Orgullo transboricua
Al fin del milenio, el mundo al revés está a la vista: es el mundo tal cual es, con la izquierda a la derecha, el ombligo en la espalda y la cabeza en los pies.
Eduardo Galeano
Micropolítica. Cuando partí de la isla el 3 de agosto —¡una fecha demasiado colombina!—, nunca pensé que treinta y tres años después, el 2012 me pillaría fuera del archipiélago. Pero lo he estado desde 1979, fecha a partir de la cual, tras cruzar, como dicen, el charco, me convertí en sujeto de la segunda diáspora boricua (la de la década de 1970). Como a tantos otros del siglo XX, me ha tocado vivir la puertorriqueñidad, eso que acá, en Estados Unidos, constituye la etnicidad, desde fuera de la isla. Una realidad común entre caribeños —cómo excluir a los latinoamericanos y a tantos otros transmigrantes de la tardomodernidad—; una translocalidad que, en algunos rubros, como sería una parte significativa de la música popular puertorriqueña del siglo XX, constituye más la regla que la excepción. Música y migración: Rafael Hernández (1892-1965).
Así, junto a cuatro millones más de boricuas, soy una faceta de lo (exo) puertorriqueño que, a partir de 1917, Estados Unidos posibilitó, al conceder, el 2 de marzo, la ciudadanía usamericana a los hijos de Borinquen. Desde entonces, sobre todo a partir del medio siglo, vamos y venimos, regresamos o nos quedamos, en un ir y venir geográfico y simbólico que nos define a muchos —¿qué se puede decir de los que viven en la isla?—como transboricuas, término que la escultura de Pepón Osorio encarna desde 1999; un mutante puertorriqueño de la diáspora hecho de fragmentos usamericanos, mexicanos, dominicanos, venezolanos y colombianos.
Transboricua; como boricua con fragmentos usamericanos, argentinos, mexicanos, cubanos, dominicanos, que ha pasado más de la mitad de su vida fuera de la isla, puedo decir que en tan larga estadía tres veces me he sentido particularmente orgulloso de “serestar” —le debo el neologismo verbal al poeta/filósofo puertorriqueño Yván Silén— en los Estados Unidos.
Primera vez: Nicaragua. En los años ochenta, primero desde Cincinnati, Ohio, y después desde Storrs, Connecticut, viví de refilón, desde la cotidianidad del estudiante universitario, la pasión estadounidense que generó la oposición al proyecto contrarrevolucionario de Ronald Reagan —un artificiero como tantos de su clase, simplón, sin compasión y al final sin memoria— en Centroamérica. Oposición a una política que perseguía destruir la revolución sandinista (1979-90). La memoria que guardo de esa resistencia estadounidense, a pesar de los vacíos que colman la primera mitad de la década (1980), es fundamentalmente ésta: no pasaba un día en que los medios noticiosos televisivos estadounidenses dejaran de mostrar la intensidad con la que los opositores de Reagan se resistían a que un país tan grande como Estados Unidos, destruyera un país pequeño (el más grande de Centroamérica) como Nicaragua. Un país al que, desde el siglo XIX, Usamérica había invadido, manipulado y maltratado tantas y tantas veces.
La memoria de esa resistencia constituye, además, la última vez que la televisión le dio seguimiento a la división política del pueblo estadounidense, escindido a raíz de la política exterior de la república imperial (como la llama, entre otros, Gore Vidal; para Noam Chomsky, se trata del único país que desde sus orígenes se concibió como un imperio).
