Jazz Bar I: entre la antigramática de Yván Silén y la ortografía fonética de Joserramón Che Melendes
Esto próximo hay que agregarlo a los hechos incomprensibles o misteriosos del siglo 21: la indiferencia crítica y la hostilidad académica al corpus silénico…
Néstor Barreto
A Melendes se le debe mucho; lamentablemente, su legado pasa las más de las veces desapercibido.
Néstor E. Rodríguez
Yván. En la estantería, una hilera de libros, todos del mismo autor, Yván Silén, zigzagueaba. Ebria de sí, se sentía, sinestésica, tan larga como era: un poco más de veinte teclas. En el escritorio aledaño, dos libros de otro escritor, Joserramón Che Melendes, esperaban, uno encima del otro, una lectura más cabal, sobre todo de El fondo de la máscara (2007). El encuentro será, por esa asimetría, desigual, aunque no injusto.
Se prenden y se apagan las luces del bar: “Hay un olor a Dios / en todo el inodoro” (El miedo del Pantócrata, 1980).
Junto al piano, el lirismo de la generación de 1970 le da un aire de época al escenario. El humo del tabaco, cortado por la luz que enfoca la batería, se confunde con el de la poesía que se fuman los libreros, entre cervezas mexicanas y dominicanas que toman como si fueran metáforas de la generación anterior. Entre los libros que quedan manoseados sobre las mesas, los que esa generación no publicó nunca se amontonan en la basura, “donde las ratas / comen la sombra de Dios” (El miedo del Pantócrata, 1980).
El humo de la poesía se confunde con el del mafú, que se pasan de mano en mano los novelistas, siempre congregados en el lado más oscuro de la luz que apunta hacia el baño. Las trompetas y los trombones afinan contra el ruido de la página en blanco. Como si fueran colillas, los ensayistas escriben oraciones incompletas, que apagan con el pie y patean hacia las esquinas. La percusión menor se hace ahora más elíptica. Las congas azules (de Cortijo) sonean sonetos desde la memoria. Los filósofos le ponen “alpiste” silenista a la poesía, para subjetivizar la realidad política de los años 70.
Se oyen los tiros del Cerro Maravilla: 1978.
De la hilera zigzagueante de libros (mayormente poemarios y ensayos), se levanta una imagen que se queda con el sonido del bar. Eco al cuadrado. Con la vibración, las maracas caen al piso. Las feministas cierran los libros y abren los candados. El olor a pubis se siente en el sudor de las madres silenistas, a quienes Cristo observa en El último círculo (1992): “Contempla / que detrás de la puerta / la madre se / masturba.” La música le pide silencio al jazz. La oscuridad tiembla de quietud.
El trombón se calla para que se oiga la imagen que plantea, vestido de El pájaro loco (1972), Silén, en la última página de La poesía piensa (2010): “La poesía es apocatástasis.” En la paredes, escribe con tinta amarilla el nombre poético de Dios: Nelis.
El rostro de El Antinihilista se fuma la luz. Humea. Radicalmente antiposmoderno, Silén predica como un político lírico el culto a la imaginación, a la originalidad. Pide nuevos sustantivos, verbos, adjetivos, adverbios; inventa neologismos, desempolva arcaísmos. Reparte libros, que se saca de las mangas, y metáforas, cultivadas en la biblioteca. Su botánica del deseo. Con las palabras que inventa, toca el piano que Nietzsche dejó sin teclas; con los conceptos que imagina, le chupa los dedos a las “muñecas de trapo.”
El trámite entre la estantería sinestésica y el bar literario, metáforas de otras metáforas, luces de otras oscuridades, estalla de golpe. Frente a los libros dejados en las mesas y al contrabajo que toca sin arco, se abre una coma que invita al abismo. “El vacío es azul.” En vez de un chisporroteo de hojas sueltas, salpica del estruendo un polvorín de polilla, muchas veces yvanesca (como metáfora): “La polilla de Dios recorre la ciudá” (La casa de Ulimar, 1988).
En estado de eflorescencia, la gramática silenista deviene en su inocencia atroz. Hiperestésica, se queda con el bar; perversa, demasiado siniestra, se toma la biblioteca de una lectura. Desde la metagramática, el Poeta “realida,” pero no escupe jazz, sino “rosas negras,” “paraguas amarillos,” “narcisos negros,” “erizos.”
Desde la alteridad que la marca y la separa de la gramática del poder, la silenista alucina con los sustantivos; “esquiza” con los verbos; “orgasma” con los adverbios; “realida” con los adjetivos; “girasola” con los neologismos y “poesía” con los arcaísmos.
Antigramática de la “libertá,” según la define el poeta-filósofo, ateo cristiano que, en Las mariposas de alambre (1992), se cagaba muy a su manera en Dios: “Vacío de la voz: tocar el culo / de Dios para saber que irreal existe.” La antigramática silenista se organiza desde el vértigo de la “zensación,” zona límite del “serestar.” Lingüística organizada para el inconsciente, a partir de la cual el poeta-filósofo ve, oye, ríe, imagina, “existencializa,” “esencializa,” lo que escribe, además de con sangre, con “semen” y “pus.”
