o más que todo su libro: el título. Búsquese algo sugerente, complicado, que no signifique nada pero que parezca mucho, algo que haga exclamar a cualquier Manolo: “Coño, qué carajo será esto. Suena raro, se lo voy a llevar a la parienta, que no puede estarse en el váter sin un libro”. Y no le preocupe que su libro pase a manos de gente tan borde, antes bien, alégrese, porque ellos son los que más compran.
Y si todo esto no le sale, es que puede usted ser un escritor de verdad, en cuyo caso, dedíquese a otra cosa.
Bien, mi futuro premiado, para que esto no sea una pura e indigesta teoría, le ejemplifico lo dicho con un breve texto de mi propia invención, que sirva a usted de guía –eso sí, no me plagie. Si me va a copiar, al menos cambie los nombres de los personajes–. A por ello:
El café humeaba sobre la taza reverberante, como el apocalíptico vuelo de una golondrina sobre los chopos defendibles. Mientras mis dedos se deslizaban cansinos sobre el sobrecillo de azúcar, de blanca y granulada azúcar en todo su endulzor, azúcar levantisca, azúcar visceral, el no-mirar de mis ojos se posó sobre el culo vehemente, ponderable, nutritivo, de una colegiala –siempre amé a las colegialas de muslos atiborrados sobre sus medias meditabundas–, mientras la radio emitía los maravillosos acordes de la sonata a Kreutzer, para violín y piano, de Ludwig van Beethoven, acaso intepretada por Ladislao Swonacheck al piano y Wilhelm von Mohonesbaldt al violín, o tal vez fuese por otros, no lo sé, porque desde donde yo me hallaba nada se oía, casi. Un como no-oído escuchando. Y recordé lo que mi tío Anastasio decía: “Beethoven es un genio de la música”. Pobre tío, era un incomprendido, y murió en su lecho de muerte, como todos los españoles que, alguna vez en su vida, han sido vistos rondando la Catedral de Burgo de Osma.
Mientras desfilaban por mi mente los últimos capítulos de la “Crítica de la Razón Pura” de Kant, en la maravillosa traducción de Cesáreo Martínez de las Anémonas, pensé en Africa, mi esposa y madre de mis hijos –Teodobaldo, el mayor, que estudia Económicas, y Lucinda, mi chiquilla, que hace mantas en ganchillo para repartir entre los pobres–, en su simplicidad, en el descuido en el que había caído en estos últimos años. Sé que me ama, que soy necesario para ella. Pero no me comprende, y me duele su no-comprensión post-marital. No puede entender que sea yo un hombre con aspiraciones, que lucha por sobreponerse a las vulgaridades de la vida. Todos los españoles, cuando llegan a mi edad –cuarenta y cinco años– ya no se dedican los domingos, como los adolescentes, a por vagabundear por los parques de extrarradio.
Y así y todo, el café no dejaba de humear, y entonces recordé aquel otro café que tomé en una mañana de otoño en Saigón, junto a una diosa de ojos rasgados que me observaba con un aire amarillento, como su piel. Aquellas noches de pasión y lujuria exóticas, junto a esa mujer que no entendía mi idioma, que con sus manos en mi polla, con su boca felacionante, me hablaba en ese lenguaje sin palabras que es el del amor.
El negro café, apenas amarilleado en su superficie por una espumilla –ese no-ser del ser del café– recatada como Tatiana Takanova interpretando “la muerte del cisne” en el Bolshoi, humeaba aún, persistente, hierático…
¿Nos vamos entendiendo? Ya está, ¿a que lo ha pillao? Eso es todo, no hay más: acógase a cualquier cosa y sígala, como chucho callejero a su puta. Si le parece que con el café de cinco minutos la alcanza y le sobra, quédese toda la novela quieto en el bar, que un intelectual no necesita andar haciendo gimnasia.
Le quedarán ciertas dudas sobre el texto ejemplificador que le presenté. Se preguntará quiénes coño son Ladislao Swonacheck, Wilhelm von Mohonesbaldt o Tatiana Tacanova, o de qué academia sale don Cesáreo Martínez de las Anémonas. Yo tengo la misma duda que usted, pero vea lo tranquilo que estoy. Estos virtuosos no existen, ni falta que hacen, que bastante superpoblado está el mundo. Hay que ser osado. Cuente con que la mayoría no se dará cuenta, y no habrá error, pues en democracia las mayorías hablan por la boca de Dios.
Más artículos del autor
* Arturo Seeber es miembro de la Asamblea de redacción de LQSomos