Billie Holiday

Billie Holiday

Del sentimiento trágico de la vida

Si hay alguna mujer que merezca pasar a la historia de la música del siglo XX, esa no es otra que la gran Billie Holiday (1915-1959). En nadie como en ella se ha vuelto a dar cita de un modo tan apasionante, fructífero y dramático la pura esencia de lo que debe entenderse por blues. Porque su vida fue un injusto torbellino de pesares, crueldades y accidentes. Y ella supo extraer de tantas circunstancias adversas el mejor blues posible. Decir Billie Holiday es decir grandeza, gloria, dignidad, esplendor artístico… Probablemente, la cantante más grande del siglo XX. Un admirado Mingus B. Formentor explicó su obsesión por ella en este histórico artículo de Rockdelux.

La puerta de escape que le permitiría entrever las praderas de la felicidad a plazo fijo se abrió por un golpe de fortuna. Lo que andaba buscando era un puñado de dólares ganados bailando cada noche para la concurrencia, y quizá imprevisibles suplementos derivados del alterne íntimo. Pero el dueño del cafetín no se sintió encandilado por los contoneos de Billie. “Oye, ¿sabes cantar?”. Probaría. Del mismo modo que hay biografías que comienzan bastante antes de nacer –“Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres”–, algunas carreras artísticas, más que de la voluntad del afectado, parecen arrancar del mismo Olimpo.

Era necesario ocultar a los representantes del orden establecido la existencia de clubes clandestinos. No podían usarse micrófonos ni altavoces para magnificar la voz. La única posibilidad pasaba por recorrer el local, de mesa en mesa, mientras se iba cantando. Cada mesa era un mundo, una masa vital concreta y una nube sonora muy precisa. Así aprendió Billie Holiday a cantar una misma canción de cuarenta formas distintas, reajustando una y otra vez inflexión y matiz. O tal vez no lo aprendiera. Quizá la inspiración le llegase directamente de los dioses de la tragedia para reconducir su vagabundeo errante hacia praderas de feliz aislamiento, para que pudiera guiar en un futuro hasta ellas a las almas desgarradas por la pena, untar con cálidos ronroneos las llagas de la sufriente melancolía.

Por más voluntad que se ponga en el empeño, resulta imposible acercarse a Billie alejándose del drama. Pero la crispada existencia de Lady Day no se escribe con las tenues tintas del melo –la vida es un tango, te quiero como en un bolero–, antes bien con los rudos aguafuertes de la catarsis greco-shakespeariana. Leer “Lady Sings The Blues”, su inquietante autobiografía (escrita con William Dufty y publicada en 1956), mete el corazón en un puño y el cerebro en un torbellino. Por momentos se llega a creer en la imposibilidad de que tanta desgracia y malevolencia pudieran descargarse sobre un mismo ser humano. Y aquí es donde se agiganta su obra, confunde su belleza, fascina su fuerza, obsesiona su blues. Su peripecia vital parece surgida de una mente retorcida, esperpéntica, goyesca, amiga de la caricatura, de un sardónico cronista embelesado por el morbo del lado más negro e hiriente de la negritud. Con la piel de gallina y las lágrimas a flor de párpado, crece una irrefrenable desazón, mitad rabia, mitad desprecio, hacia la grosera mixtificación cinematográfica con que se pretendió plasmar el vía crucis de Billie. Sonrojo ajeno y eterno escarnio a la Lady Day que trasladó hasta las pantallas una meliflua Diana Ross. Los obsesionados de corazón jamás podrán perdonar tamaño insulto a una de las más aleccionadoras tragedias artísticas de nuestro siglo.

LADY DAY OR LADY NIGHT

Billie se lanzó a la carrera cuando apenas tenía trece años para no sufrir las vejaciones que trituraron la vida de su madre siendo criada. Pero el monstruo americano suele exigir precios muy altos a cambio de la fama. Cuando en 1946 Billie Holiday tuvo su primera y única oportunidad de asomarse al universo onírico creado por Hollywood, el papel que se le ofreció fue el de criada. Su pareja, compartiendo rol y pigmentación cutánea, sería Louis Armstrong. El encargado de emplear a un par de fámulos con habilidades artísticas, un bobalicón Arturo de Córdova. El emplasto fílmico llevó por título “New Orleans” (1947). La Billie adolescente que se había prostituido para no ser criada acabó puteada por la meca del cine en aras de una fama que jamás, mientras vivió, alcanzaría cotas demasiado altas en su patria.

Bien, eso quizá resulte parcialmente inexacto. Billie sí llegó a ser popular en Estados Unidos, pero no por su parte, sino por los problemas que tuvo con la justicia a causa del polvo blanco. Detenida, juzgada y encarcelada por su adicción a la heroína, se abre para Billie uno de los túneles más hondos y oscuros de su trágica existencia. Nadie le oyó emitir una simple nota mientras duró su estancia en prisión, nadie pudo ver cómo se sumergía en las balsámicas aguas del blues para ahogar por unos minutos, unas horas, la hostilidad de la sociedad circundante.