A partir de los noventa, las guerras usamericanas se reportan mediáticamente desde la complicidad militar; la prensa corporativa no promueve el debate, ni mucho menos le da tiempo a la oposición para exponer sus argumentos, tal como sucedió en la invasión panameña de 1989, llamada “Operación Causa Justa.” Una invasión bisagra, en la cual, como planteó Barbara Trent en su documental The Panama Deception (1993), el endoso de los medios noticiosos dominantes fue categórico. Para cuando el pueblo estadounidense se vino a enterar de lo que estaba pasando en Panamá, dice Trent, era ya muy tarde para prevenir el huracán del norte. Todo lo que se propuso conseguir con esa invasión insólita —base de lo que les pasará después, con interesantes variaciones, a Jean Bertrand Aristide y a Manuel Zelaya— lo logró en pocos días Bush padre, quien aseguró que las miles de muertes panameñas justificaban la “Operación causa justa.”
Durante la década férrea de 1980, la oposición estadounidense que la televisión reportó a diario me hizo sentir orgulloso de “serestar” en la geografía hegemónica de la ciudadanía usamericana. Como yo, pensaba, los estadounidenses que se oponían a la mano dura de Reagan que aplastaba el país de Sandino, se sentían identificados con América Latina, una reciprocidad interesante en la que, a su vez, los gringos expresaban su propia transamericanidad.
Segunda vez: Puerto Rico. Después de la oposición ochentista a la mano dura de Reagan, pasó una década —la de los locos noventa, según Joseph Stiglitz— de pocas razones para enorgullecerse de la ciudadanía metropolitana. Una nacionalidad, después de todo, que se le impone al cuerpo boricua a quemarropa en el arrobo de la Primera Guerra Mundial, un año antes (1917) de que terminara la misma. Política contra la cual luchó, en el legado por ejemplo de Sandino, Pedro Albizu Campos, “apóstol” de una puertorriqueñidad (nacionalista, católica, militante) que defendió con su vida hasta 1965, cuando murió a causa de esa lucha. Epopeya, mística de la identidad que el poeta/filósofo Yván Silén no está dispuesto a olvidar.
Todo lo contrario; durante los noventa, década de oro de Michael Jordan, un deportista que desafiaba la gravedad y que, mientras megacomercializaba su imagen en el país y en el mundo, hacía del baloncesto una representación de lo que llamaron “poesía en movimiento”; durante esa década tan emblemáticamente neoliberal, decenio de Bill Clinton, Carlos Salinas de Gortari, Carlos Menem, Alberto Fujimori , Pedro Rosselló y un poco de José María Aznar, se enmudeció la oposición a la política exterior de Estados Unidos, volcada como estuvo la década de los noventa al goce de los tratados de libre comercio. Un placer que los activistas de Seattle desmintieron en las protestas de 1999. En cuanto a la política exterior, la década de 1990 no podía sino cerrar con el orgásmico Plan Colombia (1999), complemento militar de la libido neoliberal.
Porque fue una década de vacas gordas para los usamericanos, la burbuja neoliberal se impuso con fácil condescendencia. Con el saxofón tenor en las manos y el habano en los labios inferiores de Monica Lewinsky, Bill Clinton se pasó ocho años (1993-2001) dándoselas de demócrata progresista, a la vez que actuaba como republicano protoneconservador y como imperialista tradicional. Mientras tanto, las arcas del tesoro nacional en Washington —que no las de la clase media— se colmaban de un superávit descomunal. El mismo montón de dinero que, en sus ocho años subsiguientes de administración neocon (2001-09), George W. Bush se fumó en la cara del mundo con su grupete de malandros corporativos, dejando al país en la bancarrota y en varias guerras criminales.
Pasada, pues, la década del romance neoliberal entre Clinton y Menem —pirata éste de la argentinidad más sucia, cuya política de desnacionalización y privatización reventó en pedazos en el verano conosureño de 2001 a la Argentina fantasiosa que quiso creerse la paridad con el dólar—, la llegada del nuevo milenio me ha hecho sentir otra vez orgulloso de mi ciudadanía gringa, impuesta desde la unilateralidad imperial a calzón quitado: un efecto tardío en 1917 de la guerra de 1898.