Antigramática radical, que politiza la belleza desde el horror que la hermana, como siameses (“el ectópago”): la de Silén aporta el aparato metagramatical más dramático que ha puesto sobre la mesa, desde la subjetivación, la generación de 1970.
Llueve sobre mojado; en el bar-biblioteca, empolvada de polilla silenista, reina, entre verbos y adverbios, la metáfora del jazz (en silencio).
Aporía.
La música y la literatura se miran. En el espejo del bar bibliófilo, que se sabe tropo de la ensoñación “lírica,” se dibuja el humo de la poesía silenista. Por ósmosis, queda escrito en las paredes. Hasta que la sinestesia (rubendariana y silenista) cambia de registro, y bascula, aunque se queda en la quema de los setenta. El humito santo: “¿qué hace el taxi de Dios / frente al delito” (El miedo del Pantócrata, 1980)
De la antigramática silenista, sublime, demasiado siniestra, el bar-biblioteca se abre, hiperestésico, a la ortografía subjetivizada. Las botellas de ron no se rompen. Los libros se amparan en su forma. Los ensayistas piden una dosis más telescópica de las palabras. Transición e intersubjetividad: relevo. El jazz de la biblioteca-bar gotea polilla.
Che. La antigramática se engancha a la ortografía fonética de Joserramón Che Melendes, otro poeta filosófico de 1970. La intersección se hincha, hasta que rompe el cuerpo de las palabras. La biblioteca-bar “realida.” La música escupe tinta. Fragmentos de la escritura de Joserramón se incrustan en la pintura de Elizam Escobar (muchas veces conectada con la literatura silenista). Enredo; como la antigramática, la ortografía fonética se ontologiza. Tirón filosófico. La crítica comenta “la palabra habitada” de Joserramón (Néstor E. Rodríguez).
Segundo estallido: rabo de nube silenista. Chisporroteo de letras con alas criollas. Huele densamente a Río Piedras. El piso se llena de palabras nuevas: legtor (lector), qe (que), erbido (hervido), biento (viento), ridmo (ritmo), cabesa (cabeza), ueco (hueco), berso (verso).
Las imágenes de Joserramón parecen más sonoras que las de Silén, pero no lo son; pues, por más idiosincrásica que sea la ortografía, al escuchar la palabra del poeta, la diferencia escritural desaparece, ¡como por acto de magia! Sí, la voz encubre la épica ortográfica, minimizando el esfuerzo del lector para leer “la palabra habitada”: “Esto no son palabras: son pedasos de biento/ agrupados en torno de una sílaba de aire:/ el fulcro madre inmóbil i la trensa del ridmo,/ cabesa i trensa, ueco i agua: el berso es un pulpo”.
El trombón se sacude el polvo; suena un do de trompeta como si se trata de un arcaísmo silenista (que en vez de “donde,” escribe do). Frente a un libro de crítica pictórica, habitado por la idiosincrasia del poeta, Dobles de Elizam Escobar con un interensayo por Joserramón Melendes (2002), se escucha desde el micrófono la cara de Joserramón: “’Persibir’ es ya un desdoblamiento.”
La hilera de libros silenistas da varios coletazos. La estantería suena en el vaivén. Desde el ensayo, En el fondo de la máscara (2007), enamorado de sí mismo, se vuelca rabiosamente hacia la poesía.
La fonética ortográfica de Che Melendes corresponde a la antigramática de Yván Silén: la generación de 1970 se crece con los poetas más lingüistas de esa familia literaria, subjetivazadora, demasiado subjetivizadora.
La estantería multiplica sus brazos. Como si se tratara de un mangle que redobla sus pulpos frente a la laguna de Condado, escupe libros que manchan las mesas de amarillo silenista. El peso de la materialidad de las palabras que Joserramón reinventa, se sienta frente a la barra. Pide su copa: “La enerjía, la libertá creatiba del arte –lo sujetibo relatibo-, nesesita la resistensia de lo pasibo’, la detensión de lo fagtual, lo dado –lo objetibo relatibo-.”
La antigramática y la ortografía fonética coinciden en una palabra que las marca: “libertá.” Vértigo. Apagón iluminado de negro silenista. Los libros se marean en seco. El jazz se enloquece con sus solos más locos (de David Sánchez y de Miguel Zenón). Las paredes hablan. Joserramón grita en silencio: “Pero no todo 2 (dos) es doble dual y resíproco.” De un cuadro de Elizam Escobar, salta una novela: La casa de Ulimar (1988).
Silén apaga la cita con el mismo libro que abrió el bar: “Hay un olor a Dios / en todo el inodoro” (El miedo del Pantócrata, 1980).