El dulce encanto de Gilberto Gil
“O melhor lugar do mundo é aqui, e agora”
G.G.
16 de noviembre (2012). Ante lo que parece ser, pero no lo es, una bendición del cambio climático —un invierno demasiado cálido a mediados de noviembre—, la ruta interestatal que lleva, en menos de 90 minutos, del norte de Ohio a Ann Arbor, Michigan, se llena de recuerdos brasileños. ¡Invasión de Cármenes Mirandas!, pero esta vez con una política diferente a la de las bananas de los hermanos Dulles.
¿Cómo olvidar que al final de esta misma ruta me encontré, hace algunos años, a Caetano Veloso y a Milton Nascimento? ¿Cómo reconectar con lo brasileño, cuando se es puertorriqueño en el año 2012, sin pasar primero por la salsa nuevayorquina de los años sesenta/setenta? ¿Cómo no sentirme, desde esta imantación brasileña, más próximo a Tite Curet (tan brasilero en su puertorriqueñidad)? La ruta hacia el Ann Arbor brasileño también había llevado al jazz latino de Jerry González y a las rancheras mexicanas de Lila Downs, entre otros, incluyendo a Tito Puente.
Al momento de entrar al auditorio art decó, además de en la Sonia Braga de Gabriela clavo y canela (1975), pienso de refilón en Oscar Niemeyer, arquitecto centenario nacido en 1907, y en el Aleijadinho de los neobarrocos del siglo XX, un inmortal. El ambientalismo de Chico Mendes me bombea el corazón. Recuerdo momentáneamente la antropofagia estética de Oswald de Andrade, durante la primera parte del siglo veinte, y, por una fracción de segundo, me encomiendo al tropicalismo pictórico de Tarsila do Amaral, tan imperecedero en su brasileñismo modernista.
Ann Arbor, Michigan. En el auditorio, antes de empezar, frente al escenario en silencio y quietud, visto desde el segundo piso, la propuesta instrumental que trae Gilberto Gil impresiona: una hilera de instrumentos de percusión, que empieza en la batería a mano izquierda y termina en unos sonajeros gigantes en la derecha. Todo un horizonte etnomusical, pasando por las congas, los timbales y el bongó (entre otros), que atraviesa el escenario como si fuera un puente transatlántico: paisaje del nordeste brasileño, enganchado a una segunda hilera de instrumentos de cuerda: el bajo eléctrico, el violín (y su alter ego), el acordeón y la guitarra.
Antropología. De lo que se trató, como propuso Gilberto durante la primera hora del concierto, fue de una homenaje a las raíces antropológicas del nordeste brasileño, mediante el forró, música regional y tradicional que combina elementos portugueses, africanos, indígenas y brasileños. Otro bricolaje de la identidad latinoamericana. Sobre todo, desde una tropicalidad compartida, lo que resultó llamativo del forró fue el protagonismo enardecido de la percusión menor, tanto en el caso del güiro metálico como en el del triángulo, quizás más alucinante en su magnanimidad que el güiro, de por sí ejemplar.
Perteneciente a la tradición de las músicas que Ángel Quintero Rivera llama “mulatas,” esas que se practican en los márgenes de la modernidad, la política del forró era también la de un reposicionamiento frente al poder; puesta al centro de lo que la modernidad había minimizado: el güiro y el triángulo.
Para el que escucha el forró desde la mulatería de la música antillana/puertorriqueña, el protagonismo del triángulo resulta alucinante, demasiado alucinante. Sobre todo, las veces que, como un Aleph melómano, el “tripleteo” del triángulo parecía que se echaba al hombro todo el andamiaje del ritmo. Inevitablemente, uno se preguntaba qué le había pasado a la salsa, que nunca vio en el triángulo —sí en el cencerro— esa dimensión redoblante que hacía muchas veces, si se quiere, de bongó.
Pero también, desde la mirada antillana/boricua, el forró planteaba una ecuación insólita, en términos del güiro metálico, ya que en la tradición bahiana, este aparecía empotrado en un pie, lo que permitía tocarlo simultáneamente por los dos lados del cilindro, algo que no se podía hacer ni en la salsa ni en el merengue, donde el güiro se agarra con una mano y se toca con la otra.