Ahora, el orgullo, en vez de ser el resultado de una resistencia a la política exterior de Estados Unidos en Centroamérica, o de una oposición a la política del apartheid surafricano que Dick Cheney defendió con los dientes durante la segunda mitad de 1980; ahora el orgullo era el resultado de una reivindicación transnacional. La solidaridad multitudinaria que se fue desatando en suelo usamericano con los seres más indefensos del país: los inmigrantes. Sobre todo, los indocumentados, a quienes les tocó sufrir, además de los efectos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, 1994), la “guerra contra el terrorismo” que se desató a partir del 11 de septiembre de 2001. Una tragedia que han vivido en carne viva mayormente los campesinos mexicanos, quienes han sido los más castigados por el neoliberalismo antiterrorista; sobre todo después del saqueo financiero de 2008, cuyo estruendo cambió el rumbo de las remesas mexicanas: los de México enviaban dólares a los parientes desempleados de Usamérica, para quienes cruzar la frontera se había convertido en un cruce muy peligroso.
Durante el nuevo milenio, la rentabilidad del complejo industrial de prisiones, adonde han ido a parar muchos indocumentados, empeora la tragedia humana de los indocumentados.
En cuanto al orgullo que he sentido a lo largo del nuevo milenio, seré más preciso. Desde la solidaridad multitudinaria —una intersubetividad intensa—, me enfocaré en una fuente más específica; a saber, la presencia de los puertorriqueños que, en todas las demostraciones a las que he ido durante el nuevo milenio (Toledo, Columbus, Chicago, Detroit, Washington), ondean la bandera puertorriqueña en solidaridad con los inmigrantes del mundo y sobre todo de Latinoamérica.
En más de tres décadas de residencia en Usamérica —Neruda, mucho más ampuloso, habló de residencia en la tierra—, durante las cuales me ha tocado vivir fuera de las comunidades puertorriqueñas o latinas —soy, en el contexto usamericano, lo que se ha denominado como un “otrorriqueño” (OtherRican); un boricua diaspórico que no es de Nueva York—; durante esas demasiadas décadas —sólo a Borges le toca hablar de sus “demasiados libros”—, nada me ha hecho sentir más orgulloso de mi transboricuidad que la solidaridad de esos puertorriqueños, pues asumen la ciudadanía gringa desde un ángulo que los lleva a intersectar con los que, por no tenerla, son discriminados con todo el peso del salvajismo neoliberal. Una fuerza ésta que, con la violencia de una súper potencia en decadencia —desde Argentina, Otilio Borón le sigue los pasos al monstruo herido en su poder—, se muerde cada vez más la cola, llevándose por delante a un amplio sector heterogéneo de la clase media. Una humanidad excluida que preocupa seriamente al periodista y activista antibélico Chris Hedges.
Nueva York. En medio de esa solidaridad multitudinaria, el 17 de septiembre de 2011 estalla de una manera inesperada —aunque, retrospectivamente, constituye otra crónica de una muerte anunciada— la realidad de OWS (Occupy Wall Street): una inersubjetividad gringa de la cual me siento como transboricua muy orgulloso. Única alternativa hasta la fecha con capacidad de congregación y convicción ante el “totalitarismo invertido” de la corporatocracia en la que se ha convertido Usamérica. Justicia poética: OWS erupciona a fines del tercer año de la presidencia, una continuidad clintoniana y bushista, de Barack Obama, a quien Hedges llama un presidente “mediocre.” Entre otras desavenencias de su nefasta administración, Obama le ha ganado a Bush en muchos rubros, como en el número de indocumentados que ha expulsado a quemarropa del país, sin reparos ante el rompimiento familiar entre los padres sin papeles y los hijos nacidos en territorio estadounidense, una ciudadanía ésta que los republicanos usamericanos quieren anular.