Billie grabo su primer disco en 1933 integrada como vocalista en la orquesta de Benny Goodman. Hacia 1937 se incorpora a la de Count Basie. Es esa una época de esplendor, de alegría relativa, expresada bien a las claras en su repertorio y en el modo vocal de abordarlo. Es justamente al enrolarse con el Conde cuando se produce un encuentro mágico y trascendental en su carrera artística y sentimental. Allí está Lester Young, su gran amor, al que nunca renunció y por quien nunca se sintió traicionada. Resulta tópica, por repetida una y mil veces, la calificación de platónica para la aventura sentimental mantenida con su Pres a lo largo de un par de décadas. ¿Pero acaso podía ser de otra forma? Billie despertó al sexo en las esquinas barriobajeras. Los hombres de su vida privada posterior fueron meros chulos sustitutorios del viejo e iniciático oficio que abrazó cuando apenas abandonaba la niñez. ¿Qué otras caricias podían resultar más excitantes que las de los ojos, qué abrazos más tiernos o excitantes que los salidos del saxo/sexo de su Pres?

 SOLO ELLA CANTA ASÍ

“No pienso que esté cantando. Me siento igual que tocando una trompeta o un saxo. Trato de improvisar como Louis Armstrong o Les Young o algún otro músico al que admire muchísimo. Lo que sale es lo que siento. Odio las canciones en línea recta. Tengo que cambiar los tonos y ajustarlos a mi propia forma de entender la música. Esto es todo lo que sé”. En la voz de Billie, en su técnica, no hay trucos ni especial gimnasia. Frasea y da ritmo desde lo más hondo, recomponiendo todas y cada una de las palabras y de los silencios para darles un significado preciso, personal o intransferible. Nadie como ella puede llegar a susurrarte o gritar de tantas formas distintas palabras base como “love” o “baby”. Su dicción apenas se acentúa con un breve gesto, una mueca labial y un brillar de ojos. Billie llegó a dejar registrados alrededor de trescientos temas y, cosa raramente observada, apenas una docena de ellos se ajustaba a las armonías del blues. El blues de Billie es su blues, esa inimitable voz de azufre y melaza que lame y enerva, rompe y recompone, ahoga y relaja, un blues que se aplica a cualquier tonada popular para hacernos llegar hasta lo más hondo del estómago el lado negro de la realidad, la presión de la represión sin posibilidad de descompresión.

La tragedia que encierra su incomparable voz es correlato lógico, aunque no esperable, de la crudeza de una vida transitada de trompazos y claveteada de insultos. Cuando recorría las autopistas de la Unión con orquestas como la de Goodman o la de Shaw tenía que comer bocadillos y tomar café en el autocar por negra, y mear a orillas de la carretera por lo mismo. Malnutrición y cistitis crónica sufridas en nombre del arte. Cuando ese arte lo desplegaba en locales sureños, tenía que soportar que algún que otro carcamal gritara borracho de bourbon y racismo: “¡Que cante la negra!”. Esa negra que luego no podría comer ni hacer dignamente sus necesidades. Cuando quiso adoptar un niño, ese niño que deseaba con todas sus fuerzas y no podía tener, los jueces se lo negaron por sus antecedentes en el tema de los narcóticos. Cuando decidió grabar con un soporte de cuerdas –la primera artista negra que lo intentó– tuvo que asumir los palos críticos de los “puros amantes” blancos del jazz. Su calvario resulta sobrecogedor. Puestos a llevar las cosas al límite, acontece la macabra pirueta de verse arrestada en su lecho de muerte, en el Metropolitan Hospital de Nueva York, por tenencia de drogas con que aliviar el tránsito a otros paraísos más humanos que los de este perro planeta.

INMORTAL

Hermosa como pocas, pelo largo de color azabache del que no pocas veces prendieron blancas gardenias, ojos acogedores, labios que encerraban mil suculentas promesas, dientes regulares, cuerpo generoso y sensual, todo se fue alejando a golpes de sufrimiento.

Mientras se dirigía en un taxi al entierro de su amado Lester en compañía de Leonard Feather, comentó Billie: “Yo seré la próxima”. Comenzaba a estar muy pero que muy cansada de vivir. Ya nunca renacería aquella mágica expresión facial que desplegara en un inconmensurable programa televisivo para CBS donde alcanzaron los cielos con su arte la propia Billie, su Lester, Roy Eldridge, Coleman Hawkins, Gerry Mulligan… Las fotos que obtuvo el bajista Milt Hinton durante su penúltima sesión en un estudio de grabación son el más crudo retrato de la descomposición de un ser bello y dotado como pocos han existido. Su entierro, el 19 de julio de 1959, fue una manifestación de duelo del mundo musical que marca historia. Los grandes del jazz se contaban por centenares. Podía cortarse con un cuchillo la tristeza que atenazaba la atmósfera circundante. Nadie se marchó después de copas, como era usual. No sonó ninguna march band al viejo estilo New Orleans como en otras ocasiones. Tan sólo tristeza y silencio en los rostros y los corazones.

Obsesionante el recuerdo de la reina traspasada, y aquí la muletilla adquiere dimensiones de literalidad, a mejor vida. Billie, Lady Day / Lady Night, ya está instalada más allá del bien y del mal. Por encima de la historia. Ya era un tesoro inabarcable del que podrá echar mano siempre que necesite consuelo y compañía en soledad todo ser humano con la sensibilidad bien puesta. Ya podrán besar con fervor la sombra de Billie todos los que, como Tennessee Williams, se sintieron más cerca del centro del universo una noche de amor (o de desamor) mientras giraba en el plato de su tocadiscos “Lady In Satin” (1958) y Billie, como quien no quiere la decadencia (porque los dioses la hicieron inasequible a la destrucción definitiva), desgrana una tras otra “I’m A Fool To Want You”, “Violets For Your Furs”, “You’ve Changed”, “But Beautiful”, “The End Of A Love Affair” …

Publicado en Rockdelux

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