Más distanciado del antillanismo boricua, la propuesta de la zabumba, un tambor grave de dos parches, colgado del cuello, resultó novedosa, pero no por eso insólita. Rompiendo el formato tradicional del forró, la zabumba que trajo Gilberto se tocó en conjunción con otro tambor más pequeño y agudo —fijo, de un parche un tanto más ancho que el del bongó— y un platillo de tamaño mediano. Una propuesta novedosa pero no insólita, porque al ser colgada del cuello, la zabumba se acoplaba a la imagen brasileña de los tambores de la batucada, siempre colgantes. También brasileño, demasiado brasileño, resultó el virtuosismo del pandeiro, capaz él solo de desafiar a los más grandes tambores del panteón afrobrasileño con una propuesta de paz, ágil y pecaminosa.
En el universo de las cuerdas del forró, alineadas frente al escenario, la presencia de la rabeca —un violín criollo— resultó más que novedosa para la mirada antillana/boricua, pues, incluso a distancia, tanto el cuerpo bronco de la rabeca, más pequeño, chato y mate que el del violín, como el arco para tocarla, más gordo y corto, reclamaban su diferencia como seña de identidad regional: imantación a la que no se podía resistir la mirada etnomusical. Que tampoco se pudo resistir a la aparición sorpresiva de la guitarrita eléctrica —¿tiene nombre ese instrumento nunca antes visto?—, cuyo solo fue mayúsculo.
Intersubjetividad. Desde el segundo piso, mirando hacia lo lejos y en ángulo, el dulce encanto de escuchar a Gilberto, placentero, demasiado placentero, desató la memoria de las otras contigüidades brasileñas, igualmente sabrosas, que había disfrutado en Ann Arbor desde los años noventa. Por eso, cuando corría por el escenario, cuando bailoteaba, cuando saludaba a la gente, cuando hacía ruidos con la boca, Gilberto evocaba la tropicalia de Caetano Veloso: ¡fina estampa! Cuerpo ágil, como el de Caetano, el de Gilberto se desplazaba con la ingravidez que se movía en los sesenta/setenta. Desde esa fluidez juvenil, la gracia de Gilberto sobre el tablado evocó, como contrapunto, la otra contigüidad brasileña interpelada desde el escenario art decó: Milton Nascimento (también nacido en 1942, como los otros). La memoria de Milton dramatizaba un recuerdo contrario al de Caetano: no el del cuerpo ágil y juvenil del viejo (que es Gilberto), sino el de una corporalidad lenta, demasiado lenta, casi estática, separada para siempre de la ingravidez del trópico, que hace que el cuerpo de Gilberto y Caetano baile como un trompo. Por eso, el de Milton fue un sabor a entropía.
Pero sobre todo, la intensidad intersubjetiva de la propuesta que trajo Gilberto, aumentó dramáticamente cuando cantó “Three Little Birds,” de Bob Marley; intensidad que se sintió al instante en el segundo piso, adonde llegó el calor del homenaje como si fuera un golpe de amor.
Coda. Después del concierto, presentado antes, el 8 de noviembre, en el Carnegie Hall de Nueva York, de regreso al norte de Ohio en plena oscuridad de la noche, una que en el sur de Michigan se deja cruzar por una autopista plana, en línea recta, el silencio septentrional dialogó con otros recuerdos imantados al sur.
Inmediatamente, el eco de Augusto Boal, la crítica que le hizo a la catarsis aristotélica en El teatro del oprimido (1979), se hizo sentir. Desde la dimensión política de la tropicalia de Gilberto, una que lo llevó a ser Ministro de Cultura de Brasil de 2003 a 2008, la dimensión política que se oía en el silencio de la noche acentuaba la praxis. Desde el recuerdo teatral de Boal, el diálogo tocó fondo: en la Pedagogía del oprimido (1970), Paulo Freire definía la praxis como liberación. Cámara de ecos; desde la teología, Leonardo Boff y Frei Betto planteaban la misma práctica. Una praxis que, desparramada por todo el continente, Enrique Dussel ensamblaba desde México en una filosofía de la liberación latinoamericana.