Heredero con conciencia y orgullo de los movimientos internacionales del nuevo milenio, OWS ha sido una radiante puesta en escena de la juventud y del pueblo estadounidenses frente a la impunidad, esos excesos aparentemente ilimitados, del neoliberalismo wallstreetneano; un animal que, como ha dicho Michael Moore, lo quiere todo para sí.
Expansión rizomática; desde Nueva York, las ocupaciones se esparcieron a lo largo de la república imperial y por el resto del mundo, un universo éste igualmente brutalizado por el 1% de Wall Street. Salto a la realidad inevitable e innovadora de la calle, espacio sine qua non del cambio; una movida, como subrayó Naomi Klein, que el resto del mundo esperaba que los estadounidenses llevaran a cabo antes, tras el saqueo goloso del 2008, cuando el escándalo financiero usamericano rebasó por mucho el argentino del 2001 (no olvido el artículo periodístico que, en 2007, publicó el economista Paul Krugman en el New York Times, en el que predecía que a Estados Unidos le esperaba un escándalo financiero como el de Argentina).
Cuando estuvo en OWS, Zizek reafirmó su ironía seriamente juguetona: en un mundo colmado de alternativas y posibilidades, Wall Street plantea que todo, menos el modelo económico, se puede cambiar. A su vez, Cornell West se personó en la protesta para reafirmar su fe de intelectual blusero; una fe que, a partir de la experiencia de la esclavitud, busca la luz al final del camino. En una de sus varias visitas, el periodista y activista Chris Hedges lloró de emoción ante la voluntad de cambio democrático enarbolada por el movimiento.
El 11 de octubre de 2011 se celebró a las 11:00 de la mañana la primera ocupación en Toledo, Ohio, una ciudad que, desde el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN, 1994), ha perdido muchos puestos de trabajo fabril, los cuales, como se preveía, fueron a parar a México. A la misma vez, dándole un golpe al maíz mesoamericano con el transgénico que el TLCAN envía a México subsidiado, el TLCAN ha empujado a los campesinos mexicanos a cruzar la frontera. Un flujo asimétrico. De la agricultura, la mano de obra mesoamericana se ha desparramado al resto de los muchos trabajos mal remunerados que viene creando la economía más rica en la historia de la humanidad. Un motor que funciona con 12 millones de indocumentados.
En Toledo, la gente se congregó en Levis Square, una plaza relativamente pequeña localizada al suroeste del Río Maumee. Una multitud que, dada la situación económica de la ciudad, habría que estimar como poco cuantiosa, aunque bien representada por sindicatos, anarquistas, socialistas, líderes religiosos progresistas, veteranos contra la guerra, miembros empobrecidos de la comunidad, un ex alcalde, un miembro de la municipalidad, abogados laborales, académicos, periodistas y la policía, la cual en ningún momento se metió con la ocupación, aunque se dijo que había una cámara filmándolo todo desde el techo de un edificio aledaño.
Como preámbulo a la asamblea general, eje de la nueva práctica democrática que OWS promovió como clave para un mejor futuro, se explicaron las reglas del juego que pocos habían jugado antes. Todo se explicó; desde la definición del espacio ocupado, uno en el que no se permitía ningún tipo de discriminación, hasta el lenguaje silente emitido con las manos para aprobar, repudiar, abstenerse, pedir la palabra, cambiar de tema, pasando por el “micrófono humano” y la nueva filosofía del grupo sin líderes en el que, en principio, todos pasaban a ser líderes. Práctica que subraya la horizontalidad y que persigue el consenso de un 90% de los participantes, un grupo que queda abierto a los que se sigan integrando. Durante la asamblea general, se establecieron colectivamente los puntos de interés que definirían la ocupación, para lo cual se solicitaron testimonios personales. Parte ésta más que dramática, pues demostraba de una manera desgarradora cómo la clase media trabajadora estaba siendo empobrecida por el 1%. Una plutocracia en rebelión; una oligarquía desafiante que rompe el contrato social al que había sido sometida desde 1930.
El 22 de octubre (2011), en una ciudad mucho más pequeña que la de Toledo, se llevó a cabo la ocupación de Bowling Green, Ohio, pueblo mayormente universitario, a la cual se dieron cita trabajadores, jubilados, desempleados, estudiantes y profesores para apoyar OWS y para formar parte del nuevo movimiento ultra democrático en el país. Un movimiento con una política insólita para la clase media—crítica, finalmente crítica— que pone al descubierto las prácticas depredadoras del capitalismo de Wall Street, a la vez que incide en la crítica que la periferia global le ha hecho, “desde siempre,” al sistema mundo-capitalista moderno/colonial.
Confieso, pues, que por medio de OWS, he escuchado a la clase media usamericana hablar con el lenguaje de la izquierda latinoamericana (pienso en la lucidez y claridad de Galeano).
Como en Occupy Toledo, en Bowling Green se celebró la asamblea general, una intersubjetividad a flor de piel que se abría a los testimonios contundentes. Cómo olvidar el del maestro de jardín de infantes que confesaba no poder vivir de su profesión o el de la empleada de limpieza doméstica que decía sentirse timada por la democracia usamericana.
Breve articulación de contrapeso: si en Occupy Toledo resaltó el testimonio del grupo socialista, una propuesta que, al remarcar que la era dorada de la cual hablaban muchos con nostalgia — aquella época en que las corporaciones pagaban buenos sueldos y la seguridad laboral se respetaba— no dejó de ser la era de un país que pertenecía, como ahora, al capital, nunca a la clase media trabajadora; en Occupy Bowling Green relució el testimonio del profesor que propuso no olvidar que antes de agredir a la clase media gringa, el capitalismo de Wall Street había vapuleado a quemarropa a mucha gente en Asia, África y América Latina.
Confieso, pues, que nunca antes había sido tan fácil ver en lo que estaba pasando en Estados Unidos —el empobrecimiento de la mayoría— lo que “ha pasado siempre” en Latinoamérica.
Especularidad.
OWS ha sido un brote preñado de futuro para el mundo y sobre todo, como transboricua que mira, actúa y desea, para Estados Unidos y las Américas. De ahí el orgullo ante la propuesta de OWS, un reclamo fundamentalmente “martiano,” emitido desde lo que José Martí llamó las entrañas del monstruo.
Desde esa urgencia populista, los intereses de las mayorías estadounidenses se repensaron en voz alta, en público, a partir de una idea de la democracia mucho más experimental, radical y creativa, que toma en consideración lo que pasa en el mundo. Un deseo de democracia saludablemente contracorporativo, forzosamente translocal. OWS ha sido por eso un importante cuestionamiento al excepcionalismo usamericano, tan pesadillesco para Latinoamérica. OWS se reconoce como un vector, entre otros, del norte de África (Túnez y Egipto), del sur de Europa (España), de Suramérica (Argentina). ¡Un prometedor rizoma populista! Una experiencia jugosa y copiosamente intersubjetiva: los gringos están redescubriendo el poder de su creatividad heterogéneamente colectiva, una fuerza que en vez de atentar contra la individualidad (calvinista), la libera, la acopla y la orquesta a la libido política y estética del demos y del planeta.
Orgullo transboricua: OWS nos plantea a los que vivimos en la corporatocaracia del norte —en el totalitarismo invertido del filósofo Sheldom Wolin que tantas veces cita Hedges, en el cual la corrupción es esencial para el funcionamiento de la “democracia dirigida”— un destello de luz al final del túnel, invitándonos a forjar el camino hacia la claridad desde la participación y la pluralidad. Multiplicidad de un 99% de la ciudadanía que, según OWS, deriva su energía libertaria de la inclusividad y el dinamismo sumatorio.
Al fondo de OWS está la valentía del soldado homosexual usamericano Bradley Manning, a quien muchos consideramos un héroe.